EL TALÓN DE AQUILES DE LA DEMOCRACIA
Unos de los problemas básicos que plantea la lucha por los derechos humanos es el de su propia concepción, esto es, el de su equilibrio. Efectivamente, los derecho humanos aparecen aprisionados entre dos visiones discutibles. La primera considera que, al ser las grandes declaraciones de derechos humanos de inspiración greco-latina y judeo-cristiana, no tienen en cuenta otras concepciones del hombre. Al negarse así su universalidad, algunos países se escudan en esta coartada para no sentarse en el banquillo de los acusados. Esta visión olvida que, después de la Segunda Guerra Mundial, el tema de los derechos humanos marca un punto de no retorno en el orden internacional.
Para la segunda concepción, los derechos humanos tenderían a alargarse hasta el infinito. Vendrían a ser un universo en expansión, una espiral de reivindicaciones infinitas, que exigiría una avalancha de nuevas declaraciones. Es lo que se ha llamado un concepto multiuso de los derechos humanos. La primera visión tiende a ser manipulada por los nuevos totalitarismos; la segunda corre el riesgo de su instrumentalización por los falsos humanismos.
Siempre he creído que la lucha por los derechos humanos se plantea como un esfuerzo continuado de millones de personas que, como apunta Cassese, intervienen de mil modos en las mil encrucijadas del acontecer humano. Un ejército en el que son necesarias desde los objetores de conciencia, hasta anónimos operadores del Derecho. También a esta lucha están llamados los grandes conductores.
La base: dignidad de la persona
Cuando The Wall Street Journal decía, hace tiempo, que Juan Pablo II se empeñó en construir la estructura moral de la libertad, apuntaba a una concepción de los derechos humanos basada sobre la dignidad de la persona humana. Algo parecido a lo que acaba de proclamar Benedicto XVI en su reciente discurso a las Naciones Unidas, al decir que los derechos humanos están basados y plasmados en la naturaleza trascendente de la persona, que permite a hombres y mujeres recorrer su camino de la fe y su búsqueda de Dios en este mundo. Su respeto continúa siendo la estrategia más efectiva para eliminar las desigualdades entre países y grupos sociales y para aumentar la seguridad mundial.
Naturalmente, en el elenco de derechos humanos, el de libertad religiosa aparece radicado en la primera de las libertades. Por eso mismo ha insistido el Papa Ratzinger en que es inconcebible que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos su fe- para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos. Una clara advertencia para los regímenes o los Gobiernos que quisieran relegar a los cristianos o a los católicos a las catacumbas sociales.
Juan Pablo II decía que las lágrimas de este siglo han preparado el terreno para una primavera nueva del espíritu humano, con lo que a la postre apuntaba a un optimismo antropológico, que pasa necesariamente por un nuevo milenio en el que los derechos humanos acaben siendo los verdaderos protagonistas. Para ello, los derechos fundamentales, en mi opinión, deberían ser rescatados de las presiones de las minorías y de las imposiciones de las mayorías políticas. Cuando hace años se cumplió el medio siglo del inicio de ese drama judicial que fueron los juicios de Nuremberg contra los criminales de guerra nazis, me permití resaltar los efectos beneficiosos que tuvieron en el contexto general de los derechos humanos en su versión jurídica. Al rechazar la tesis de la obediencia debida a la ley nacional-socialista y a la cadena de mando, cuando ordena atrocidades, potenció la función ética que, en la teoría clásica de la justicia, corresponde a la conciencia personal. Nuremberg demostró que la cultura jurídica occidental se fundamenta en los valores jurídicos radicales, por encima de decisiones de eventuales mayorías o imposiciones plebiscitarias.
La profesora Matlary, de la Universidad de Oslo, acaba de apuntar que existe un proceso de debilitación de los derechos humanos como fuente de autoridad, paralelo al de su aparente reforzamiento en cuanto punto de referencia obligado en todos los proyectos políticos de uno u otro signo. La clave de esta erosión radica en el escepticismo jurídico o político que renuncia a definirlos de forma clara y objetiva; para algunos, el verdadero talón de Aquiles de la democracia en la Europa Contemporánea. Matlary se eleva por encima de este desaliento ontológico para concluir que la postura relativista es insostenible, mientras que la postura racionalista es posible. Un excelente punto partida para restaurar la lógica en la política occidental.