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Yo también tengo derecho; por Juan Antonio Sagardoy, Académico Numerario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

07/01/2014
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El día 5 de enero de 2014, se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Juan Antonio Sagardoy, en el cual el autor considera que uno de los temas de mayor complejidad en el mundo del Derecho es la colisión de derechos protegidos en su ejercicio por el ordenamiento jurídico.

YO TAMBIÉN TENGO DERECHO

Uno de los temas de mayor complejidad en el mundo del Derecho es la colisión de derechos protegidos en su ejercicio por el ordenamiento jurídico. Por ejemplo, nuestra Constitución consagra el derecho de circular o transitar por donde queramos y a la vez el derecho de manifestación que puede impedir u obstaculizar el derecho anterior. Consagra el derecho a la salud, a la educación, etc., y a la vez el derecho de huelga en empresas que facilitan tales necesidades. Consagra el derecho al honor y a la intimidad, y a la vez el derecho a la libre información. Y todo ello con naturaleza de derechos fundamentales. Con estos breves ejemplos quiero señalar que cuando simultáneamente se ejercitan derechos, de alguna forma contradictorios, se entra en un terreno de perfiles y decisiones muy delicados. Y es quizá el terreno en el que más falta hacen prudencia, equilibrio y claridad de ideas para acabar preservando lo que de fundamental tienen estos derechos en la vida de los ciudadanos. En esta ocasión solo quiero referirme a dos cuestiones que afectan profundamente a nuestra vida diaria. La huelga en servicios esenciales a la Comunidad y el derecho de manifestación.

La huelga como expresión colectiva de protesta es tan vieja como el hombre, es decir, que igual que la sombra acompaña al sol, la huelga acompaña al trabajo; si no hay trabajo no hay huelga, pero desde que hay trabajo han existido las huelgas. En las constituciones modernas, así como en las Declaraciones y convenios de la OIT, la huelga pasó de ser un delito a ser un derecho fundamental. No obstante, la mayoría de las constituciones, salvo la nuestra, Grecia, Francia, Portugal e Italia no reconocen explícitamente el derecho, aunque se ejerza con total normalidad y apoyo legal y judicial. Son constituciones elaboradas a los pocos años de la II Guerra Mundial y no era una prioridad en aquellas dramáticas circunstancias de una Europa derruida.

Yendo a nuestro país, la vigente norma es el Real Decreto-Ley de 4 de marzo de 1977, que fue declarado en la mayoría de su contenido como constitucional en la trascendental sentencia del TC de 8 de abril de 1981 (ponente: Luis Díez Picazo). Y en esa norma se dejan muy claros dos mandatos: la obligación del Comité de Huelga de garantizar durante la misma la seguridad de las personas y de las cosas, mantenimiento, etc., y el aseguramiento de los servicios mínimos cuando la huelga se declare en empresas que prestan servicios públicos o de reconocida e inaplazable necesidad. Este último mandato lo recoge asimismo el art. 28 de la Constitución refiriéndose con mayor precisión a “servicios esenciales de la Comunidad”.

Y para garantizar los servicios mínimos la autoridad gubernativa los fija en atención a las circunstancias que concurran. ¿Y qué ha sucedido? Pues que en muchas ocasiones los sindicatos han recurrido ante los tribunales el porcentaje de servicios fijados, y han obtenido sentencias favorables a su tesis, pero ¡a los dos o tres años! Con ello se ha creado una cultura de incumplimiento de los servicios mínimos claramente perturbadora y con graves daños para los ciudadanos que ven desatendidas sus necesidades educativas, sanitarias, de limpieza, transporte, etc. Se ha producido ante la mala interpretación de la ley de huelga una “huelga” de la ley. Y eso es algo grave, puesto que en nuestra civilización hemos montado un sistema de convivencia en el que lo que verdaderamente importa son tres cosas: que la elaboración de las leyes sea lo más democrática posible, que respondan a las exigencias de la Comunidad y que se cumplan. Cuando una ley no se cumple, el clima social se deteriora y la norma se pervierte por inducir al fraude. Una ley que no se cumple hay que cambiarla.

¿Y qué podemos hacer? En una ley de huelga resulta esencial el consenso, pues de lo contrario lleva a la ineficacia de la misma. El ordenamiento jurídico tiene muchos problemas de aplicación en los fenómenos colectivos. ¿Quién despide, si hay motivo legal, a veinte mil huelguistas? ¿O quién les sanciona? Hay que lograr una modificación de la ley -que tiene carácter de orgánica- lo más consensuada posible. Hasta ahora el mejor “invento” es el italiano, que consiste en elaborar un Código de conducta o autorregulación en el que se definan con precisión cuáles son los servicios esenciales y sobre todo cuáles y cuántos son los servicios mínimos. Con fuertes incentivos -sancionadores- de cumplimiento, elaborados por sindicatos y empresarios con la colaboración del Gobierno. Lo demás es tocar el violón. Lo que no es de recibo es que los ciudadanos reciban en su trasero las patadas que los huelguistas quieren dar al empresario.

Otro de los temas es el de los piquetes “informativos”. La Constitución y la ley permiten hacer publicidad de la huelga y de sus motivos, pero no con métodos violentos y coactivos, como tantas veces ocurre. El quemar objetos, impedir la entrada de trabajadores, intimidar, etc., es algo repudiable y debe ser sancionado. Aquí, una vez más, la huelga de la ley, su incumplimiento, es algo escandaloso. Y es que en definitiva, como dice el Tribunal Constitucional (St. 8.4.81), el derecho de huelga cede cuando con ello se ocasiona un mal más grave que el que los huelguistas experimentarían si su reivindicación no tuviera éxito. Puesto que lo que está en juego son los derechos fundamentales, las libertades públicas y los bienes constitucionalmente protegidos de los ciudadanos afectados por la huelga.

En cuanto al derecho de manifestación en lugares públicos, somos testigos y sufridores de cómo en muchas ocasiones ese derecho, regulado en la ley orgánica 9/1983, pisotea el otro derecho (también fundamental) de circular libremente por las vías públicas. Cada vez más, con motivos más amplificados, se dan en las ciudades, sobre todo las grandes, manifestaciones con ocupación de las calles, que producen evidentes daños y problemas a los ciudadanos que son inmensa mayoría. No entro en el análisis de la reforma del Código Penal y en el Proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana, pero me parece exagerado afirmar, como se ha hecho, que con las limitaciones al derecho de manifestación se pretende cercenar las libertades públicas en España, o que se pretende instaurar un estado de excepción en las calles y que se criminaliza a los manifestantes. Evidentemente que en el Parlamento es donde deben discutirse esas leyes, pero de lo que no cabe ninguna duda es de que debe encontrarse un punto de equilibrio razonable y sensato entre los dos derechos en juego. ¿O es razonable que cien personas corten una gran avenida, perjudicando a miles de ciudadanos? Hay que tener muy en cuenta el sabio art. 7 del Código Civil, según el cual “la ley no ampara el abuso del derecho o ejercicio antisocial del mismo”. Algo debe hacerse. Se dirá que en esta tremenda época de crisis en la que vivimos con graves problemas económicos y sociales lo que faltaba es dejar sin voz a los que sufren. Pero no es eso. Lo que se trata es de que “esa voz” no deje “sin voz” a muchos más que tienen iguales o superiores problemas. Respeto el derecho, pero que me respeten el mío.

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