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¿Es delito creer? Hacia una laicidad positiva; por Santiago Cañamares Arribas, Universidad Complutense

25/02/2013
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El día 24 de febrero de 2013, se ha publicado en la agencia de noticias Zenit, un artículo de Santiago Cañamares, en el cual el autor considera que a día de hoy la llamada “laicidad positiva” se encuentra, todavía, en trance de consolidación, y así se mantendrá hasta que se asimile que su verdadero papel no es el de actuar como límite al ejercicio de la religión sino todo lo contrario, esto es, garantizar que los individuos y las iglesias puedan ejercer su libertad religiosa en las mismas condiciones, sin interferencias por parte de los poderes públicos.

¿ES DELITO CREER?

Hace pocos días L´Osservatore Romano se hacía eco de la presentación en la Biblioteca del Senado, en Roma, de un volumen colectivo en el que participaron veintitrés autores que lleva por título “Credere é reato? Libertà religiosa nello Stato laico e nella società aperta”. Es un libro con múltiples enfoques sobre las creencias religiosas, aunque predomina el jurídico y el sociológico.

Desde mi punto de vista el título resulta enormemente sugerente y se presta a poner en relación --sobre todo a la luz del subtítulo del trabajo- la “libertad de religión” y la “libertad frente a la religión”. La libertad religiosa es, desde un punto de vista jurídico, un derecho fundamental que hunde sus raíces en la dignidad de la persona, que le faculta para decidir autónomamente su relación con Dios. Al igual que ocurre con otros derechos fundamentales no tiene un carácter absoluto, esto es, puede ser restringido en sus manifestaciones exteriores cuando así lo aconseje la tutela de otros bienes jurídicos.

“Libertad frente a la religión” y “libertad de religión”

Siendo esto cierto, llama la atención una decidida tendencia en el mundo occidental a afirmar la “libertad frente a la religión” por encima de la “libertad de religión” propiamente dicha. Esto es, a poner el acento en la dimensión negativa de la libertad religiosa, o, si se quiere, a concebirlo como un derecho a resistir cualquier presión de terceros paraadherirse a una determinada creencia o para practicar determinados ritos. En todo caso, no hay duda de que esta dimensión negativa -no creer, no practicar, etc.- constituye también una parte esencial de la libertad religiosa internacionalmente garantizada. Ahora bien, lo llamativo está en que los derechos fundamentales suelen reconocerse y afirmarse en su dimensión positiva y no en la negativa, como de hecho ocurre, con cierta frecuencia, en el caso de la libertad religiosa. Dicho de una manera más gráfica, no suele ponerse el acento en la libertad a no expresarse, sino en la libertad de expresión.

Una muestra de esta tendencia se encuentra en la sentencia Lautsi v. Italia, (2009) de la Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, donde se acogieron los planteamientos de la parte demandante en relación con la protección de su libertad religiosa negativa frente a la presencia del crucifijo en las aulas de los colegios públicos italianos. El Tribunal sostuvo -en un planteamiento que finalmente fue revisado por la Gran Sala en 2011- que, cuando entra en juego la libertad religiosa negativa, la protección del individuo debe proporcionarse de un modo prácticamente automático sin entrar en mayores disquisiciones. Así al menos parece deducirse de la fundamentación jurídica de dicha decisión.

Hacia la laicidad positiva

Joseph Weiler, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Nueva York, ha tratado de encontrar una respuesta a este fenómeno. Por una parte, lo vincula con un prejuicio social hacia la religión, conectado de alguna manera con los planteamientos de John Rawls (Liberalismo político, 1993) para quien el argumento religioso debe quedar al margen del debate público en tanto que no es estrictamente racional y, por tanto, no puede ser compartido y consensuado por quienes no comparten determinadas creencias religiosas. De otra, lo conecta con las tensiones históricas entre poder político y religión vividas en el viejo continente hasta el final del Antiguo Régimen y que trataron de ser conjuradas con los principios en que cristalizó la Revolución francesa que, en materia religiosa, impusieron una separación estricta entre estado y religión.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que en la actualidad parece que el ejercicio de la libertad religiosa se hace depender, en un significativo número de casos, de su compatibilidad con una visión muy estricta de la separación entre religión y estado que demanda el confinamiento de las creencias al ámbito privado. Cabe citar al respecto algunos casos de la Corte de Estrasburgo (Dec. Ad. Karaduman, 1993 y Sentencia Leyla Shaín, 2005) que prohibieron la utilización del velo islámico a alumnas universitarias por el temor a que corrientes fundamentalistas perturbaran el orden público en la enseñanza superior y afectaran a las creencias de los demás. Lo paradójico es que en estos casos nada indicaba que las estudiantes formaran parte de grupos fundamentalistas, o que hubieran actuado de forma intolerante frente a quienes no compartían su misma visión o que pretendieran imponerles sus creencias religiosas. En otros, más directamente (Kervanci, 2008) se afirmó que la prohibición del velo islámico en el colegio resultaba justificada por la protección de la laicidad francesa, que había sido elevada, en la Constitución de 1958, a principio fundador de la República, de modo que una actitud personal que no respetara este principio no podía quedar amparada por la libertad religiosa.

Por ello no es arriesgado afirmar que a día de hoy la llamada “laicidad positiva” se encuentra, todavía, en trance de consolidación, y así se mantendrá hasta que se asimile que su verdadero papel no es el de actuar como límite al ejercicio de la religión sino todo lo contrario, esto es, garantizar que los individuos y las iglesias puedan ejercer su libertad religiosa en las mismas condiciones, sin interferencias por parte de los poderes públicos. La citada neutralidad -conviene matizarlo- no responde a una actitud de indiferencia o abstencionista del Estado frente a la religión, sino que demanda un comportamiento activo de los poderes públicos, que deben remover todos aquellos obstáculos que impidan el ejercicio en plenitud de esta libertad.

Un nuevo fundamentalismo

Esas obligaciones positivas de los estados frente a la religión se proyectan también en la resolución de conflictos entre la libertad religiosa positiva de unos individuos y la libertad religiosa negativa de otros. Weiler apostaba en su intervención ante la House of Commons británica por aplicar, en estos casos, un criterio de tolerancia que acomode la libertad religiosa positiva y negativa de unos y otros. A efectos ilustrativos ponía el ejemplo de Mary, una alumna atea en un colegio británico contraria a que al inicio de las clases se entonara el “God save the Queen”. En estos casos -sostiene Weiler- el criterio de tolerancia exige acomodar recíprocamente las demandas religiosas de unos y otros de modo que la comunidad escolar permita a la alumna no participar -total o parcialmente- en la citada práctica, al mismo tiempo que ésta debe respetar las tradiciones escolares renunciando a imponer su propia cosmovisión sobre el conjunto del colegio.

La aplicación de este criterio exige, a mi juicio, vencer la inercia actual, detectable en algunos casos, de que la libertad religiosa negativa debe tener prevalencia frente a quienes hacen un ejercicio positivo de la religión, ya que ambas dimensiones son dos caras de la misma libertad y, por tanto, deben aplicarse los mismos criterios para su protección. Para ello se debe reconocer que ni una ni otra dimensión protegen al individuo frente a aquellas manifestaciones que considera incómodas, inadecuadas o cuya doctrina no comparte, sino sólo frente a aquellas situaciones que le fuerzan a abjurar de su religión o tomar parte en ritos que no comparte.

Para que esta equivalencia de tratamiento sea posible, se debe tener claro que el verdadero enemigo de la sociedad no lo constituye la religión sino el fundamentalismo tanto de tipo religioso como irreligioso, que pretende imponer sobre el individuo -y a la postre sobre el conjunto de la sociedad- una particular visión de la realidad mancillando la dignidad de los demás. Es este fenómeno el que debe ser combatido por los Estados, distinguiéndolo perfectamente de un ejercicio legítimo de la religión, esto es, aquel que se ajusta al contenido y límites jurídicamente prefijados. Como ocurre con cualquier otro derecho fundamental, su ejercicio también puede generar tensiones en determinados contextos que, como se ha observado, no son necesariamente nocivas pues no es infrecuente que a través de su resolución ajustada a Derecho se abran nuevos espacios de libertad para los individuos.

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