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Mariano Yzquierdo Tolsada

EL CANON. Debate sobre los derechos de autor en el audiovisual

11/04/2012
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Alrededor del polémico canon digital se han dicho a lo largo de los últimos meses cosas rotundamente falsas como que "no pueden pagar todos los ciudadanos sobre la base de ser sospechosos de hacer cosas que no son legales” o como que “la ley parte de la presunción de que todos somos piratas”. Y la verdad es que los argumentos que podrían, en rigor, servir a los objetores del canon desde un punto de vista estrictamente técnico, pierden buena parte de su fuerza cuando se encuentran contaminados con afirmaciones tan chuscas y grotescas. Desde luego, antes de introducir estas cuestiones en las campañas electorales, los políticos deberían, en fin, asesorarse mínimamente.

EL CANON

Debate sobre los derechos de autor en el audiovisual

Mariano Yzquierdo Tolsada

Catedrático de Derecho civil (Universidad Complutense)

Consultor de Albiñana & Suárez de Lezo (Derecho civil y Propiedad Intelectual)

Alrededor del polémico canon digital se han dicho a lo largo de los últimos meses cosas rotundamente falsas como que "no pueden pagar todos los ciudadanos sobre la base de ser sospechosos de hacer cosas que no son legales” o como que “la ley parte de la presunción de que todos somos piratas”. Y la verdad es que los argumentos que podrían, en rigor, servir a los objetores del canon desde un punto de vista estrictamente técnico, pierden buena parte de su fuerza cuando se encuentran contaminados con afirmaciones tan chuscas y grotescas. Desde luego, antes de introducir estas cuestiones en las campañas electorales, los políticos deberían, en fin, asesorarse mínimamente.

1. La respuesta legal ante las copias lícitamente obtenidas

Debe quedar muy claro que el lacónicamente llamado canon no constituye una suerte de indemnización por el daño causado a los titulares de los derechos de propiedad intelectual como consecuencia de una usurpación o conducta ilegal. Es justo todo lo contrario. Para las conductas ilegales la ley conoce otros mecanismos diferentes, que van desde la responsabilidad por daños y perjuicios hasta la represión penal. El canon trata de retribuir a los titulares por lo que dejan de percibir, desde el momento en que la ley permite que todos podamos confeccionar, con determinadas condiciones, copias privadas de la obra. La copia privada es, en cuanto límite de la propiedad intelectual, algo plenamente lícito. El artículo 31.1 de la Ley de Propiedad Intelectual establece: “No necesita autorización del autor la reproducción, en cualquier soporte, de obras ya divulgadas cuando se lleve a cabo por una persona física para su uso privado a partir de obras a las que haya accedido legalmente y la copia obtenida no sea objeto de una utilización colectiva ni lucrativa”. Es, en fin, el caso de quien, habiendo adquirido legalmente una obra musical protegida por el derecho de autor, quiere tener una copia para poder escucharla en su coche, y la reproduce para ese uso exclusivamente privado, sin fin lucrativo alguno. O el que quiere tener en su casa de verano un duplicado del ejemplar de la legendaria Casablanca que compró en su día. Cualquier fonograma o videograma, o cualquier obra plasmada en soporte sonoro, visual o audiovisual, puede ser entonces lícitamente reproducido con tal finalidad. Y es precisamente esa actividad de reproducción para uso exclusivamente privado (actividad, insisto, completamente lícita) la que “originará una remuneración dirigida a compensar, anualmente, los derechos de propiedad intelectual dejados de percibir por razón de la expresada reproducción”.

Esto último y nada más es a lo que se refiere el artículo 25 de la ley. Algo, en fin, que nada tiene que ver con la actuación ilícita de quien reproduce la obra para revenderla a bajo precio en las mantas que se esparcen por doquier en las calles y en las estaciones de metro, tras haber permanecido en una sala de cine grabando con una pequeña cámara de vídeo una película de estreno. Y que tampoco tiene que ver con la conducta de quien en la privacidad de su hogar baja de internet la obra, almacenándola en el disco duro de su ordenador, para poder visionarla cuando quiera, o, menos aún, colocándola en la carpeta de archivos compartidos para con ello permitir que otros internautas se hagan con otra copia. Como fácilmente se entiende, falta en todos estos casos el requisito del acceso lícito a la obra. O lo que es lo mismo, y como con frecuencia he oído a Miguel Ángel Rodríguez Andrés, Director del Departamento de Propiedad Intelectual de CMS Albiñana & Suárez de Lezo, el canon por copia privada jamás se puede configurar como una especie de tarifa plana que convierte en legales las conductas ilegales, que purifica al pirata o que puede ser mirado como penitencia o purgatorio que elimina de las usurpaciones todo cuanto tienen de reprobable, que es mucho.

Antes bien, si el derecho de reproducción tiene como titular a los autores (al igual que el resto de los derechos de explotación, entre los que, señaladamente, se encuentran también los de distribución, comunicación pública, transformación y colección), aquí nos encontramos ante un límite de ese derecho: pasa a ser el consumidor quien ejercita parcialmente el derecho de reproducción, y lo podrá hacer sin necesidad de pedir autorización a nadie. Pero de alguna manera habrá que compensar a aquellos a quienes no hay que pedir autorización para copiar lícitamente sus obras. Naturalmente, no se trata de que esos titulares puedan exigir que se les pague la misma cantidad que habrían podido ingresar si el consumidor tuviera que comprar un segundo ejemplar en el comercio, pues semejante cosa equivaldría a eliminar del mapa el derecho mismo a la copia privada, que está configurado en el moderno derecho de autor, insisto, como un límite de las facultades de explotación por completo ajustado a derecho, pero que origina para esos titulares un derecho de compensación equitativa.

Con la ley en la mano, el canon es la consecuencia de un acto completamente lícito: hacer copia privada, por ejemplo, del disco que uno se compró (legalmente, en la tienda de discos) y que quiere tener duplicado para escucharlo en su coche. Es falso que con el canon se esté partiendo de la presunción de que quien compra un CD virgen lo hace para delinquir.

A mi entender, si estamos a lo que la ley exige para que ese límite opere, quedan no pocos casos fuera de su ámbito. Veamos, en síntesis, cuáles son las condiciones para que pueda hablarse, en rigor, de copia privada y, por ende, para que su creación lícita genere el derecho de los titulares de la obra a ser equitativamente retribuidos:

Por lo pronto, es preciso que la obra ya haya sido divulgada, es decir, que haya sido hecha accesible al público con el consentimiento del autor y en cualquier forma (artículo 4).

Pero además, la copia ha de ser para uso privado de la persona que la hace (lo que desde luego comprende a sus familiares o allegados), y no para uso colectivo ni lucrativo.

Finalmente, debe tratarse de una copia privada que se hace partiendo de un ejemplar lícitamente adquirido. Solo las reproducciones que se hacen a partir de un acceso lícito a la obra son reproducciones amparadas por la ley, y en esa misma medida, copias que devengan canon.

El resultado de todo ello es que existe una variada tipología de conductas que, por no reunir uno u otro de estos requisitos, no suponen la reproducción lícita de las obras protegidas por la propiedad intelectual, y para ellas no hay canon que valga, sino que deberemos estar a lo que la ley establezca para la represión de los delitos y para el resarcimiento de daños y perjuicios, que es otra cosa. Así, falta el primer requisito en la copia subrepticia hecha por el empleado de la productora antes de que la película haya sido objeto de estreno, y a quien una panda de senegaleses aguarda a la salida del trabajo para engordar su manta con una nueva adquisición. De ninguna manera es ésa una copia privada (y menos aún las copias que, a su vez, hagan los propios manteros después).

El requisito del uso privado del copista puede que lo cumpla quien descarga de internet la canción o la película, pero siempre que la misma sea almacenada en cualquier lugar del disco duro que no sea la carpeta de archivos compartidos, algo que, de hacerse, supondría la inmediata e ilegal puesta a disposición del público y el uso colectivo, aunque no sea lucrativo para el uploader, que solamente pretende el aumento del número de obras de su carpeta compartida, lo que siempre trae consigo –a decir de los técnicos y de los expertos en el uso del Emule– el aumento de la velocidad de transferencia de su propio programa a la hora de bajar nuevos títulos para su colección.

Lo que pasa es que, además de para hacer copias privadas lícitas, ese mismo CD sirve para almacenar datos personales, fotos familiares, trabajos de Universidad, etc. De hecho, muchos soportes se adquieren sin que jamás vayan a servir para guardar canciones o películas.

Pero, ciertamente, al downloader de poco le valdrá cumplir esta segunda condición, porque lo que no concurre en ningún caso es el acceso lícito a la obra, que es el tercer requisito de la copia privada. Que bajarse obras y prestaciones protegidas de internet sin autorización, y ponerlas a continuación a disposición de la comunidad de navegantes en una red P2P es ilegal no se puede poner en duda. Pero decir también que esas copias generan pago de canon es tanto como decir que son copias lícitas y que, en cuanto tales, tienen la protección dispensada por la ley a las copias privadas. Por lo tanto, el requisito de que la copia se realice a partir de obras a las que se haya accedido legalmente quiebra incluso en los casos en que el usuario no pone a disposición del público las obras bajadas de la red, y prefiere consumirlas él solo en la intimidad de una carpeta no compartida de su ordenador. Ya hay con ello conducta ilícita, que será doblemente ilícita el día que se decida a trasladar lo copiado a la carpeta compartida (siempre, naturalmente, que la conexión se encuentre activa), con violación de los derechos de reproducción y de puesta a disposición.

2. La respuesta legal ante las copia ilegalmente obtenidas y, en general, ante las infracciones de los derechos de propiedad intelectual

Así que, como primera idea de grave trascendencia, el debate “canon sí/canon no”, auténtica polémica estrella en la agria campaña electoral que hemos padecido, parte de una premisa falsa. Y no se nos pueden escapar, como es lógico, los intereses que existen detrás de la polémica. Por una parte están los operadores y usuarios que claman por traer a colación el límite de la copia privada, pero que al tiempo claman contra el canon, montando plataformas y contando con el apoyo sobrevenido y súbito del principal partido de la oposición, y tratando de predicar, al parecer con bastante rentabilidad retórica, que la copia privada no solo es legal, sino que también ha de ser gratuita. Pero por otra parte claman, en el otro extremo, las discográficas, y los productores cinematográficos, y ciertos directores de cine, y actores y cantantes que enseñan un ojito detrás de la C que forman con los dedos pulgar e índice de su mano derecha para mostrar su apoyo al candidato socialista, pretendiendo convencer de que se tiene que cobrar el canon por copia privada también por lo que no es copia privada sino pura piratería, y que se tiene que cobrar las tarifas aunque la copia sea ilegal. Y, en el centro, estamos los que clamamos en el desierto de la equidistancia, mas no porque la equidistancia sea cómoda –suele, de hecho, serlo, pero en este caso es difícil, porque difícil es que te quieran entender los unos y los otros–, sino porque desde la equidistancia se puede percibir, con claridad y sin apasionamientos, dónde se hallan las respuestas que da la ley y dónde las zonas de penumbra que la propia ley ha dejado. Y es que las leyes dejan zonas de penumbra cuando son el fruto espurio de un legislador que, una vez más, no ha querido o no ha sabido (porque poder, sí pudo) hacer sus deberes.

El debate no es tan actual como parece. Antes del canon digital estaba el canon por el duplicado del CD que el usuario se grababa en una cinta de casette para el coche, y también estaba el canon que pagaba quien adquiría una fotocopiadora para su establecimiento de reprografía, y lo repercutía, después y desde luego, al consumidor en el precio de cualquier fotocopia, fuera o no fuera fotocopia de obra protegidas por derecho de autor. Y si utilizo como ejemplo paradigmático y banco de pruebas el intercambio de obras en la red es por ser hoy el caso más cotidiano de copias de uso colectivo, que provocan daños y perjuicios y que justifican la adopción de las medidas preventivas, reparadoras y cautelares previstas en el Código penal y en la Ley de Propiedad Intelectual. Nada que ver con quien lícitamente, se hace con copia privada de las canciones que, debidamente ordenadas en el diminuto soporte MP3, va a escuchar en el metro, en el autobús o mientras practica el footing, dando lugar muchas veces a que nos preguntemos –dicho sea de paso y con los debidos respetos– si esta sociedad anda por buen camino si sus miembros no se dicen ni buenos días cuando se cruzan en el portal, ni ofrecen disculpas al automovilista cuando atraviesan una calle sin mirar, embebidos todos en la escucha de Melendi o de Julieta Benegas.

Que las descargas de copias de álbumes musicales y películas, ofrecidas después a otros interesados y objeto de intercambios e internet, se ha convertido en una práctica ilícita habitual o en una especie de rutina a la que pocos se resisten, es algo que necesita de no muchas demostraciones, análisis sociológicos o grandes investigaciones estadísticas. Hay ilicitud en la reproducción llevada a cabo por los operadores peer to peer que, desde sus plataformas, efectúan actos de distribución y reproducción inconsentidos; hay ilicitud en los actos de reproducción efectuados por los usuarios de las redes cuando bajan el archivo; y hay ilicitud en los actos de puesta a disposición de las obras cuando las copias adquiridas vuelven a ser subidas a la red. Todas son cabales y rotundas infracciones a los derechos de propiedad intelectual, tan claras como las que comete el que se apropia la paternidad de la obra ajena, el que mutila una escultura, el que irrumpe en el mercado ofreciendo desde su tienda de fotocopias y encuadernados en canutillo, libros de texto por la cuarta parte del precio de mercado, o el que celebra un concierto, proyecta públicamente una obra cinematográfica o pretende llevar a cabo otros actos de comunicación pública como es reproducir música de ambiente en su cafetería o no tan de ambiente en la discoteca. Y ante las infracciones, el titular agredido no tiene derecho a ser “equitativamente remunerado” por medio del canon, sino a desplegar en toda su intensidad los otros instrumentos o herramientas que la ley ofrece.

Las descargas de copias de álbumes musicales y películas, ofrecidas después a otros interesados y objeto de intercambios e internet, se ha convertido en una práctica ilícita muy habitual. En España se ha registrado en 2007 un descenso de las ventas de fonogramas superior al 22 por 100, y está cifrado en 58 por 100 el porcentaje de internautas que efectuaron descargas, mientras que la media europea está en un 37 por 100.

El punto de partida es el de una red de distribución que no tiene clientes fijos. El navegante quiere, sin moverse de su casa, hacerse con una copia de la obra, se conecta por medio de Internet a una red P2P y en cuestión de segundos encuentra lo que busca, descargándolo sobre su ordenador para poder escuchar la canción o ver la película cuantas veces quiera. Pero al mismo tiempo, todos los internautas que han tenido que instalar el programa de esa red, pasan a tener acceso a las carpetas compartidas de los ordenadores de los demás miembros del colectivo. De hecho, cuando la descarga ha concluido, es precisamente porque el autor de la misma ha conseguido ensamblar los diferentes fragmentos que automáticamente han llegado a su ordenador, procedentes de las carpetas compartidas de múltiples ordenadores. O si se prefiere ver al revés, cada ordenador descarga un trozo de la canción o de la película.

Tenemos, pues, dos posibles órdenes de responsables: los operadores P2P y los usuarios. Mundialmente conocido fue el caso Napster. Aquella aplicación permitía que, sin necesidad de que los contenidos se encontraran almacenados por el prestador de servicios, pudieran los usuarios –que pronto fueron muy numerosos– intercambiar los archivos albergados en los discos duros de sus ordenadores, de manera que cada conexión recababa de manera inmediata del servidor centralizado cuáles de los internautas de la red eran los más convenientes para que la transmisión fuera rápida y segura. Todo ello suponía una infracción en los derechos de reproducción y distribución, pero la falta de un sistema unitario de archivos dificultaba extraordinariamente la identificación de los usuarios, a lo que debía añadirse que Napster se limitaba a suministrar un programa para que cada uno “se buscara la vida”, haciendo las veces de los intermediarios de amistades personales o relaciones íntimas on line, siendo cada uno el que buscaba y encontraba lo que quería, iniciando sus relaciones de intercambio sin que Napster compitiera en el mercado ni cobrara pos sus servicios (aunque sí lo hacía de quienes utilizaban el portal para insertar sus anuncios de publicidad).

La Asociación de discográficas solicitaba el cese de la actividad y una indemnización de 100.000 dólares por descarga, y Napster fue encontrada culpable en la medida en la que, no solo era su software el que proporcionaba a cada navegante la posibilidad de acceder a las carpetas de almacenamiento creadas en los discos duros de los demás, sino que, como sistema con servidor centralizado e indexado, podía facilitar información en cada petición acerca de la descarga más rápida y fiable. Al final, Napster acabó comprando los derechos a las discográficas y cobrando una cuota a los participantes en la red, lo que provocó que pronto se produjera una auténtica diáspora: los que continuaban ávidos de escuchar música sin pagar un céntimo prefirieron buscar fórmulas más económicas.

Nacieron entonces los sistemas descentralizados, como es el caso del programa Winmx o del más extendido en nuestro país: el famoso programa Emule, que también sirve para descargar películas y hasta libros de texto en formato PDF. La sofisticación consistió ahora en que los internautas podrían contactar entre sí sin necesidad de un servidor central, lo que dificulta sobremanera la detección de las descargas. De hecho, las demandas contra los sistemas descentralizados fracasaron en Estados Unidos.

En el otro extremo, ese mismo CD virgen sirve también para hacer copias ilegales de obras protegidas. El canon tampoco juega para reprimir ese fraude: para los casos en que la copia se hace partiendo de un ejemplar al que no se ha accedido legalmente, no hay canon que valga, sino responsabilidad civil y hasta responsabilidad penal.

En nuestro país se han pronunciado ya varias sentencias que han condenado a empresas que vendían a través de su página web –sistemas centralizados, por tanto– obras musicales protegidas (Sentencias de la Audiencia Provincial de Barcelona de 27 de junio de 2002 y de 29 de septiembre de 2006, o de la de Madrid de 13 de noviembre de 2003), pero se siguen encontrando las mismas dificultades cuando se trata de buscar a los responsables de los sistemas descentralizados: complicaciones a la hora de probar las descargas, existencia de usos no siempre ilicitos en el intercambio de archivos, etc.

Sin embargo, el mayor problema lo encontramos con los usuarios de las redes. En Francia, es conocida la sentencia del Tribunal de Vannes de 29 de abril de 2004, consecuencia del registro de un ordenador personal en el que se encontraron cerca de 200 películas ofrecidas en la carpeta compartida del sistema Kazaa. El oferente fue condenado a pena de prisión, pero los usuarios favorecidos por el intercambio tuvieron que pagar multas que en un caso llegaron a aproximarse a los 6.000 euros. A los pocos días también se pronunció en el Estado de Brandemburgo una sentencia penal parecida (Tribunal de Cottbus, 6 de mayo de 2004), aunque comprensiva solamente de pena de multa.

En nuestro país, el artículo 270 del Código penal exige ánimo de lucro en la conducta (entre otras) de quienes reproducen, distribuyen o comunican públicamente obras protegidas, y ese ánimo de lucro suele ser entendido de un modo muy difícil de apreciar. El principio de intervención mínima del Derecho penal lleva comúnmente a que los jueces entiendan que no basta cualquier provecho para que el delito se consuma, o que el, por así llamarlo, “gasto cesante” o ahorro por parte del infractor impide condenar cuando al procesado, por ejemplo, solamente se le intervinieron 20 CDs piratas (Sentencia de la Audiencia Provincial de Orense de 13 de abril de 2005), 58 CDs y 20 DVDs (Sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona de 30 de enero de 2006) o 89 CDs y 15 DVDs (Sentencia de la Audiencia Provincial de Zaragoza de 17 de febrero de 2005). A esta manera tan tibia de entender las cosas ayuda, además, las instrucciones dadas a los Fiscales por la Circular 1/2006, de la Fiscalía General del Estado.

Pero no hay unidad de criterio, pues también hay sentencias condenatorias para casos menos graves en número: así, fueron suficientes 57 CDs y 39 DVDs incautados para condenar penalmente en la Sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid de 11 de octubre de 2006, aunque algunas son de las mismas Audiencias Provinciales (así, la de Barcelona, 7 de abril de 2005).

Y téngase muy en cuenta que la precipitada y defectuosísima transposición de la Directiva Antipiratería de 22 de abril de 2004 al Derecho interno español, operada con la Ley de 19/2006, de 5 de junio, no trajo consigo reforma alguna en el Código penal, algo que, en cambio, sí sucedió en Francia, donde la Ley de 1 de agosto de 2006 permite llevar a la cárcel a los titulares de los programas P2P y a que paguen una multa de hasta 300.000 euros, así como imponer a cada usuario una multa de 38 euros por cada obra descargada o de 150 por cada puesta a disposición en la red. 38 euros por cada bajada y 150 por cada subida, en una palabra.

La Ley de Propiedad Intelectual presenta un régimen de responsabilidad por daños y perjuicios absolutamente lamentable. La reforma de la ley 19/2006 se hizo mal desde el Gobierno, y ni los Grupos Parlamentarios ni los sectores interesados hicieron nada para evitar lo que fue una defectuosa transposición de la Directiva Antipiratería

El legislador español no ha hecho nada parecido, cuando el mandato del artículo 3 de la Directiva es concluyente, al ordenar que los Estados establezcan medidas, procedimientos y recursos que sean justos, equitativos, efectivos y proporcionados, pero también disuasorios. Y la ley española tiene muy poco de disuasoria. Con anterioridad a la reforma de 2006, el artículo 140 resultaba a todas luces insuficiente para desincentivar las infracciones de los derechos protegidos, pues el titular de los mismos podía optar en concepto de indemnización entre “el beneficio que hubiera obtenido presumiblemente, de no mediar la utilización lícita”, o “la remuneración que hubiera percibido de haber autorizado la explotación”.

Ante un régimen semejante, el pirata sabe que, si le sorprenden, o el titular demuestra el lucro dejado de obtener (lo que es, desde luego, mucho demostrar) o le hacen pagar lo que a él le habría costado comprar el permiso para llevar a cabo una explotación lícita. Es tanto como decir que si el alumno es sorprendido contestando a las preguntas de su examen con la ayuda de chuletas, será “sancionado” con el suspenso. Desde luego, al alumno que no estudió le dará lo mismo copiar que no copiar, pues en caso de que se le sorprenda, suspenderá, mientras que en caso de no hacerlo, suspenderá también. Perdone el lector que utilice un símil tan pedestre, pero en definitiva, el negocio le sale redondo al usurpador. Es tanto como prevenir el hurto en un supermercado advirtiendo en la entrada que los ladrones serán sancionados con el pago de las mercaderías hurtadas. Bien es verdad que la respuesta está servida: la restitución será el aspecto civil de la conducta delictiva, pero aún queda la respuesta penal (“shoplifters will be prosecuted”, puede leerse en las tiendas de Londres por doquier). Pero si la represión penal no funciona, y la administrativa funciona mal, ya podría esmerarse un poco el legislador civil y arbitrar una solución suficientemente disuasoria.

A ello obligaba la Directiva Antipiratería, pero el Estado español prefirió mirar para otro lado, y con el nuevo artículo 140, el perjudicado podrá optar o bien por una indemnización que se fije conforme a las consecuencias económicas negativas “entre ellas la pérdida de beneficios que haya sufrido la parte perjudicada y los beneficios que el infractor haya obtenido por la infracción ilícita” y “la cantidad que como remuneración pudiera percibir el perjudicado, si el infractor hubiera pedido autorización para utilizar el derecho de propiedad intelectual en cuestión”. El precepto no incorpora ni siquiera una acción de enriquecimiento injusto que se superponga a la acción de daños y perjuicios y permita que el titular exija al infractor que le restituya el beneficio obtenido por él (que no tiene por qué coincidir con la pérdida de beneficios sufrida por el titular: el que lanza copias piratas de una película antes de su estreno con facilidad se embolsa más beneficios que los perjuicios que ocasiona). Simplemente hay un criterio de determinación de la indemnización de forma que ésta se calcule teniendo en cuenta diferentes datos, y entre ellos, el beneficio obtenido por el infractor, pero eso no es lo mismo que exigir la devolución del beneficio injustamente obtenido.

El panorama es muy sombrío, porque en nuestro país se ha registrado en 2007 un descenso de las ventas de fonogramas superior al 22 por 100; ha sido un año en el que el 58 por 100 de los internautas efectuaron descargas, mientras que la media europea está en un 37 por 100. No pueden terminar todos los esfuerzos en Mesas Antipiratería como la que se constituyó durante el período en que doña Carmen Calvo era Ministra de Cultura, ni en Planes Integrales, Comisiones Intersectoriales y demás fuegos de artificio. No es suficiente entretener con declaraciones de intenciones al Ministerio de la Presidencia, y al de Economía, y al de Trabajo, y al de Justicia, y al de Interior, y al de Educación, y al de Industria, y al de Sanidad, y al de Exteriores, y a las Comunidades Autónomas, y a las Corporaciones locales, y a las Entidades de Gestión, y al Consejo de Consumidores, ni con promesas de medidas de cooperación, de sensibilización social y de capacitación de los agentes públicos encargados de velar por el respeto a los derechos de propiedad intelectual. El Gobierno debería preocuparse por las medidas normativas, y si las Directivas permiten generosos márgenes de actuación al legislador nacional, lo que no puede hacer éste es limitarse a copiar la Directiva para acabar dejando todo en manos de los jueces. Es como si el invitado a la mariscada, ante la demanda del camarero, lo que le pide no es ni langosta, ni bogavante; no son nécoras ni cigalas; tampoco gamba blanca ni carabineros. Simplemente se limita a decir que lo que quiere son “proteínas”. Una mala ley, en fin, mal proyectada por el Gobierno y nada enmendada por los Grupos Parlamentarios de la oposición, que, a pesar de haber sido advertidos, tampoco reaccionaron. El resultado es toda una tomadura de pelo para el contribuyente.

3. Y mientras tanto...

Y mientras tanto, no es de extrañar las entidades de gestión tengan que acabar abogando, diciéndolo o sin decirlo, por un canon que grave todo cuanto pueda servir para almacenar obras protegidas. Y es que la ley, de hecho, grava el soporte por el solo hecho de ser susceptible de almacenar también obras protegidas (“equipos, aparatos y soportes materiales idóneos para realizar dicha reproducción”, dice el artículo 25.2), y ello aunque uno se compre unos CD o unos lápices de memoria para guardar en ellos fotos familiares, o textos legales, o sus informes o escritos forenses, o los trabajos de la Universidad.

Y mientras tanto, no hay pocas discográficas que colocan a sus obras dispositivos anticopia, con lo que la contradicción está servida: quien compra un CD y paga un canon, convencido de que ello está plenamente justificado porque lo que desea es duplicar lícitamente las canciones de un disco que compró y que le gustan mucho, se encuentra con que de nada le vale haber pagado el canon, pues las canciones vienen literalmente blindadas en el original.

Y mientras tanto, también se comienza a hablar de que el canon esté justificado, de paso (y ante las dificultades que entraña la persecución de las reproducciones ilegales, y la penuria de soluciones ofrecidas por ese absurdo artículo 140 para luchar contra el fraude), para que al menos “se vaya pagando algo”, con lo que finalmente se termina dando la razón a quienes usan en sus reflexiones de campaña electoral esos lugares comunes con los que empezaban estas líneas. En efecto, no se puede presumir que todo el que compra un equipo o un soporte lo hace para delinquir, como no todo el que compra una cubertería es para degollar a su esposa. Pero es que tampoco es verdad que sí se pueda presumir que lo hace para almacenar copias privadas legales. Yo le aseguro al lector que me haya seguido hasta aquí que en la fotocopiadora que tengo en mi casa no suelen colocarse ni libros de Derecho, ni comics de Astérix, ni novelas de Paco Umbral. Pero da lo mismo: mientras la tecnología no permita que la confección de las copias deje un rastro recognoscible, el canon continuará diseñándose, por la vía de hecho o por la de derecho, como un auténtico impuesto indirecto: no se paga por hacer copia privada lícita, sino por la posibilidad que uno tiene de hacerla, aunque nunca vaya a hacer uso de esa posibilidad.

¿Tiene sentido un canon por copia privada cuando cada vez hay más obras que salen al mercado blindadas en origen por medio de mecanismos anticopia?

Y mientras tanto, y paralelamente, las tarifas establecidas por las entidades de gestión por la utilización de los repertorios musicales en las salas de banquetes no dependen de la utilización efectiva del repertorio musical, y se está pagando la tarifa haya o no haya eventos ni celebraciones, y haya o no haya actos de comunicación pública en el local. Y también las empresas de autobuses pagan en función del número de vehículos matriculados, supongo que aunque el empresario no quiera equiparlos con equipos de reproducción musical. Y así sucesivamente...

Y mientras tanto, ahí radica la impopularidad, pero no solamente la del canon digital, sino, en general, de los sistemas de remuneración en su actual diseño. Pero el día en que los unos comprendan que el canon es algo necesario para retribuir equitativamente a los titulares de los derechos de propiedad intelectual y los otros comprendan que no siempre que uno compra un teléfono móvil es para tener guardada en su interior la discografía de Amaral, el debate dejará de estar teñido de tanta retórica barata.

Y mientras tanto, qué bueno sería que nuestros políticos tuvieran la brillantez que exhibían en la sesión del 14 de noviembre de 1876 Diputados como Gaspar Núñez de Arce, Manuel Dánvila, Víctor Balaguer, Emilio Santos, Mariano Carreras, Emilio Castelar e Ignacio Escobar: “la propiedad intelectual debe disfrutar los mismos derechos, los mismos beneficios que la propiedad común y que es, si cabe, más aceptable, porque más respetable que la propiedad material es la propiedad intelectual, pues ésta sólo Dios la pone en algunos entendimientos para que se creen un nombre, una posición, y con más raras excepciones, algunas veces se camina hacia la inmortalidad”. Y qué bueno sería también que los actores de la cejita circunfleja y la PAZ se hicieran merecedores de tan bellas palabras.

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