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Europa como una bella arte; por Francisco Sosa Wagner, catedrático y eurodiputado por UpyD

25/11/2009
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El día 13 de noviembre de 2009 se publicó en el diario El Mundo un artículo de Francisco Sosa Wagner, en el cual el autor opina sobre una sentencia del Tribunal Constitucional alemán del pasado junio referida al Tratado de Lisboa. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

EUROPA COMO UNA BELLA ARTE

Enredados como estamos en asuntos nacionales que nos ahogan en tinta, poco se ha reparado en lo que puede significar para la construcción europea una sentencia del Tribunal Constitucional alemán del pasado junio referida al Tratado de Lisboa.

Lo dicho por los jueces de Karlsruhe es muy importante por el enorme prestigio del que gozan estos juristas y porque la mayoría de los tribunales constitucionales europeos están construidos a imagen y semejanza del germano, lo que vale para países como España y, aún más acusadamente, para los del Este europeo, en cuyas leyes han participado directa o indirectamente los mismos magistrados alemanes. Para comprobarlo no hay más que leer las memorias de Roman Herzog, quien fuera presidente del Tribunal Constitucional alemán -y después, jefe de Estado de la República Federal-: Jahre der Politik. Die Erinnerungen, Siedler, 2007. El hecho de que en la República Checa se haya recurrido a su Constitucional para poner palos en la rueda de la ratificación trae su causa directa del ejemplo alemán.

Muy resumidamente, para no torturar al lector, ¿qué es lo que nos dice en rigor el juez germano? Por un lado, otorga su visto bueno al trabajo de Lisboa, pero, antes de su definitiva ratificación, impone al poder legislativo reforzar los derechos de participación del Parlamento en todas aquellas cuestiones en las que se limite la soberanía nacional, porque la Unión Europea no puede llegar con sus competencias a vaciar el núcleo de la “estatalidad” alemana. De otro lado -afirman los magistrados-, con el déficit democrático que padece la actual Europa no se puede avanzar hacia una federación, por lo que se impone asegurar “la identidad material de la Constitución alemana así como su identidad nacional”.

Allí a las instituciones se las toman en serio, y a ningún político se le ocurriría decir -como ocurre en los pagos hispanos- que le importa una higa lo que diga el Tribunal Constitucional. Por eso, con disciplina germana, antes de las elecciones del pasado septiembre, se aprobaron cuatro leyes que regulan, de un lado, el papel del Parlamento respecto de la UE y, de otro, las relaciones entre el Gobierno federal y el Parlamento.

Doctrina peligrosa la establecida por estos sabios de vistosas togas rojas. Queriendo apuntalar el poder interno del Estado, en realidad hacen perder a todos: al Parlamento alemán -pero lo mismo ocurriría a cualquier otro Parlamento, el español, por ejemplo-, pues se le encomiendan unas funciones en la política europea que exceden abiertamente de sus posibilidades funcionales; al Gobierno alemán -y lo mismo diríamos del español-, porque se le ata un brazo al rebajar su margen de actuación a la hora de trabar compromisos con las autoridades europeas; y pierde en fin la Eurocámara, a la que se le niega -con especiosos y mal hilvanados argumentos- nada menos que la legitimidad democrática. El único que gana, como ha destacado Hartmut Marhold, director del Centro de Formación de Europa con sede en Niza, es el propio Tribunal Constitucional (Karlsruhe über alles) que, con su sentencia, parece ignorar un hecho de gran bulto y es que el Estado nacional y su “identidad constitucional” han perdido ya sus contornos tradicionales al estar sufriendo una transformación sustancial, consecuencia del irreversible proceso de mundialización de los problemas de la Humanidad y de esa devaluación de las fronteras que Schuman postulaba.

No, señores magistrados. El futuro, que es un surtidor de novedades, va en otra dirección. Europa ha conseguido mucho en sus años de andadura: ha asumido la existencia de un interés general superior al de los estados que la componen; ha puesto en pie instituciones democráticas que no existen en ningún otro continente; ha trenzado unas fórmulas de cooperación inéditas y, lo que es más importante, ha instaurado la solidaridad de los ricos con los pobres (ahí están los fondos estructurales y de cohesión como testimonio), prueba irrefutable de la existencia de una conciencia común. Queremos todavía más, pero debemos saber que la suma perfección es un horizonte al que sólo nos acercaremos si nos hacemos no sólo creyentes, sino practicantes del credo europeo.

Ese horizonte es para mí un horizonte federal. En tal sentido, los Estados Unidos de Europa son un buen sueño para movilizar a los europeos siempre que admitamos que la América federal no se construyó en un fin de semana, sino a lo largo de un siglo largo con episodio bélico incluido. Nosotros podemos estar orgullosos de haber descartado la guerra como medio para resolver los conflictos sustituyéndola por los textos legales y por las sentencias del Tribunal de Luxemburgo. Es magnífico que en la construcción de Europa se hayan reemplazado los ejércitos y las piezas de artillería por los razonamientos jurídicos. Se me dirá que son poco amenos, que están redactados a trompicones y con alarmas de opacidad, y es verdad, pero siempre serán mejores que el campo de batalla. De un pleito se vuelve con una sentencia adversa, no con una pierna de menos o en un ataúd.

Ahora la UE necesita avanzar. El federalismo europeo no se puede decidir por decreto, es un producto que se forma con el acarreo pausado y meditado de los materiales apropiados. De la misma forma que las organizaciones sindicales y las patronales ya están organizadas a escala europea y las empresas trenzan sus lazos entre los países como pulposos grupos de presión, los partidos políticos -o coaliciones de los mismos- han de hacer lo propio para que, en las elecciones europeas, los ciudadanos voten listas europeas de las que ha de salir el presidente de la Comisión, quien, a su vez, podrá elegir a los comisarios. Sobre la base de las instituciones que ya existen y de la existencia de la moneda común, es preciso llegar a la formulación de una política económica, fiscal y social a escala europea, ya sea liberal, socialdemócrata, verde o rosa, color que proceda en función de los resultados que arrojen las urnas.

ELLO OBLIGARÁ a que esas formaciones políticas trasladen a los ciudadanos proyectos concretos para explicar su modelo o para afrontar éste o aquel problema. Porque está claro que el lastre mayor de la actual Europa no es el tan mentado “déficit democrático” ya que el Parlamento Europeo tiene las mismas servidumbres y las mismas grandezas que cualquier Cámara nacional (por de pronto, hablar en él es más fácil que hablar en el Congreso de los Diputados español). Se trata de una acusación que trae ya claros aromas de pereza mental, pues cada vez tiene menos consistencia.

Lo grave es algo muy distinto, y es el hecho de que las familias políticas europeas no aciertan a explicarnos cuáles son sus metas y sus métodos, sus anhelos y los peldaños de la escalera necesarios para llegar a ellos. Esto se ha visto con crudeza en la última elección a presidente de la Comisión: nada menos que el socialismo, en cuyas filas han destacado en el pasado personajes capitales de la construcción europea como Jacques Delors, se halla ahora mudo ante la oferta de un liberalismo desvaído y oportunista que tiene sabor a guiso recalentado.

Ahí está el problema y el desafío que tenemos por delante. Para afrontarlo es muy importante que los árboles de las directivas, de los reglamentos, de los miles de papeles que circulan todos los días en todas las direcciones por las oficinas de Bruselas, nos dejen ver el bosque en el que estamos, para conocer sus entradas y salidas, sus zonas de luz viva, sus penumbras moribundas, sus sombras y también sus charcas y sus aguas pantanosas.

Hay un mundo que agoniza y un mundo que nace, y Europa el lugar exacto en el que ambos se cruzan. La sentencia alemana tiene las barbas canosas del pasado, un rostro juvenil y lampiño debería mostrarnos la ruta para irrumpir en un espacio que clama por estrenar nombre y títulos. Europa como bella arte.

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