EL SIGLO DE LOS LOBOS
La libertad de expresar y propagar cualquier creación del espíritu es la piedra angular de toda democracia. Las dictaduras totalitarias asfixian el ‘logos’ al que sirve la libertad de expresión, que es la palabra.
El valor de la palabra diferencia la democracia liberal de la dictadura. Decía Aristóteles que el hombre es un ser político porque la naturaleza, que nunca actúa en vano, le ha concedido el don de la palabra, de la misma manera que ha permitido volar a los pájaros. De la palabra nació la democracia en el siglo V antes de Cristo. Los atenienses la empleaban en el ágora para persuadir y convencer en los asuntos públicos. Si no existiera la discusión nuestra especie perecería.
A finales de febrero, los informativos de todo el mundo se hicieron eco de las noches de disturbios en España, promovidos con la consigna de luchar en defensa de la libertad de expresión. Las calles incendiadas, las fracturas de escaparates y los saqueos de las tiendas en Barcelona evocaban el ‘Homenaje a Cataluña’ de George Orwell. ¿Debe la libertad de expresión amparar estas reacciones de violencia? Es importante recordar que la libertad de expresión no tiene un carácter absoluto en ningún sistema democrático. Así lo expresaba en 1919 el juez Oliver Wendell Holmes, cuando sentenció que la libertad de expresión no puede proteger al hombre que grita ‘¡Fuego!’ en el patio de butacas de un teatro, causando el pánico, cuando tal grito es en falso (caso ‘Schenck v. United States’). Vemos aquí que el ejercicio legítimo de la libertad de expresión no solo depende de las propias palabras, sino también de las circunstancias en que son usadas. De ahí que, constitucionalmente, se exija en España que exista una resolución judicial para que se pueda cuestionar la libertad de palabra, que es uno de los derechos fundamentales. Nuestra experiencia constitucional, de acuerdo con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, establece que la tolerancia y el respeto de la dignidad humana pueda conducir a que los Estados del Consejo de Europa prevengan y sancionen todas aquellas formas de expresión que propaguen, inciten, promuevan o justifiquen el odio basado en la intolerancia.
Esto no puede menoscabar la inmensa fuerza de la palabra o del ‘Logos’, principio o ‘arché’ de todo lo que existe para Heráclito, relacional para la sofística -que introdujo la democracia-, y eterna en el Evangelio de San Juan. Según Gorgias, la palabra tiene la misma fuerza para el alma que la medicina para el cuerpo, y así dejó escrito que la palabra es totalmente invisible con un cuerpo pequeñísimo; la palabra es un señor poderoso que hace cesar el miedo, suprime el dolor y produce alegría o suscita compasión. Por eso la poesía -que Gorgias define como “la palabra dotada de métrica”- infunde escalofrío de temor en quien la oye, o compasión cargada de llanto o deseo, pero también -nos advierte Gorgias- engaña en la tragedia y daña cuando se emplea fuera de un teatro en forma artera, para convertirla en engaño.
Ósip Mandelstam componía su poesía en la mente mientras paseaba, como los antiguos griegos, en quienes se basó para afirmar que la poesía es la quintaesencia de la palabra y que era tan respetada como temida en la Rusia de su época, hasta el punto de que se mataba a gente por escribir poesía. Así le ocurrió a él, que había sido antes condenado al exilio y perseguido desde que, en 1933, fue acusado de recitar de memoria un epigrama no escrito sobre Stalin, en una reunión con diez amigos íntimos, entre los que había un delator. Murió en un campo de tránsito a Siberia en 1938. Su viuda, Nadiezhda, tuvo que malvivir de ciudad en ciudad esquivando a la policía durante más de cuarenta años hasta su muerte en 1980, pero fue ella misma quien memorizó, transcribió y entregó a las personas de su confianza las poesías de Mandelstam, salvándolas para la posteridad. Así lo relata en su autobiografía ‘El Siglo de los Lobos’, que fue publicada a pesar de que la KGB allanó su apartamento de Moscú tras su muerte, para incautar la poesía de su marido, sin saber que una copia había salido ya hacia Estados Unidos, junto con la autobiografía de Nadiezhda. La palabra del poeta -‘una vela que arde en un farolillo de papel’- no murió en el exilio. Gracias a ello, podemos hoy conocer algunos de sus versos en defensa de la libertad de expresión que, como el propio Mandelstam había vaticinado, sobrevivieron al poder del tirano: “Vivimos sin sentir el país bajo nuestros pies / nuestras voces no se oyen a diez pasos/ y cuando osamos hablar a medias / siempre evocamos al montañés del Kremlin”.
Es incomprensible que se pueda afirmar hoy que exista un déficit en la libertad de expresión en el país de la ‘Farsa y Licencia de la Reina Castiza’. La condena judicial a un rapero no ha puesto en peligro nuestra libertad de palabra porque, como se ha visto, la libertad de expresión no puede afirmarse con un carácter absoluto o abstracto. En este sentido, cabe recordar que el Tribunal Constitucional ya negó el amparo a la protección del derecho a la libertad de expresión en la Sentencia 23/2010, de 17 de abril, por dañarse gravemente el honor de una persona mediante expresiones “desvinculadas de cualquier finalidad legítima de crítica política o social y de modo que” “en nada contribuían a la formación de una opinión pública libre”. Esto es así porque la libertad de expresión, que es el bien más protegido y sagrado de toda democracia, no ampara la exaltación del terror, ni habilita para jalear el asesinato y la violencia, para insultar, para amenazar de muerte ni para coartar la libertad de los demás. La violencia en Barcelona resucita el aullido de los lobos, que debiera ser la huella de un siglo ya superado.