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La Constitución amenazada; por Jorge de Esteban, Catedrático de Derecho Constitucional

10/12/2009
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El día 9 de noviembre de 2009, se publicó, en el diario El Mundo, un artículo de Jorge de Esteban, en el cual el autor opina que para evitar la amenaza a nuestra Constitución se debe proceder a la reforma total de su Título VIII. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

LA CONSTITUCIÓN AMENAZADA

En memoria de mi colega y amigo Jordi Solé Turá

Es cierto que todas las Constituciones, en los países que las adoptan, nacen con vocación de eternidad. Es más: incluso sus autores querrían esculpirlas en bronce, como ocurría en la Roma clásica, para, evitar su reforma y conseguir así su supervivencia eterna. Pero desde el punto de vista del constitucionalismo democrático, esto no es de recibo. Así las cosas, nuestros constituyentes decidieron también que su obra debería perdurar hasta el fin de los siglos, cometiendo, de este modo, su mayor equivocación entre las varias que se pueden detectar en la Constitución vigente.

En efecto, cerraron la puerta a las reformas razonables y, sin embargo, dejaron abierta la ventana a una reforma inconfesable, que se puede llevar por delante, como un vendaval, a la propia Norma Fundamental, desde el momento en que, pecando de ingenuidad, redactaron un Título VIII con el que todo es posible.

Esto es, en su redacción, que se justifica para contentar a los nacionalistas vascos y catalanes, no cabe el concepto maximalista de la autodeterminación, pero sí el minimalista o interno, que se puede conjugar sin la inevitable secesión de un territorio del Estado a que pertenezca. En este caso, se circunscribiría únicamente al reconocimiento del autogobierno de una o de todas las partes de un Estado, pero sin salirse de él. Esta segunda acepción, minimalista o interna, es, pues, por la que optaron en su origen los nacionalistas catalanes, inicialmente, de forma tenue, con la reivindicación de la Mancomunidad, en los primeros años del siglo XX.

Sin embargo, no conviene olvidar ciertamente que, durante la corta duración de la I República, el 8 de marzo de 1873 ya se había proclamado el Estado catalán por primera vez. La segunda fue con motivo de la llegada de la II República, el mismo 14 de abril de 1931 y, por tanto, mucho antes de que se aprobase la Constitución por la que debería regirse España. Y, la tercera, se produjo como consecuencia de la victoria de la derecha en las elecciones generales que no aceptaron esos demócratas, el 6 de octubre de 1934. En consecuencia, tanto los nacionalistas vascos como los catalanes, que no llegan a la mitad de la población en ambos casos, aspiran desde hace más de un siglo a ejercer el llamado principio de autodeterminación de los pueblos para separarse de España y crear su propio Estado.

Con estas premisas era evidente que tanto en el proceso constituyente de 1931, como en el de 1978, había que encontrar una fórmula para controlar esta materia de alto voltaje. Sin embargo, no sólo no se hizo así, sino que en ambos casos se adoptó un sistema que en lugar de frenar las aspiraciones secesionistas de los nacionalistas vascos y catalanes, las facilitaban para poder llegar a donde hemos llegado, en este caso, con la complicidad del presidente del Gobierno.

En efecto, la mejor manera de lograr la integración de unos y otros era mediante la adopción del concepto minimalista o interno del principio de autodeterminación, según la doble alternativa de reconocérselo sólo a las tres regiones con mayor sentimiento identitario -esto es, País Vasco, Cataluña y Galicia- o, por el contrario, construir un Estado federal con igualdad de trato para todos los estados regionales que lo integrasen. Pues bien, los constituyentes de 1931 -unos absolutos irresponsables respecto a lo que estaba en juego y unos supinos ignorantes del Derecho Constitucional- quisieron inventar algo nuevo con esa concepción que bautizaron como Estado “integral”, pero que ni ellos mismos sabían lo que significaba, tratando de crear una nueva categoría de Estado compuesto. De este modo, se procedió a adoptar un derecho a la autodeterminación de cada región española, basándolo en el principio dispositivo de que se podía acceder o no a la autonomía, cuando se quisiera y con las competencias, dentro de un límite, que se quisiera.

La corta vida de la II República impidió que se llegase a agotar este derecho a la autodeterminación interna, que ya habían ejercido Cataluña, País Vasco y, en parte, Galicia. Pero, aunque no hubiera estallado la Guerra Civil, cualquier experto en Derecho Constitucional, habría augurado un futuro incierto para ese invento español. Desde luego no existió, entre nosotros, un debate ni siquiera parecido lejanamente al que hubo, por ejemplo, en el proceso constituyente de las 13 ex colonias británicas, que dio lugar a que se aprobase la Constitución más antigua todavía vigente en el mundo y que inventaron, ellos sí, el sistema presidencialista de gobierno, el control de constitucionalidad de las leyes y, en fin, el sistema federal, solucionando así la provisionalidad de la Confederación que había durado unos pocos años.

En este escenario, brillaron, por ejemplo, las tesis opuestas de Thomas Jefferson y de Alexander Hamilton, pues mientras el primero era partidario de repartir más el poder entre los nuevos estados, Hamilton, por el contrario, sin abdicar de su federalismo, defendía la supremacía del Estado federal sobre los estados miembros.

En nuestro caso, el despiste constitucional de juristas como Jiménez de Asúa fue sorprendente, pues creían haber encontrado la fórmula mágica para resolver nuestro problema histórico. Así señalaba, por ejemplo, que “deliberadamente no hemos querido decir en nuestra Constitución que España es una República Federal, no hemos querido declararlo, porque hoy tanto el unitarismo como el federalismo están en franca crisis teórica y práctica. Sirva de ejemplo el caso de Alemania. Vemos en su Constitución de 1919 cómo se ensanchan los poderes del Reich y cómo los antiguos Estados reciben el nombre menos ambicioso de Lander. El Estado federal alemán va transformándose en Estado integral (sic)…”.

Pues bien, lo terrorífico de la situación actual es que en 1978, a fin de resolver el eterno problema de la vertebración de España, se volvió la mirada otra vez a la perniciosa Constitución de 1931, empeorándose incluso el sistema que había fletado ésta, con un reparto de competencias absolutamente confuso que conlleva a que estemos siempre en un proceso constituyente, que convierte a nuestra Constitución, como dije hace 28 años, en una norma inacabada porque no expone el diseño final de nuestro Estado. Ahora bien, a trancas y barrancas, en el año 2004 teníamos un Estado Autonómico provisional que podía haber durado de forma indefinida.

El Gobierno presidido por Rodríguez Zapatero, aun no siendo culpable directo de nuestra odisea constitucional, cometió la imprudencia de soltar las amarras que frenaban a los nacionalismos vasco y catalán. Porque el error enorme de nuestros constituyentes y gobernantes no fue sólo el de imitar y empeorar el sistema de descentralización territorial de la II República, sino que lo potenciaron incluso con una ley electoral que favorece a los partidos nacionalistas, permitiéndoles desempeñar un papel abusivo en la política nacional.

La consecuencia es que el reconocimiento del derecho a la autodeterminación en su acepción minimalista o interna, que hubiese podido satisfacer las ambiciones minoritarias de los nacionalistas de haberse regulado bien y de forma definitiva, lo que ha conseguido, al ser un proceso constituyente o estatuyente interminable, es que ha dado paso a que se esté reivindicando ya el derecho de autodeterminación maximalista, externo o separatista. Y ahí estamos.

El pecado mortal del presidente del Gobierno no proviene únicamente de haberse dejado seducir por las sirenas nacionalistas, sino, sobre todo, de que no es consciente de que no es posible una revolución constitucional como la que ha emprendido, sin contar con el apoyo de media España, representada por el Partido Popular. Si el Tribunal Constitucional no lo remedia, nuestro Estado se convertirá en un cascarón vacío, al haber transferido muchas de sus competencias al Estatuto de Cataluña.

El Consejo de Estado, en su dictamen reciente, lo dejó muy claro, al reconocer que deben quedar claras cuáles son las competencias exclusivas del Estado. Pero si Zapatero oyó a las sirenas nacionalistas, no escuchó lo que le recomendó el alto organismo consultivo. En definitiva, no quedan más que tres posibilidades ante el horizonte político que ya está emergiendo, si se quiere encontrar el modelo perdido de Estado:

Que todo siga igual, y entonces todo cambiará, a diferencia de lo que decía Lampedusa, pero a peor evidentemente. Que el Tribunal Constitucional, iluminado por el espíritu paráclito consolador, eche abajo el inconstitucional Estatuto de Cataluña y a todo lo que se le parezca. Y, por último, que los dos grandes partidos nacionales lleguen al acuerdo y al convencimiento de que la única forma de arreglar este desaguisado, es rectificando a los padres constituyentes, para proceder a la reforma total del Título VIII de la Constitución y, previamente, de la ley electoral, porque sólo así se podrá evitar la amenaza a nuestra Constitución.

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