LA CLAVE ES LA INTIMIDACIÓN
Nunca me gustó la resolución del caso conocido como “la Manada”. Desde una perspectiva de Justicia material, y pese a la entidad objetiva de las penas impuestas, la atención y tutela jurídica ofrecidas a la víctima de un ataque tan demoledor para su libertad sexual, el cuerpo, la mente y la dignidad, me parecieron siempre desproporcionadamente insuficientes.
Y, valorando la realidad de los hechos, aún no entiendo qué análisis subyace al razonamiento que manifestaba que, encontrándose la víctima “en esta situación, en el lugar recóndito y angosto descrito, con una sola salida, rodeada por cinco varones, de edades superiores y fuerte complexión, la denunciante se sintió impresionada”.
Existen muchos otros verbos más descriptivos de la situación de terror, desesperación y angustia que debió vivir la chica de 18 años víctima del ataque, pero mi discrepancia con aquella sentencia radicaba en criterios técnicos. En primer término, la lectura de su relato de hechos probados me llevaba directamente a subsumirlos en el delito de violación, previsto y penado en el artículo 179 del Código Penal, porque los cinco autores habían atentado contra la libertad sexual de la joven mediante el empleo de una gravísima intimidación (que la llevó a quedar paralizada y sin capacidad alguna de reacción. Póngase el lector en el centro del relato que he transcrito en el párrafo precedente, y analice si habría quedado impresionado o aterrado).
La existencia de la violencia o la intimidación en el ataque sexual con penetración es precisamente el elemento que distingue los delitos de abuso sexual y de violación. Y entender que, en ese caso, existiría un delito de abuso sexual porque el artículo 181.3 del Código Penal contempla el supuesto de que “el consentimiento se obtenga prevaliéndose el responsable de una situación de superioridad manifiesta que coarte la libertad de la víctima”, suponía confundir conceptos claramente diferenciados en la legislación y la doctrina científica, y extender los efectos de este último precepto a casos nunca concebidos por el Legislador. En segundo término, me pareció inconcebible que aquella Sentencia considerase que los hechos constituían un único delito continuado, porque la jurisprudencia existente considera que la violación violenta o intimidatoria es un delito complejo, que se integra por la suma de la conducta de penetración inconsentida y el ejercicio de la violencia o intimidación que se ejerza para imponer a la víctima ese comportamiento sexual. De este modo, si un solo autor lleva a cabo ambos elementos, sólo recibirá castigo por la comisión de un delito, pero si dos personas se reparten los papeles en la agresión, y mientras uno ejerce la violencia o la intimidación, el otro lleva a cabo la conducta sexual, ambos han de ser castigados como coautores de la violación.
Por ello, como en el caso juzgado se acreditó que, en cada acto sexual realizado por cada uno de los condenados, participaron todos los demás, llevando a efecto la intimidación coral que permitió vencer la capacidad de resistencia de la víctima, cada uno de ellos debió ser condenado como coautor de todos y cada uno de los delitos cometidos por todos. Cuando leí la Sentencia pensé que el problema no estaba en la legislación, que los Tribunales aplicaban con corrección. Las necesidades de reforma de la legislación penal en esta materia, que sin duda existían, no justificaban aquella Sentencia.
Tengo que reconocer que lo que se adelantó ayer -la condena del Supremo por violación con agravantes- me ha quitado la mala sensación que me generó aquella primera resolución.