PRESUNCIÓN DE INOCENCIA Y CULTURA DEMOCRÁTICA
La cultura, en un sentido global, diferencia a los pueblos y distingue a las sociedades plurales y democráticas de los sistemas dictatoriales, que hurtan al ciudadano el acceso a la educación y al conocimiento.
Dice la Real Academia Española que, en su segunda acepción, cultura es "el conjunto de conocimientos que permiten a alguien desarrollar su juicio crítico". La primera de las definiciones que nos ofrece es más hermosa y plástica: cultura es cultivo, cultura es crianza.
Por completar el término, hay en el diccionario más usado de la lengua española una definición, que él mismo califica de popular, y que nos presenta la cultura como "el conjunto de las manifestaciones en que se expresa la vida tradicional de un pueblo".
Nada más acertado, si ponemos a la cultura en relación con la actualidad. Y, me temo, que por ahí va nuestra sociedad por un mal camino.
Hace unos días hemos asistido en nuestro país a un lamentable suceso, en el que un ciudadano, sin apenas solución de continuidad, ha pasado de ser presentado ante la opinión pública como un asesino -éste fue el término que hemos leído y visto en algunos medios de comunicación- a una situación, siguiendo la terminología mediática, de libertad sin cargos, sin tan siquiera haberle otorgado, en su momento, el beneficio, no ya de la duda, sino el de la ya habitual presunción de culpabilidad (y no me equivoco, hablo de presunción de culpabilidad, que es la que se usa habitualmente, pues nunca se habla de un presunto inocente).
No es objeto de esta reflexión indagar en las circunstancias que han rodeado el caso concreto y sí, en cambio, constatar cómo la sociedad, en su conjunto, no solamente los medios de comunicación, se erigió en un primer momento en juez y verdugo y después reaccionó a la manera de la peor de las tradiciones españolas: ejercitando el sálvese quien pueda y proclamando que la asunción de responsabilidades la tiene que hacer siempre otro.
La catarsis de la sociedad parece estar hecha. Se ha puesto en marcha el proceso lógico, aunque demoledor por lo que esconde y deja oculto: de un "culpable" hemos pasado ahora a "otros negligentes responsables".
Con todo, no es éste el único aspecto que me preocupa y me invita al análisis. Me sorprende, por supuesto, como jurista, el nulo respeto por el derecho a la presunción de inocencia, una de las grandes conquistas de la Revolución Francesa frente a los regímenes inquisitivos. Me molesta comprobar cómo exhibimos públicamente y sin pudor a quienes ya hemos condenado sin pruebas, sin un juicio justo, desde nuestra particular jauría humana. Y, a pesar de ello, no sé honradamente si lo que más me inquieta es constatar que la sociedad es capaz de asumir que pueden existir ciudadanos "de primera clase" y ciudadanos "de segunda".
Desde cualquier rincón del país, y en todos los ámbitos, políticos, sociales, culturales, no fueron pocas las voces que se levantaron para cuestionar la exhibición de detenidos, esposados y mermados en su movilidad, a los que -se dijo- se les añadía "la pena del telediario".
Se argumentaba que se dañaba así, gratuitamente y sin necesidad, la imagen y el honor de unos ciudadanos envueltos, ahora sí presuntamente, en turbios asuntos financieros y de corrupción política.
Por contra, no he visto, en los últimos días, a raíz del suceso del municipio canario de Arona, ni en cualquier otro suceso con los que desayunamos todos los días, reacciones similares. La opinión pública ha asumido, al parecer, la exhibición del detenido, también esposado, mermado en su movilidad, increpado por otros ciudadanos, como algo natural.
La perniciosa diferencia entre ciudadanos "de bien" y "los otros", "los malos", aquellos que hemos englobado directamente bajo el término de delincuentes -medie o no condena judicial-, resulta no solamente injusta y arbitraria, es sencillamente aterradora para la convivencia ciudadana y la paz social.
Reclamamos ahora, no sólo los medios de comunicación, sino la sociedad en general, y nos reclamamos a nosotros mismos, ejercicios de autocontrol en un proceso de flagelación individual y colectiva, que, si no fuera por lo dramático de la situación, induciría a llevar a la sociedad en bloque al diván del psiquiatra para, como dicen los jóvenes, "hacérnoslo mirar".
Pero ¿dónde quedan estos autocontroles y estas autocríticas, cuando los que se han considerado presuntos asesinos, o presuntos homicidas, o presuntos agresores, y han sido exhibidos públicamente como asesinos, homicidas, en definitiva como delincuentes, resulta que al cabo de cierto tiempo son absueltos de los delitos? ¿Por qué no nos rasgamos entonces las vestiduras como hemos hecho en esta ocasión?
Lamentablemente, el tiempo nos condiciona. Tres días permiten la disculpa, el reconocimiento del error -aunque sea de otros- y uno o dos años sólo sirven para el olvido. Y allí, en el olvido, se quedan el honor resquebrajado, la imagen maltratada, la reputación nunca recuperada y, por supuesto, el derecho a la reparación.
La presunción de inocencia es algo más que una mera declaración de principios democráticos, es un derecho fundamental que tiene una doble dimensión. De un lado, es una regla probatoria o regla de juicio y, de otro, regla de tratamiento del imputado, no siendo posible concebir ambas dimensiones por separado: el sospechoso ha de ser tratado como inocente mientras no se demuestre lo contrario, a través de un juicio justo, celebrado con todas las garantías, en el que se acredite la culpabilidad de la persona, sólo entonces podrá el Estado imponer la pena. Es, llanamente, una de las piedras angulares del Estado de derecho. Se tardaron siglos en la conquista de este derecho, su defensa nos compete a todos.
Quiero resaltar que el tratamiento de inocentes, que va íntimamente ligado a nuestra persona mientras un juez no diga lo contrario, en la sentencia, debe de alcanzar a todos los ciudadanos, sin primeras ni segundas divisiones, y en todos los momentos temporales, y que ante la ley la reputación, la dignidad, el honor, la imagen de cualquier ciudadano ha de situarse en un plano de igualdad sin distinciones, basadas en estatus o condiciones sociales.
En 1966, Arthur Penn dirigió con su habitual sabiduría un escalofriante drama, La jauría humana. En aquella película, sin duda obra maestra, se retrató a una sociedad vengativa, que descargaba en el sospechoso todas sus frustraciones y vanidades, y que respiraba aliviada cuando ejecutaba su particular sentido de la justicia.
Con la lógica distancia del tiempo, de la época, de la propia ficción (inolvidables interpretaciones de los actores Marlon Brando y de Robert Redford), los ciudadanos hemos reaccionado aplicando también un particular -y cambiante, según uno sea ciudadano "de primera" o "de segunda"- sentido de justicia, y hemos tenido que esperar para siquiera mínimamente disculparnos al momento en el que ya no hay un "culpable" mediático, sino un ciudadano en libertad porque así lo ha dispuesto quien lo tiene que hacer, un juez.
Cuando, si se me permite el tópico, el menos común de los sentidos -en la sociedad y en cada uno de nosotros- es el sentido común, cuando la cultura tiene mucho de sentimiento populista tradicional y poco, desgraciadamente, de cultivo para el conocimiento y el análisis crítico, cuando pasa todo eso, sucede que los ciudadanos andamos despistados, esclavos como somos de una realidad mediática absorbente.
Se está, entonces, cerca del linchamiento y de la venganza, lejos, por tanto, de la Justicia.