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Ataque frontal al TC y al Estado de derecho; por Manuel Aragón, catedrático emérito de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional

14/12/2022
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El día 14 de diciembre de 2022 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Manuel Aragón, en el cual el autor opina sobre la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.

ATAQUE FRONTAL AL TC Y AL ESTADO DE DERECHO

Iniciativas recientes auspiciadas o amparadas por el Gobierno para eliminar el delito de sedición y reformar el de malversación de caudales públicos suponen un serio ataque a nuestro Estado de derecho. Pero otra iniciativa de los últimos días ha superado, creo, la gravedad de las anteriores, ya que si prospera puede herir mortalmente el significado del Tribunal Constitucional como guardián efectivo de nuestra Norma Fundamental.

Me refiero a la pretensión de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional formulada a través de dos enmiendas que acaban de presentar en el Congreso los grupos parlamentarios que representan a los dos partidos de la coalición gubernamental, y que, si tuvieran éxito, supondrían sin duda un duro golpe a la Constitución. Sencillamente, porque la destrucción de la imagen institucional del Tribunal Constitucional significaría el derrumbamiento de nuestro Estado de derecho, del que ese Tribunal es su máximo e imprescindible sostén. Si el Tribunal Constitucional se desvirtúa quedarían sin protección jurídica nuestras garantías constitucionales, con lo cual nuestro Estado constitucional de derecho dejaría de serlo, pues la Constitución pasaría a ser, como se dijo en una célebre frase, “una página en blanco que el legislador puede escribir a su capricho”.

De ahí la importancia crucial de poner de manifiesto la inconstitucionalidad, formal y material, de estas enmiendas, por los motivos que a continuación explicaré.

Primero, por el procedimiento empleado. Siguiendo el camino de las otras reformas que se pretenden y a las que he aludido al comienzo de este artículo, estas últimas reformas se presentan como enmiendas a una proposición de ley en tramitación, eludiendo así los informes preceptivos del Consejo de Estado y del Consejo General del Poder Judicial, así como impidiendo un amplio y detallado debate parlamentario, ya que se ha optado por aprobarlas con toda celeridad (“en días”, aseguran sus promotores). Tratándose de unas reformas que afectan a leyes orgánicas nucleares de nuestro entramado institucional, como son la LOPJ y la LOTC, y dada la suma trascendencia del contenido de las enmiendas, esa forma de tramitación parlamentaria ha de considerarse un auténtico fraude de las exigencias que cabe derivar de la Constitución para el procedimiento legislativo parlamentario en supuestos de esta naturaleza.

Segundo, por la pretensión de eliminar la mayoría de 3/5 en el Consejo General del Poder Judicial para la propuesta de los dos magistrados constitucionales. Aquí la inconstitucionalidad es aún más patente. En primer lugar, porque la mayoría de 3/5, aunque no prevista literalmente por el art. 159.1 de la Constitución, sino por la LOPJ desde los primeros años de funcionamiento del Tribunal, es la única coherente con el significado del propio Constitucional como guardián de la democracia de consenso (la democracia que aprobó la Constitución) frente a la democracia de mayoría (la democracia del legislador). Si la composición del Tribunal estuviese en las manos de la democracia de mayoría, su función de control del legislador prácticamente desaparecería.

Por eso, entre otras razones, es inconstitucional el reparto por cuotas políticas, de manera que lo que la Constitución exige es que la mayoría de 3/5 refleje un auténtico consenso, que incluye obviamente vetos mutuos (me remito a mi artículo La inconstitucionalidad de las cuotas publicado en este periódico el 4 de octubre pasado). Y tal exigencia resulta insoslayable tanto para los magistrados que proponen el Congreso y el Senado, como para los que propone el CGPJ (no así para los que propone el Gobierno, a cuyas decisiones no puede aplicarse la regla del consenso, pero sí la corrección constitucional de que su propuesta de dos magistrados recaiga sobre juristas de reconocida solvencia y probada independencia y objetividad).

Pero es que, además, ni siquiera se pretende con la enmienda presentada que la propuesta de magistrados por parte del Consejo lo sea por mayoría absoluta y no de 3/5, que ya sería grave, sino algo peor: que no se apruebe por el Consejo la propuesta conjunta de los dos magistrados, sino que cada uno de ellos sea aprobado sólo por una parte de los componentes del Consejo. La enmienda impone así asombrosamente que cada uno de los vocales del Consejo sólo pueda proponer un nombre y que, en la votación, cada uno de los vocales únicamente podrá votar a un solo candidato, no a dos conjuntamente, de manera que saldrán elegidos, no los dos que hubieran obtenido la mayoría de los 3/5, sino, por mayoría simple, los dos que hayan obtenido más votos.

Esto, jurídicamente, es una auténtica aberración, pues se rompe de manera clara el principio de colegialidad, que requiere que todos los vocales hayan de votar necesariamente sobre lo mismo, y por ello todos han de manifestar su voluntad sobre el contenido completo del acto sometido a votación, que, por mandato constitucional, no es elegir a uno, sino a los dos magistrados del Constitucional, para que esa decisión represente la voluntad, no de partes separadas del Consejo, sino del Consejo en su conjunto. Es al Consejo, como órgano, y no a “sus vocales”, al que la Constitución (art. 159.1) le atribuye esta competencia de proponer “dos” magistrados constitucionales.

Aparte de su manifiesta inconstitucionalidad, el disparate jurídico que se intenta perpetrar es de tal calibre que uno no comprende cómo el Gobierno, que tiene a su servicio a suficientes asesores jurídicos pagados con el dinero de todos los españoles, haya podido instar y tutelar tamaña iniciativa.

En realidad, lo que sucede aquí es que se renuncia a cualquier “encubrimiento” del inconstitucional reparto por cuotas políticas que desde los años 80, de manera reprochable, venían practicando el PSOE y el PP, para consagrar directa y descaradamente en la ley tal reparto, ya que la enmienda viene a dejar de lado cualquier apariencia de consenso formal y determina que, de los dos magistrados constitucionales, cada uno de ellos será elegido por voluntad exclusiva de los vocales que le voten.

En tercer lugar, las reformas son inconstitucionales por la ruptura del sistema de renovación del Constitucional por tercios, ya que, frente al claro mandato de la Constitución, la enmienda permite que esa renovación sea por sextos. Es cierto que puede darse el caso, como ahora, de que el Gobierno sí tenga decididos los dos nombres que desea proponer, y el Consejo no, porque se produzca en su seno un bloqueo en la designación. Aunque cabría preguntarse: ¿quiénes bloquean ahora en el Consejo? ¿Aquellos que no quieren renunciar al inconstitucional reparto por cuotas? ¿O aquellos que lo que quieren es sustituir ese inconstitucional reparto por el consenso que la Constitución requiere?

Pero, en fin, aparte de la obligación constitucional del Gobierno de esperar hasta que el Consejo formule la propuesta de dos otros dos nombres (como se hizo en ocasiones anteriores), el remedio de ese desencuentro entre uno y otro órgano no puede consistir en romper el tercio de la renovación, puesto que el retraso en producirla, aunque pudiera ser entendido como una deslealtad constitucional achacable a la parte que origine el retraso, no impide que del Tribunal pueda seguir actuando regularmente con cuatro magistrados en prórroga de mandato.

Así ha ocurrido siempre en ocasiones anteriores (con retrasos en la renovación que, en la mayoría de los casos, tuvieron una duración más larga que la actual de seis meses). Basta un ejemplo: la sentencia más importante que ha pronunciado nunca el Tribunal, la del Estatuto de Autonomía de Cataluña, se dictó con cuatro magistrados (entre ellos presidenta y vicepresidente) con una prórroga de mandato que duraba ya dos años. Y nadie, de dentro o fuera del Tribunal, puso en duda la capacidad de éste para resolver aquel asunto. De todos modos, para evitar los siempre reprochables retrasos en las renovaciones parciales, hay otras medidas posibles que la ley puede establecer (por ejemplo, la solución dada para el Constitucional alemán) sin vulnerar el mandato constitucional de la renovación por tercios.

Cuarto, por la sustracción al Tribunal Constitucional de la competencia de controlar el cumplimiento de los requisitos para acceder al cargo de magistrado, algo que, de manera perfectamente razonable, la LOTC le atribuyó desde que en octubre de 1979 entró en vigor. El Tribunal, por ser supremo intérprete de la Constitución, ha de tener la competencia de supervisar, con carácter previo al nombramiento, si quienes van a acceder a él reúnen los requisitos que la propia Constitución ha establecido. Eliminar esa facultad y trasladarla, como la enmienda pretende, a los propios órganos políticos que realizan las propuestas, significa, aparte de un menosprecio al Tribunal, dejar sin control jurídico independiente el cumplimiento de tales requisitos.

En definitiva, estas enmiendas, además de ser una especie de ley reaccional ad casum, algo reprochable, lo único que parecen mostrar es la prepotencia de un Gobierno que, saltando por encima de la Constitución (algo que ningún Gobierno anterior ha hecho), está decidido a enviar ya al Constitucional a dos personas de su confianza para obtener el control mayoritario de la institución. No quiero hacer un juicio de intenciones, pero si en verdad ello fuera así (y hay suficientes indicios que lo avalan), esta maniobra legislativa no vendría más que a confirmar que, para desgracia de los españoles, corren muy malos tiempos para nuestro Estado constitucional y democrático de derecho.

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