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En defensa del mérito; por Benigno Pendás, vicepresidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

30/08/2021
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El día 27 de agosto de 2021, se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Benigno Pendás, en el cual el autor opina que una sociedad sanamente constituida debe honrar a sus miembros más valiosos para honrarse a sí misma. A los mejores, insisto, no a los impostores. Todos los oficios son dignos, dignísimos, cuando se ejercen con el objeto de alcanzar la perfección adecuada a su especie. Hagamos la tarea con pulcritud y rigor. Por consideración a los demás, pero también a nosotros mismos. En algunos casos, reconocer el mérito ajeno es cuestión de vida o muerte.

Más allá de la espuma de los días, conviene pensar sobre problemas de fondo. Michael J. Sandel es un pensador con buen crédito intelectual y mucho más popular de lo habitual en el gremio: llena los teatros y arrasa en las redes. Su último libro es ‘La tiranía del mérito’. En esa misma línea, proliferan comentarios huérfanos de talento y con argumentos reiterativos. A veces se leen reflexiones inteligentes, como la de Álvaro Delgado Gal en esta Tercera de ABC. Esto dice Sandel, en síntesis muy breve: la meritocracia es una falacia perjudicial para el bien común, porque no todos pueden triunfar en un mundo de ganadores arrogantes y perdedores resentidos. El origen social es determinante: los ricos lo tienen (bastante) fácil y los pobres, en cambio, (casi) imposible. Sin igualdad de oportunidades, el campeón carece de legitimidad. Mejor sería llegar todos juntos a la meta, aunque sea con notable retraso. El autor tiene el mérito -valga la ironía- de ser imparcial: la emprende contra la ‘casta’ de siempre, pero también contra los progresistas (‘liberales’, en Estados Unidos) como Barack Obama, defensor acérrimo de la causa del esfuerzo y el talento como fuente de poder social. Seguro que tiene buenos motivos.

Como historiador de las Ideas políticas recuerdo ante todo al gran Tocqueville: la pasión por la igualdad carece de umbral de satisfacción. No nos engañemos: mejor no someter al juicio popular la preferencia por la libertad o por la igualdad. Es fácil anticipar el resultado. Otra perspectiva nos conduce al calvinismo, que ya no es lo que era. Antes (Max Weber ‘dixit’), el triunfador gobernaba ufano sobre los perdedores y encima mostraba sus credenciales para ganar la vida eterna. A los excluidos ni siquiera les dejaba el consuelo de ultratumba. Así se formó el espíritu del capitalismo, y así el Norte se impuso durante siglos sobre el Sur en un pulso geopolítico que todavía reaparece cuando menos se espera; por ejemplo, en las opiniones de algún político holandés acerca de sus socios mediterráneos...

Vamos a lo importante. ¿Somos iguales los seres humanos? Sí, rotundamente, en cuanto a dignidad y respeto. ¿Iguales ante la ley? La respuesta también es positiva: en términos de derechos humanos no puede prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión u opinión. ¿Iguales en cuanto a capacidades? Es evidente que no, y aquí -y solo aquí- se plantea el debate sobre los efectos de la desigualdad en términos de justicia distributiva. Históricamente, el mérito es secuela de las Revoluciones modernas: rompe con la sociedad estamental del Antiguo Régimen y abre la puerta a (casi) ‘todos’ para demostrar su capacidad. ¿A ‘todos’ o solo a la burguesía? Liberales (ahora en sentido europeo) y socialistas ofrecen respuestas diferentes. En todo caso, apunta ya la sociedad menos injusta de la Historia. Don Quijote, el mejor de los nuestros, se anticipó casi un par de siglos: “sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro”. Pero el debate se plantea en un estadio anterior. Tal vez sucede que, si uno hace más que otro, es porque empezó la carrera con muchos metros de ventaja. Seguramente es una verdad a medias, pero es un falso consuelo: si todos empezamos a la vez, los poderosos imponen su fortaleza. Todo está dicho desde la Antigüedad clásica: según Trasímaco, la ley es la voluntad del más fuerte; según Calicles, es el arma de los débiles para evitar ser aplastados. Seamos realistas: no será fácil (más aún: no será posible) evitar un reparto desigual de los bienes escasos. Y un paso más: ¿acaso sería deseable?

Antes y ahora, los triunfadores son arrogantes, a veces insufribles. Dejo al margen a empresarios, políticos o deportistas para hablar de un gremio más modesto en cuanto al éxito socioeconómico, pero singularmente vanidoso. La petulancia es pecado de intelectuales, ya sean los doctos humanistas del Renacimiento, las estrellas de los salones ilustrados o los viejos mandarines universitarios. El ser humano necesita reconocimiento, y algunos caen en el exceso cuando pretenden alcanzar honores y distinciones. Toda élite practica el espíritu de secta: incorpora a sus miembros por cooptación; otorga y retira prestigios; expulsa a los indeseables. En el ángulo opuesto, el resentimiento está muy extendido entre los perdedores. Lo explicaba Max Scheler en un libro que -me temo- resulta ya anticuado. Es una manera sencilla de socializar el propio fracaso. Sencilla, pero engañosa: el resentido nunca queda satisfecho. La ‘corrosión del carácter’, como la llama el hiperactivo Richard Sennet, tiene mucho que ver con el populismo contemporáneo, falsa respuesta al malestar ante un mundo que ya no se comprende. Los excluidos de la Globalización, aldeanos en tiempos cosmopolitas y víctimas del gap tecnológico, buscan refugio en valores contundentes: unos lo llaman “reacción” y otros “revolución”, pero se parecen más de lo que imaginan. No hay soluciones simples para problemas complejos.

Existe sin embargo una salida honorable para el laberinto. Una sociedad sanamente constituida debe honrar a sus miembros más valiosos para honrarse a sí misma. A los mejores, insisto, no a los impostores. Todos los oficios son dignos, dignísimos, cuando se ejercen con el objeto de alcanzar la perfección adecuada a su especie. Hagamos la tarea con pulcritud y rigor. Por consideración a los demás, pero también a nosotros mismos. En algunos casos, reconocer el mérito ajeno es cuestión de vida o muerte. Algún ejemplo notorio: a nadie se le ocurre elegir por sorteo al piloto del buque en plena tempestad o al cirujano que tiene que operarte a corazón abierto. Pero más allá de los casos límite, todos, grandes, medianos o pequeños, somos acreedores de la máxima consideración si hacemos lo que sabemos de la mejor manera posible. En mi propio ámbito académico: los buenos alumnos son una alegría y un estímulo para el profesor, lo sé por larga experiencia; los buenos maestros son un modelo de vida y de sabiduría, y lo digo con gratitud y afecto hacia los míos. Un paso más: la selección de los dirigentes políticos es un factor determinante para el funcionamiento de la sociedad. Elegir a los mejores y exigir que rindan cuentas son mecanismos imprescindibles para el buen gobierno. Conviene una reflexión muy seria de la sociedad española sobre esta cuestión determinante.

Ni arrogantes ni resentidos: hay que reconocer el mérito de las personas decentes, esas gentes -decía el poeta- que “viven, laboran, pasan y sueñan...”. No es fácil interpretar este umbral de épocas que llamamos posmodernidad. Tampoco me parece un drama. Ya lo decía el personaje de Tolstoi, en ‘Guerra y Paz’: “Hay cosas en esta vida que no he entendido ni entiendo”. Poco después, falleció.

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