LA REGULACIÓN DEL TELETRABAJO
La aceleración del tempo histórico propia de nuestro tiempo hace que hoy resulte más complejo y difícil que nunca enjuiciar con la lucidez y distancia requeridas los acontecimientos que estamos viviendo. Vamos a necesitar que pasen unos años para poder calibrar el verdadero alcance del enorme trastrocamiento de nuestro mundo que ha supuesto la crisis del coronavirus, el calado de las profundas transformaciones que en todos los ámbitos ha provocado y sigue provocando.
Uno de esos muchos ámbitos, en el que, por su centralidad en el sistema económico y social, los cambios resultan más perceptibles es el de las relaciones laborales. Se hace difícil identificar en la historia un acontecimiento que haya tenido un impacto más súbito y brutal que la crisis del Covid-19 en la actividad de las empresas y en la organización del trabajo: de la noche a la mañana cientos de miles de trabajadores se han visto obligados a suspender ‘sine die’ sus contratos de trabajo, a través de los famosos ERTE; otros muchos se han visto en la calle como consecuencia del cierre de sus empresas y negocios; otros cientos de miles se han visto forzados a trabajar desde sus domicilios utilizando tecnología digital.
Los datos de implantación repentina del trabajo a distancia son asombrosos y la capacidad de adaptación de empresas y trabajadores que los mismos denotan, también. Ante la situación de crisis sanitaria, bastó la previsión de una norma de urgencia (RDL 8/2020), que decretase la preferencia legal por el trabajo a distancia en los procesos de ajuste productivo y facilitase mínimamente los procesos adaptativos, previendo por ejemplo la autoevaluación de riesgos laborales, para que el cambio se activase. Cuando empieza la crisis la tasa de implantación del teletrabajo en nuestro país gira en torno al 4,8 por ciento de la población activa; hoy teletrabajan de manera regular más de 6,3 millones de personas, es decir, alrededor del 34 por ciento de la población activa.
El esfuerzo de inversión, de gestión y de acomodación realizado por empresas y trabajadores ha sido tan ingente como admirable. Según las cifras disponibles, solo el año pasado las empresas han invertido 6.161 millones de euros para hacer posible la reorganización productiva; los trabajadores, por su parte, se han puesto a teletrabajar masivamente, a menudo en circunstancias precarias y sin el acompañamiento de la formación y los medios que hubiera sido necesario.
La regulación legal del trabajo a distancia que contenía el derogado art. 13 del Estatuto de los Trabajadores, fruto de la reforma laboral de 2012, por más que se haya tachado, seguramente con razón, de parca e insuficiente, no dificultó el proceso de ajuste. Todo lo contrario, su escueta regulación y su remisión general al Estatuto, permitió que la transición se realizara, como hemos visto, masivamente y sin mayores dificultades.
Toda la experiencia acumulada durante estos meses de teletrabajo debiera haber servido a nuestros responsables públicos para acometer una reforma del trabajo a distancia que permitiera mejorar el marco legal, colmando las carencias de la anterior regulación y consolidando el salto exponencial experimentado por el teletrabajo en nuestro país. La inmensa mayoría de los teletrabajadores -más del 70 por ciento- quieren seguir siéndolo y las empresas han comprobado que el teletrabajo, al que muchas eran reacias, puede ser un instrumento de productividad y flexibilidad precioso. Hubiera bastado al efecto una aproximación pragmática a la realidad, esto es, una reforma del art. 13 del Estatuto, ahora vacío de contenido, que no desgajase el trabajo a distancia de la norma general sino que introdujera en este precepto legal las reformas e innovaciones necesarias para colmar las carencias detectadas.
No ha sido esta la opción del legislador. Frente a la prudencia y el pragmatismo han primado el apresuramiento, la ideología y el marketing, y el resultado es una norma, el Real Decreto Ley 28/2020, de 22 de septiembre de trabajo a distancia, que dista de ser el marco de seguridad jurídica que el momento requiere y que, muy probablemente, en vez de servir para consolidar el teletrabajo instaurado durante la pandemia constituya una llamada a la involución y restauración del trabajo presencial.
Las insuficiencias del nuevo marco legal son de mayor cuantía. De una parte, el instrumento jurídico utilizado, el real decreto-ley, a la luz del ámbito de aplicación que la propia norma determina, carece de sustento constitucional. El teletrabajo que podría justificar una regulación urgente, el derivado de la pandemia, queda excluido de la regulación de urgencia y ahora se rige por la ‘normativa laboral ordinaria’, que resulta ser el Estatuto de los Trabajadores pero sin el viejo art. 13, marco jurídico que sirvió a su implantación y que el RDL deroga. La nueva regulación legal es, además, una regulación parcial, pues deja en una especie de limbo regulatorio a aquellos trabajadores que trabajan a distancia menos del treinta por ciento de su jornada. De otra parte, la norma peca de retórica y defectuosa: innecesariamente reproduce derechos que el teletrabajador tenía ya reconocidos y regula de forma parca y problemática los nuevos derechos que contempla, tal es el caso de los derechos a la dotación y mantenimiento de medios y al abono y compensación de gastos. La regulación de los poderes empresariales del RDL merece mención aparte. No es que los cercene, cosa que hace; es que complica innecesariamente su ejercicio al diversificar su regulación según se trate del trabajo presencial o a distancia y según que la condición de trabajo en cuestión venga o no regulada en el acuerdo de trabajo a distancia. Se trata, en fin, de una norma incompleta, impracticable sin el concurso de la negociación colectiva a la que llama hasta en veintidós ocasiones. La tarea encomendada por la norma a la negociación colectiva es tanta que, en ocasiones, parece el reconocimiento de la incapacidad reguladora de la propia Ley.
Debiera aprovecharse la tramitación parlamentaria del Real Decreto Ley como proyecto de Ley para remediar estas y otras carencias. De lo contrario, mucho me temo que el paso de gigante dado en la implantación del teletrabajo en nuestro país tenga vuelta atrás y que muchas empresas se refugien en el umbral del treinta por ciento de la jornada que la norma prevé para evitar su aplicación.