LO QUE NO RESOLVERÁ LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL
A estas alturas y cualquiera que sea el contenido o la fecha en que se publique, es muy probable que la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña deje muy abiertas y sin resolver cuestiones que se plantearon a la institución y otras adicionales que ha suscitado su misma actuación. Empezando por las últimas, no parece que el Tribunal vaya a ser capaz de disipar serias dudas sobre la idoneidad de sus miembros para enfrentarse a un asunto como el que han abordado. No se trata de la competencia técnica de cada uno de los magistrados que tendría que darse por supuesta.
Se trata de la capacidad del colectivo para comprender que la caducidad flagrante de algunos mandatos y la persistente dificultad para arribar a acuerdos ampliamente sustentados le recomendarían una prudente autocontención. Especialmente, en el momento de examinar un importante acuerdo político amparado por las correspondientes mayorías parlamentarias y por la preceptiva ratificación popular.
El hecho es que el recurso al Tribunal y su accidentado y dilatado tratamiento han abierto profundos interrogantes respecto del papel de la institución cuando acepta enfrentarse a un texto refrendado por la mayoría popular. Sea cual fuere la orientación de una eventual sentencia, seguirá sin respuesta convincente la pregunta sobre la procedencia de que sobre aquel refrendo ciudadano se imponga una decisión ulterior del Tribunal. Porque no dejará de ser también una decisión política aunque se formalice jurídicamente.
En lo sustantivo de la cuestión, será muy difícil que la sentencia disipe el denso clima de desencuentro entre una parte mayoritaria de la opinión pública catalana -no constituida sólo por independentistas- y una parte mayoritaria de la opinión pública -no sólo formada por conservadores- en el resto de España. El Estatuto de 2006 fue en su origen y en buena medida un intento para combatir aquel clima con una recuperación del espíritu que llevó al pacto constituyente de 1978. Ya sé que para algunos que se aferran de buena fe a un tipo determinado de positivismo constitucional no puede admitirse la existencia de tal pacto porque no reconocen a una de las partes. Evitar este reconocimiento me resulta tan ilusorio como evitar la referencia a España -y no sólo a su Estado- cuando se trata de identificar a un sujeto político de entidad política innegable.
El pacto de 1978 había visto desgastada su legitimidad ante la opinión pública catalana. En gran medida a causa de las interpretaciones restrictivas que sus disposiciones habían recibido por parte de las instancias estatales. El desgaste de la confianza en el acuerdo estatutario lo señalaban desde hacía tiempo importantes indicadores. De entrada, las mayorías electorales en Cataluña. Pero no solamente. Circuló en su momento la leyenda urbana de que el nuevo Estatuto era un objetivo impopular. Fue calificado a menudo como simple pretexto para satisfacer aspiraciones más o menos inconfesables de determinadas élites. Esta interesada leyenda urbana fue difundida generosamente pese a que los datos disponibles señalaban de manera persistente que más del 70% de la sociedad catalana reclamaba un mayor grado de autogobierno. Eran datos contrastados de forma reiterada por el Centro de Investigaciones Sociológicas y no sólo por instituciones catalanas.
Lo cierto es que, a lo largo de su gestación, el texto que dio lugar al nuevo Estatuto de 2006 fue objeto de sucesivas reducciones respecto de sus pretensiones originales. En el curso de una observancia escrupulosa del procedimiento constitucional, el proyecto experimentó sustanciosas modificaciones a la baja. A pesar de lo cual, el texto fue aceptado por muchos catalanes como el único posible en las circunstancias del momento.
Si la sentencia del Tribunal insiste ahora en reducir el alcance del acuerdo estatutario de 2006, nadie debería sorprenderse de que siga creciendo en nuestra escena política aquel oscuro clima de desafección al que se ha referido en más de una ocasión el siempre ponderado presidente Montilla. Esta desafección incorpora actitudes de alejamiento e indiferencia con efectos políticos innegables. Con respecto al sistema político catalán, pero también con respecto al sistema político español. Si las aspiraciones contenidas en el Estatuto sobrepasan cualquier interpretación posible de la Constitución, será más difícil para muchos seguir prestando su confianza al código de 1978.
Sin desembocar forzosamente en ruidosa hostilidad, es imposible ignorar que tal pérdida de confianza debilitaría el apoyo que cualquier sistema político necesita para conservar un grado suficiente de legitimidad. Es frecuente aludir a los déficits de legitimidad que padecen hoy nuestras democracias. Si bien es cierto que no le corresponde al Tribunal la responsabilidad exclusiva de compensarlos, tampoco puede permitirse contribuir a su agravamiento.
Se ha rumoreado también en algún momento que la moneda de cambio para frenar voluntades dispuestas a cercenar partes sensibles del Estatuto podría ser la amputación de lo que allí se establece con respecto a la administración de justicia. Si ahí estuviera efectivamente una moneda de cambio, sería más explicable por la presión de intereses corporativos que por el peso de argumentos sustantivos. Quienes han leído el texto comprueban su respeto a la unidad estatal del poder judicial y la clara exclusión de una "justicia autonómica".
El texto asegura la existencia de una magistratura cuya selección, designación, promoción, retribución, inspección y capacidad de control siguen en manos de órganos del Estado y no de la Comunidad Autónoma. En sólo 10 artículos dedicados a la justicia, son más de 20 las remisiones a la Ley Orgánica del Poder Judicial que el texto asume. Nada tiene que ver, por tanto, con una estructura jurisdiccional parecida a la que funciona en Alemania, Suiza o Canadá.
Si el Tribunal optara ahora por hincar el bisturí en aspectos laterales contemplados por el Estatuto al tratar de este asunto, tendríamos una nueva señal de que el inmovilismo corporativo sigue pesando sobre un servicio público de la justicia cuyos resultados -por decirlo benévolamente- dejan mucho que desear. Una situación que lastra también gravemente la credibilidad de la democracia española.
Son varias, pues, las cuestiones pendientes, todas ellas de calibre político más que notable. Puede afirmarse con fundamento que no cabe reclamar al Tribunal la solución de problemas de los que no puede ser considerado responsable. Pero es exigible que no sea un obstáculo para su resolución. O que no los agrave con sus actuaciones. Porque si lo hace, contribuirá a dificultar el inicio de un recorrido post-sentencia que sería deseable emprender por parte de quienes -en Cataluña y en el resto de España- quieren mantener todavía la expectativa de una relación menos incómoda y han resistido hasta ahora las tentaciones de una irreversible indiferencia o de una drástica ruptura.