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De la sedición al desorden público; por Gonzalo Quintero Olivares, catedrático de Derecho Penal y abogado

14/11/2022
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El día 13 de noviembre de 2022 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Gonzalo Quintero Olivares en el cual el autor opina sobre la reforma del delito de sedición.

DE LA SEDICIÓN AL DESORDEN PÚBLICO

Se veía venir, aunque algunos dudaban de que el presidente del Gobierno fuera a dar finalmente el paso de reducir las penas de la sedición o, directamente, suprimir ese delito, que es lo que ha hecho a través de la “Proposición de ley orgánica de transposición de directivas europeas y otras disposiciones para la adaptación de la legislación penal al ordenamiento de la unión europea, y reforma de los delitos contra la integridad moral, desórdenes públicos y contrabando de armas de doble uso”. Como puede verse, es una nueva propuesta de Ley ómnibus en la que van mezclados temas que entre sí nada tienen que ver. Pero entre esos temas va la derogación del delito de sedición y su sustitución por un delito de desórdenes públicos, con varios niveles de gravedad.

Las reacciones han sido de variado signo. Para algunos, estamos ante una hábil decisión del Gobierno. Para otros, se trata de un vergonzoso chalaneo que obedece a la necesidad de contar con los votos de ERC para los Presupuestos. Otros dan un paso más y claman ante lo que califican de humillación del Estado ante las pretensiones independentistas. Y en esa línea el señor Núñez Feijóo anuncia que si llega al poder derogará esa reforma del Código Penal. Para completar el cuadro, amplios sectores del independentismo, especialmente los más ligados a Puigdemont, censuran esa modificación legal, que realmente no supone una desaparición de las amenazas penales sobre sus actividades. Y, en fin, el presidente Aragonès se ve obligado a marcar territorio ante su público y asegura que esa derogación de la sedición es poco menos que un aperitivo sin importancia, porque la concordia solo se alcanzará con “la amnistía y un referéndum de autodeterminación”, aunque eso requiere otro comentario. En este solo pretendo esbozar una pequeña reflexión jurídica.

Reduciendo mucho los términos del planteamiento, se suprime el delito de sedición tal como lo conocíamos y en su lugar se deja un delito de desórdenes públicos graves. Para justificar la propuesta, su exposición de motivos parte de que esa ley pretende afrontar algunos de los retos pendientes en la legislación penal española, en relación con ciertos tipos y penas que “la evolución social, la experiencia y el derecho comparado invitan a revisar desde hace mucho tiempo”, pues algunos de esos tipos responden a configuraciones doctrinales “propias de hace dos siglos”.

Es verdad que la doctrina penal, casi sin excepciones, criticaba este delito, acusándolo de impreciso e incompatible con el principio de taxatividad, por ser sus contornos demasiado vagos, lo cual resultaba particularmente censurable si se tiene en cuenta la vecindad con hechos que deben estar amparados por las libertades fundamentales de expresión, reunión y manifestación. Un defecto preocupante si se repara en la gravedad de las penas imponibles, que pueden llegar en ciertos casos a los 15 años de prisión. Aunque, y conviene recordarlo, el artículo 547 del Código Penal permite bajar esa pena hasta los dos años.

Otro aspecto del delito de sedición de capital importancia es la condición de delito contra el orden público y no contra la Constitución. Tal como está configurado en la actualidad, es el más grave delito contra el orden público, y esa es la tradición principal en esa figura, cuya actual fórmula apenas difiere de la que ofrecía el Código Penal de 1870. A su vez, este seguía una línea iniciada con el CP de 1822, que lo tuvo como delito contra la seguridad interior del Estado (condición que mantiene hasta el CP de 1995) y “contra la tranquilidad y orden público”, y que ha venido manteniéndose con igual o parecida descripción hasta nuestros días. La necesidad de aplicarlo ha sido lo que ha puesto de manifiesto sus deficiencias.

Tradicionalmente, la conducta típica de este delito se ha basado en el alzamiento público y tumultuario para la consecución, por la fuerza o fuera de las vías legales, de ciertos objetivos, tal y como hace actualmente el art. 544 del vigente Código Penal, sin que, pese a los muchos años transcurridos, se hayan producido cambios significativos. Y así se llega a la conclusión de que la sedición es “simplemente” un delito contra el orden público, caracterizado por la multitud de partícipes y la ausencia de violencia, que, como tal delito contra el orden público, puede resultar excesivamente penado en comparación con las penas que prevén otros Códigos europeos.

En este punto relativo a la comparación es preciso ser muy cauteloso, pues la metodología del derecho comparado no puede reducirse a leer en paralelo una tipicidad propia con la que se cree que es la equivalente en otros sistemas, pero obviando el conjunto de aspectos objetivos y subjetivos del hecho enjuiciado, entre los que necesariamente debe introducirse el proyecto rupturista del Estado. De ahí las importantes o incomprensibles diferencias de penalidades que entran en la comparación.

Volviendo a la crítica del delito de sedición, puede convenirse que es inadmisible la cantidad de dudas interpretativas que su redacción suscita. En segundo lugar, la equiparación punitiva que otorga a los supuestos que contiene, pese a su diversa gravedad, se ha considerado también problemática desde la perspectiva del principio de proporcionalidad. A ello se le añaden las críticas al paralelismo que siempre ha ostentado con el delito de rebelión, que ha dado lugar a la aceptación de conceptos como “pequeña rebelión” para describir lo que es la sedición, lo cual solo contribuye a aumentar la confusión, pues estamos ante un problema grave de orden público (y es así como formalmente lo trata el Código Penal).

Por lo tanto, se puede estar a favor de suprimir el actual delito de sedición y tipificar una figura de desórdenes más ajustada a la realidad social y que abarque conductas de relevancia grave, diferente de la del delito de rebelión, pero mayor a los delitos comunes de desórdenes públicos. Claro está, y cualquier observador lo dirá, no resulta fácil establecer una separación nítida entre lo que atañe “solo” al orden público y lo que supone un ataque abierto y exteriorizado a la organización constitucional del Estado. Cercar un edificio para impedir una actuación judicial puede ser un desorden público, pero es algo más, y de eso han de responder los que lo hayan organizado o impulsado, y los ejemplos se pueden ampliar. La respuesta, no obstante, no puede residenciarse solo en los desórdenes públicos.

En el “nuevo” delito de desórdenes públicos, los elementos básicos serán la actuación en grupo, la finalidad de alterar la paz pública y la existencia de violencia o intimidación. Con esos elementos se entiende que no puede haber riesgo de lesión a derechos fundamentales de manifestación y de libre expresión. También se prevé una modalidad agravada si los desórdenes públicos se realizan por una multitud cuyas características (número, organización y finalidad) sean idóneas para afectar gravemente el orden público. Pero lo que es más significativo es que el bien jurídico es exclusivamente la paz pública.

Eso no quiere decir que se postergue al orden constitucional, sino simplemente que ese orden y todo lo que de él se derive no se protegerán con el delito de desórdenes públicos, sino que habrá que construir unas tipicidades específicamente destinadas a protegerlo. Esas tipicidades han de girar necesariamente en torno a un bien jurídico que es la lealtad constitucional, y en torno a ella se deberían crear tipos que recojan las imposiciones independentistas de acuerdo con su gravedad, materia en la que, lógicamente, el intento de separar una parte del territorio nacional sería el delito más grave, seguido de otros como la negativa a reconocer al jefe del Estado, y otros que conoce cualquiera que viva en la feliz gobernación catalana.

Problemas aplicativos (si se llega a aprobar la proposición) habrá tantos como incidentes provoque el independentismo más o menos radical. Pero en lo que ahora importa, creo que se puede aceptar como buena la reformulación de los desórdenes públicos. Sin embargo, en los desórdenes no cabe hablar de un “hecho subjetivo” que absorba las finalidades perseguidas en torno a la imposición del programa independentista. Por lo tanto, bien está la supresión de la sedición, pero el bien del Estado de derecho exige, simultáneamente, una robusta protección del orden constitucional, y eso pasa por la creación de algunos delitos de deslealtad constitucional, en donde tendrían cabida buena parte de las decisiones orientadas al fomento y consecución de la independencia, así como las negativas a aceptar el orden proyectado por la Constitución de 1978.

Se dirá que la deslealtad con la Constitución no es exclusiva de los independentistas, y es verdad, pero eso no impide la importancia de que se arbitren respuestas que puedan ir de la nulidad radical de actos administrativos así orientados a la formulación de delitos de deslealtad.

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