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Joaquín Varela Suanzes-Carpegna

La cuestión territorial en España (1873-1936). Del fracaso del federalismo a la liquidación del Estado integral

20/12/2013
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Sin minusvalorar otros muchos problemas, nacidos o agravados algunos de ellos a resultas de la crisis económica actual, creo que el de la organización territorial del Estado es el más grave que sufre España y el más difícil de resolver. Su origen más inmediato se encuentra en los años posteriores a la muerte de Franco, cuando se establecen las bases del ordenamiento jurídico actual, del que se ocupará el profesor Muñoz Machado . Pero para comprender cabalmente este problema, recurrente en nuestra historia, es preciso antes retrotraerse cuando menos hasta la República federal y desde aquí extender nuestra mirada hasta la última guerra civil, origen del régimen franquista, que liquidó el Estado integral republicano y restableció, acentuándolo, el centralismo vigente durante la Restauración y la dictadura de Primo de Rivera. Esto es lo que me propongo hacer aquí, con el propósito de ofrecer una síntesis interpretativa de este largo período en lo que atañe a la organización territorial del Estado. (…).

Joaquín Varela Suanzes-Carpegna es Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Oviedo y director del Seminario de Historia Constitucional “Martínez Marina”.

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 39 (octubre 2013)

Sin minusvalorar otros muchos problemas, nacidos o agravados algunos de ellos a resultas de la crisis económica actual, creo que el de la organización territorial del Estado es el más grave que sufre España y el más difícil de resolver. Su origen más inmediato se encuentra en los años posteriores a la muerte de Franco, cuando se establecen las bases del ordenamiento jurídico actual, del que se ocupará el profesor Muñoz Machado(1). Pero para comprender cabalmente este problema, recurrente en nuestra historia, es preciso antes retrotraerse cuando menos hasta la República federal y desde aquí extender nuestra mirada hasta la última guerra civil, origen del régimen franquista, que liquidó el Estado integral republicano y restableció, acentuándolo, el centralismo vigente durante la Restauración y la dictadura de Primo de Rivera. Esto es lo que me propongo hacer aquí, con el propósito de ofrecer una síntesis interpretativa de este largo período en lo que atañe a la organización territorial del Estado. Una síntesis elaborada sobre todo a partir de fuentes directas y que, de acuerdo con una determinada concepción de la historia constitucional(2), se basa tanto en el examen de los diversos textos jurídicos y de algunas instituciones que pusieron en planta, cuanto en el análisis de las doctrinas y conceptos políticos en liza, así como en el de la dinámica histórica en la que se enmarcan. Adelanto que la principal conclusión que se puede extraer de este trabajo no es muy halagüeña: si el federalismo de 1873 y el Estado integral de 1931 tuvieron una vida efímera, en buena medida por su escasa consistencia intelectual y por su endeble apoyo político y social, el centralismo que se vertebró antes y después de esas alternativas descentralizadoras republicanas, con limitado consenso y a veces por la fuerza de las armas, pese a su mucha mayor duración, no resolvió tampoco de manera satisfactoria el arduo problema que aquí se examina, como se pondría de relieve en la Transición del franquismo a la democracia.

LA REPÚBLICA FEDERAL EN 1873 COMO PUNTO DE PARTIDA

A lo largo de la monarquía isabelina (1834-1868) progresistas y moderados aceptaron los esquemas centralistas que habían diseñado los diputados liberales en las Cortes de Cádiz y que se habían plasmado en la Constitución de 1812. Un texto que no satisfizo ni las demandas neoforalistas sustentadas en aquellas Cortes por algunos diputados austracistas procedentes de la antigua Corona de Aragón (como el catalán Felipe Aner y el valenciano Francisco Xavier Borrull), ni las mucho más potentes aspiraciones de autogobierno que expusieron los diputados americanos, justo cuando el proceso emancipador ya había comenzado al otro lado del Atlántico hispano. Unas aspiraciones que dos de los más activos diputados liberales de aquellas Cortes, Agustín Argüelles y el conde de Toreno, rechazaron por “federalistas” y por poner en grave peligro la unidad del Estado constitucional en ciernes(3).

Es verdad que los progresistas, directos herederos de los liberales doceañistas y de los “exaltados” del Trienio Constitucional (1820-1823), defendieron una cierta autonomía de los Ayuntamientos y de sus alcaldes respecto del poder ejecutivo, así como la Milicia Nacional y el Jurado, como se pone de relieve en las Constituciones de 1837 y 1856, de acuerdo en estos extremos con lo que había dispuesto la Constitución gaditana. En cambio, los moderados, en los que el peso de los antiguos afrancesados fue muy notable(4), se mostraron contrarios a cualquier atisbo de autonomía municipal, a la Milicia Nacional (su alternativa centralizadora fue la Guardia Civil(5)) y al Jurado, como se refleja en la Constitución de 1845, la más longeva de todo este período.

En cualquier caso, las diferencias entre progresistas y moderados (y entre ambos y los miembros de la Unión Liberal que surge en el Bienio Progresista de 1854-1856 como alternativa centrista entre una y otra corriente) no afectaban al núcleo del Estado centralista que los liberales habían puesto en planta en la Constitución de 1812, de acuerdo con las premisas de la Revolución francesa y por supuesto mucho más todavía los afrancesados que respaldaron el Estatuto de Bayona, impuesto en 1808 por Napoleón, el gran exportador de los principios de aquella Revolución(6).

En efecto, pese a sus diferencias, progresistas y moderados coincidían a la hora de defender la articulación en todo el territorio nacional de una única instancia (con sede en Madrid, como venía ocurriendo desde hacía siglos, sobremanera desde el reinado de Felipe V) encargada de llevar a cabo la dirección política del Estado. Ya recayese esa dirección política en las Cortes, de las debía emanar el Gobierno, como sostenían los progresistas, partidarios de la soberanía nacional, o en el monarca, junto a sus Ministros, y las Cortes de consuno, como sostenían los moderados, de acuerdo con la doctrina jovellanista de la Constitución histórica de España. Ambas corrientes liberales eran partidarias también de atribuir el ejercicio de la función jurisdiccional a un único Poder Judicial (los progresistas) o a una única Administración de justicia (los moderados), cuya cúpula, el Tribunal Supremo, debía también residenciarse en la capital de España(7).

Si dejamos ahora a un lado al carlismo y, por supuesto, a los movimientos independentistas que fueron gestándose en los restos del imperio colonial, en buena medida tras el humillante estatuto dado a las “provincias del Ultramar” por las Cortes Constituyentes de 1837(8), fue en el seno del Partido Demócrata, nacido en 1849, de donde surgió una corriente, minoritaria, partidaria de modificar en profundidad la distribución territorial del poder establecida desde 1808 por los afrancesados y por los liberales. Me refiero, claro está, a la corriente republicana y federal(9).

Esta corriente tuvo su momento de oro durante el Sexenio Democrático, justo cuando el Partido Demócrata se disuelve y sus miembros optan por seguir diversos caminos: la mayoría por apoyar a la nueva monarquía de Amadeo I y una minoría por la República, aunque dentro de esta opción no todos abrazaron el ideal federal, que sería el que acabaría imponiéndose en 1873. Sobre lo que ocurrió ese año merece la pena extenderse un tanto.

El 11 de febrero de 1873 el rey Amadeo I, incapaz de ser un rey pasivo, pues neutral lo fue siempre, abdicó(10). Esta abdicación trajo como consecuencia la proclamación de la Primera República española por parte del Congreso de los Diputados y del Senado, reunidos en sesión conjunta como “Asamblea Nacional”(11). Una Asamblea en la que era hegemónico el Partido Radical, seguido del Partido Constitucional de Sagasta. Los dos partidos sobre los que se había sustentado la monarquía amadeísta. Tanto los Constitucionales como los Radicales procedían del viejo Partido progresista, que se había escindido tras el asesinato de Prim, en 1870: los primeros por la derecha, a los que se unieron antiguos miembros de la Unión Liberal; y los segundos por la izquierda, a los que se agregaron buena parte de los Demócratas partidarios de la monarquía, bajo la jefatura de Ruiz Zorrilla.

La proclamación de la República suponía la derogación de facto de la Constitución de 1869, que, aparte de prohibir en el artículo 47 la reunión de ambas Cámaras colegisladoras, establecía en su artículo 33 que la monarquía era la forma de gobierno de la nación española, aunque este texto no se derogó de manera expresa, por lo que se entendió que continuaba vigente hasta que se aprobase la nueva Constitución republicana(12).

El carácter unitario o federal de la República quedó en suspenso. Fueron unas nuevas Cortes, de naturaleza constituyente, elegidas en mayo de ese año, las que se decantaron por el federalismo. Las elecciones, convocadas por el Gobierno de Estanislao Figueras, arrojaron una abrumadora mayoría federal: 343 escaños de los 391 electos(13). Pero esos resultados venían seriamente deslegitimados por la escasa participación del cuerpo electoral, en torno al cuarenta por ciento(14), y por el hecho de que los Radicales y los Constitucionales e incluso muchos republicanos unitarios había rehusado participar en esas elecciones, aunque a título individual lo hicieran algunos tan destacados como Sagasta y Ríos Rosas, que resultaron electos. El 8 de junio las Cortes, bajo la presidencia del veterano José M.ª Orense, marqués de Albaida, aprobaron, por 218 votos a favor y 2 en contra, establecer la “República democrática federal” como “forma de gobierno de la nación española”.

Dos días después Figueras, incapaz de afrontar la convulsa situación política, presentó su dimisión, sin dar explicación pública alguna, y se marchó a Francia, “dejando al país sin gobierno y el poder en medio del arroyo”, pese a que contaba “con la confianza y con el afecto de la casi totalidad de los constituyentes”(15). Le sucedió Pi y Margall, bajo cuyo mandato se presentó en las Cortes un proyecto de Constitución federal, cuya redacción se encomendó a Emilio Castelar, quien llevó a cabo su encargo en un par de días(16). Castelar no era partidario del federalismo, pero, en aras de la conciliación de las diversas facciones republicanas, y del peso que este principio tenía en las más intransigentes (un principio concebido más como una confusa ideología política y social que como una precisa técnica de organización del Estado), se vio obligado a recogerlo y a desenvolverlo en el proyecto de Constitución(17). Éste oficialmente se presentó como la obra de una Comisión presidida por Nicolás Salmerón y de la que formaban parte, entre otros, aparte de Salmerón y Castelar, Manuel Pedregal, Rafael M.ª de Labra y Francisco de Paula Canalejas. La Comisión constitucional presentó este proyecto de Constitución a las Cortes Constituyentes el 17 de julio de 1873(18). Justo el día antes de que dimitiese como presidente del Gobierno Pi y Margall, el padre del federalismo español, incapaz de sofocar la insurrección cantonalista que desde principios de ese mes se desencadenó en España, sobre todo en Levante, Murcia, Cartagena, su más recalcitrante bastión, y Andalucía oriental. En este tenso contexto político, tan poco propicio a un sereno debate parlamentario, éste tuvo lugar tan sólo entre el 11 y el 14 de agosto y se limitó a los discursos de León y Castillo, en contra, y de Martín de Olías, miembro de la Comisión constitucional, a favor, aparte de una intervención de Manuel Becerra por alusiones. Pero merece la pena, y mucho, examinar los aspectos fundamentales de este proyecto, sobre todo en lo que atañe a la novedosa organización territorial que proponía, al que se presentaron muchas enmiendas, que no llegaron a discutirse nunca.

El proyecto se inspiraba en la Constitución de los Estados Unidos de América(19), como se reconoce expresamente en su preámbulo, en donde se alude a “los grandes fundadores de la Federación en el mundo moderno”, aunque divergía de ella en diversos aspectos muy relevantes, como la posición del Senado, la estructura y competencias del Ejecutivo y el modo de controlar la constitucionalidad de las leyes. En dicho preámbulo, la Comisión constitucional, que no ocultaba que en su seno “no todos los individuos... piensan y sienten de la misma suerte”, concebía el proyecto de Constitución como un “pacto federal” en el que debía descansar la República española, con el propósito de organizar “el derecho público de una verdadera Federación liberal, democrática y republicana”. Para tal propósito, proseguía el preámbulo, la nueva Ley Fundamental, además de conservar y ampliar los derechos y libertades reconocidos en la “vigente” Constitución de 1869 y de dividir los poderes públicos de manera clara y adecuada a tal fin, contenía “una división territorial, que, derivada de nuestros recuerdos históricos y de nuestras diferencias, asegurase una sólida federación, y con ella la unidad nacional”. Pero la solución a este problema no era nada fácil. En realidad, “en la división territorial hemos encontrado grandes dificultades”, confesaba la Comisión, sobremanera a la hora de tomar una decisión sobre la supervivencia o no de las provincias, tal como se venían configurando desde la división provincial de Javier de Burgos en 1833. La solución por la que se inclinaba la Comisión era la de establecer “como nuevos Estados de la República los antiguos reinos de la Monarquía” y permitir que “los Estados por si conserven, si quieren, las provincias, o regulen a su arbitrio la más conveniente y sabia división territorial. De esta suerte llegamos a un acuerdo prudentísimo en la cuestión que se halla quizá más erizada de dificultades y peligros”. El Municipio, el Estado y la Federación serían los tres entes que el proyecto constitucional reconocía, cada uno de ellos con su ámbito de competencias o “facultades”, aunque a los dos últimos el artículo 43 los denominaba también “Estado regional” y “Estado federal o Nación”. A este respecto, el artículo 1.º del proyecto disponía que la “Nación española” se componía de los siguientes Estados: “Andalucía Alta, Andalucía Baja, Aragón, Asturias, Baleares, Canarias, Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, Cataluña, Cuba, Extremadura, Galicia, Murcia, Navarra, Puerto Rico, Valencia, Regiones Vascongadas”(20).

Junto a las facultades y a los poderes públicos de la Federación (las Cortes bicamerales; el poder ejecutivo, ejercido por un Consejo de Ministros, con un presidente al frente; el poder judicial, cuyo Tribunal Supremo resolvería los litigios entre los Estados, como establecía el art. 78; y el poder de relación o presidencial, ejercido por el Presidente de la República federal), el proyecto reconocía las facultades de los municipios, ejercidos por sus Alcaldes, Ayuntamientos y jueces, elegidos también por sufragio universal; y las facultades de los Estados, entre ellas la de darse su propia Constitución política, que no podría en ningún caso contradecir la Constitución federal (art. 93) y que debía ser sancionada por las Cortes federales (art. 102), así como la de nombrar sus propios Gobiernos, sus Asambleas legislativas elegidas por sufragio universal y sus respectivos poderes judiciales (arts. 94 y 101)(21). El proyecto, en cambio, no contemplaba en su último Título intervención alguna de los Estados en la reforma de la Constitución federal, lo que era incoherente con la naturaleza federal de la República en ciernes.

Aparte de su carácter federal, otros rasgos relevantes de este proyecto consistían en proclamar la soberanía popular, en establecer una nítida separación entre la Iglesia y el Estado, en articular un Senado como cámara de representación territorial, pero con mucho menos peso que el Congreso, y un ejecutivo dual, compuesto por un Presidente de la República, nombrado por una Junta elegida por los electores de cada uno de los Estados miembros de la Federación, y por un Presidente del Consejo de Ministros, designado por aquél. Al Tribunal Supremo federal se le atribuía en exclusiva un control de constitucionalidad de las leyes aprobadas por el Parlamento.

Tras la dimisión de Pi y Margall el 18 de julio, el catedrático krausista Nicolás Salmerón se hizo cargo de la jefatura del Gobierno, a la que renunció el 7 de septiembre tras negarse a firmar unas condenas a muerte contra ocho militares que en Barcelona se habían pasado a los carlistas. Castelar le sucedió en el poder, en el que se mantuvo hasta su dimisión el 3 de enero de 1874, tras perder una votación parlamentaria en la que se estaba decidiendo la elección del nuevo Presidente del Poder Ejecutivo. Votación interrumpida por la entrada en las Cortes del General Pavía, que acabó por la fuerza de las armas con la República federal. Aunque los Batallones de Voluntarios federales ya estaban dispuestos a sublevarse si en esa refriega parlamentaria hubiese vencido Castelar, el más descollante símbolo de una República liberal, conciliadora y de orden, tan distinta a la propugnada por Pi y Margall.

... (Resto del artículo) ...

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NOTAS:

(1). Quien ha abordado este problema desde una perspectiva histórica mucho más amplia en El problema de la vertebración del Estado en España (del siglo XVIII al XXI), Iustel, Madrid, 2006. De este mismo autor, vid. “Prolegómenos del desmoronamiento del Estado-Nación, uniformista y centralizado”, en José Manuel de Bernardo y Santiago Muñoz Machado (dirs.), El Estado-Nación en dos encrucijadas históricas, Iustel, Madrid, 2006, pp. 249-298.

(2). Que expongo de forma sistemática en “Algunas reflexiones metodológicas sobre la Historia Constitucional”, Historia Constitucional, n.º 8, septiembre, 2007, http: //www.historiaconstitucional.com

(3). Sobre estos extremos me extiendo en La Teoría del Estado en las Cortes de Cádiz, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC, en adelante), 2.ª ed., Madrid, 2011, especialmente su extenso capítulo cuarto.

(4). Baste citar a Javier de Burgos. Desde un punto de vista teórico, el desarrollo teórico de un modelo centralizado de Estado se debió en gran medida a los primeros tratadistas de la Ciencia de la Administración, embrión del posterior Derecho Administrativo, como Pedro Gómez de la Serna, Manuel Ortiz de Zúñiga, Francisco Agustín Silvela, José Posada Herrera y Alejandro Oliván.

(5). Un libro de referencia sobre este asunto es el de Diego López Garrido, La Guardia Civil y los orígenes del Estado centralista, Alianza editorial, Madrid, 2004.

(6). El centralismo que, con diversos matices, defendieron moderados y progresistas, pese a no ser ajeno a los precedentes españoles de los Corregidores e Intendentes, se inspiraba también en Francia al establecer en el ámbito de la Administración local la dicotomía entre los órganos activos de composición individual (Alcaldes y Jefes Políticos de Provincia o Gobernadores Civiles) y órganos consultivos colegiados (Ayuntamientos y Diputaciones Provinciales). Sobre la concepción y organización de la administración local en el constitucionalismo español hasta 1868, vid. Concepción de Castro, La revolución liberal y los municipios españoles (1812-1868), Alianza editorial, Madrid, 1979, y sobre todo, con un alcance temporal más amplio, la monumental obra de Enrique Orduña Rebollo y Luis Cosculluela Montaner, Historia de la Legislación de Régimen Local (siglos XVIII a XX), Iustel/Fundación Democracia y Gobierno Local, Madrid, 2008.

(7). Desarrollo todo lo dicho aquí sobre el constitucionalismo durante la España isabelina en el estudio preliminar a Constituciones y Leyes Fundamentales, Iustel, Madrid, 2012, volumen primero de la colección “Leyes Políticas Españolas. 1808-1978”, de la que soy director.

(8). Sobre este punto es de gran interés la reciente monografía de Antonio-Filiu Franco, Cuba en los orígenes del constitucionalismo español: la alternativa descentralizadora (1808-1837), Fundación Manuel Giménez Abad, Zaragoza, 2011.

(9). Sobre los antecedentes del Partido Demócrata, que deben situarse en 1837, cuando se reforma en profundidad la Constitución de Cádiz y se emprende una operación desamortizadora incapaz de dotar al liberalismo de un sustento popular, me extiendo en La Monarquía Doceañista. 1810-1837, Marcial Pons, Madrid, 2013. Antes de “La Gloriosa” algunos de los más relevantes exponentes del federalismo español fueron el proyecto constitucional de Xaudaró y Fábregas (1832), el diario “El Huracán” ( 1840) y algunos escritos de Fernando Garrido y Francisco Pi y Margall, como La Reacción y la Revolución ( 1854) y La República Democrática Federal Universal (1855), respectivamente.

(10). De la monarquía amadeísta se ocupa C. Bolaños Mejías en El Reinado de Amadeo I de Saboya y la monarquía constitucional, UNED, Madrid, 1999.

(11). La proposición de ley con esta proclamación puede verse en mi citado libro Constituciones y Leyes Fundamentales (documento 26).

(12). Sobre la Constitución de 1869 vid. el libro homónimo de Manuel Pérez Ledesma, Iustel, Madrid, 2010, así como el de José Peña González, Cultura Política y Constitución de 1869, CEPC, Madrid, 2002. El problema principal que se debatió en las Cortes Constituyentes de 1869 fue el de la forma de gobierno y sobre este extremo se extiende Antonio M.ª Calero en su estudio preliminar a Monarquía y democracia en las Cortes de 1869 (CEPC, 1987). Me he ocupado de este asunto en La monarquía en las Cortes y en la Constitución de 1869, recogido en mi libro recopilatorio Política y Constitución en España. 1808-1978, CEPC, Madrid, 2007, pp. 497-516.

(13). Isabel Casanova Aguilar, Las Constituciones no promulgadas de 1856 y 1873, Iustel, Madrid, 2008, p. 268.

(14). Cfr. Miguel Martínez Cuadrado, Elecciones y partidos en España. 1868-1931, Taurus, Madrid, 1969, vol. I, p. 202. Las elecciones se realizaron conforme a la ley electoral de 20 de agosto de 1870, con las modificaciones que introdujo la ley de 11 de marzo de 1873, que establecía el carácter unicameral de las Cortes y ampliaba el sufragio a los 21 años. Los textos de ambas leyes electorales las recoge Isabel Casanova Aguilar en el libro citado en la nota anterior.

(15). Miguel Morayta, Los Constituyentes de la República Española (1907), reeditado por Urgoiti Editores, Pamplona, 2012, con un prólogo de Jorge Vilches, p. 110. Morayta, fue uno de los más destacados representantes del sector más conservador del republicanismo, dirigido por Castelar.

(16). Cfr. ibidem, p. 157.

(17). En Emilio Castelar. La Patria y la República (Biblioteca Nueva, Madrid, 2001, pp. 155-156) Jorge Vilches destaca que en su carrera política posterior Castelar nunca reivindicaría el proyecto constitucional. Esta biografía resulta de gran interés para conocer el pensamiento político del más destacado representante de la derecha republicana.

(18). Su texto lo recojo en mi citado libro Constituciones y Leyes Fundamentales (documento 27).

(19). Esta influencia se detecta ya en la Constitución de 1869 y de ella se ocupa Joaquín Oltra en La influencia norteamericana en la Constitución española de 1869, Instituto de Estudios Administrativos, Madrid, 1972.

(20). Esta distribución (no muy distinta, por cierto, a la de las Comunidades Autónomas actuales) dejaba fuera a las islas Filipinas, que, junto a las de Fernando Poo, Annobon, Corisco, y los establecimientos de África, componían “territorios que, a medida de sus progresos”, se elevarían “a Estados por los poderes públicos”, como establecía el artículo 2.º

(21). El proyecto constitucional de 1873 lo estudiaron hace años Gumersindo Trujillo, El federalismo español (Edicusa, Madrid, 1967 y 1976), y Juan Ferrando Badía, La Primera República española, (Edicusa, Madrid, 1973). Mucho más reciente es el minucioso análisis de Isabel Casanova Aguilar en su citado libro Las Constituciones no promulgadas de 1856 y 1873. Vid, asimismo, Andoni Pérez Ayala, “La I República. Marco político y proyecto constitucional”, Revista de Estudios Políticos, n.º 105, julio-septiembre 1999.

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