WASHINGTON ENSIMISMADO
El llamado secuestro fiscal, la obligación de reducir a toda velocidad el gasto público en seis meses, amenaza desde la semana pasada con embargar la parte más valiosa del segundo mandato de Barack Obama, los meses en los que puede volver a tomar la iniciativa y proponer reformas. Esta medida se había aplazado al principio del año y ha entrado en vigor una vez se ha constatado la ausencia de un pacto presupuestario, a pesar de que daña tanto a demócratas como a republicanos.
Por un lado, el presidente se ha dejado llevar por su tendencia innata a pronunciar grandes discursos y ha desatendido las negociaciones con los legisladores, tediosas y frustrantes. El Obama ganador, enérgico en su nueva retórica de comienzo de mandato, no parece temer el lógico desgaste de su figura por no tener la última palabra en Washington. Sigue siendo un líder al que le gusta más hacer de académico y de gran comunicador (las dos cosas no suelen ir de la mano...) que de urdidor de acuerdos y componedor de puzzles, para lo que se necesita cintura, horas tejiendo relaciones personales y mucha atención al detalle.
Los republicanos, por su parte, quieren utilizar su mayoría en la Cámara de representantes para cuadrar las cuentas públicas de forma atolondrada, sin pensar antes dónde hay que recortar y con qué consecuencias. Desaparecido de escena Mitt Romney, que hubiese sido un negociador más prudente, el liderazgo conservador lo disputan Marco Rubio, Paul Ryan y Jeb Bush. Los tres piden cambios en la política de inmigración republicana. Pero ninguno tiene fuerza para formular una visión económica menos dogmática. Sería el momento de aprender del conservadurismo compasivo de Ronald Reagan y, por ejemplo, preservar los grandes programas asistenciales sanitarios, Medicare y Medicaid, muy populares entre votantes de cualquier signo. Republicanos y demócratas se muestran ensimismados, justo cuando los ciudadanos de a pie piden confianza y pactos para que la economía despegue.