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LUIS MORELL OCAÑA, In Memoriam

11/01/2008
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Por Santiago Muñoz Machado, Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid

Acabábamos de salir espoleados de la capital para guarecernos de sus exigencias en cualquier parte, aprovechando las festividades navideñas, cuando un mensaje del maestro García de Enterría me advirtió que Luis Morell había muerto el día anterior, por la tarde. Llegó el mensaje el Día de los Inocentes y me habría gustado tener alguna razón para no creérmelo. Pero, aunque inesperada, era verdad la huida final de Luis de cualquier exigencia mundana, sin ninguna advertencia previa, sin molestar ni reclamar especiales atenciones. Genio y figura, se fue de la vida con la misma elegancia con que la había transitado.

Desaparece con él una buenísima persona, un trabajador infatigable y un jurista sobresaliente forjado a lo largo de muchísimas horas de estudio, primero en sus años de opositor, luego al servicio de la Administración pública y, al cabo, como Catedrático y Abogado.

El primer escrito de Luis Morell que cayó en mis manos, hace ya muchísimos años, fue un tema de oposiciones. Estaba redactado sobre cuartillas con una letra minúscula y subrayado en rojo y azul; se advertía que había usado regla al iluminarlo porque los trazos eran firmes y rectos. Luego tuve en mis manos algunos cientos más, todos con las mismas hechuras. Su amigo Pedro Sanz Boixareu, que tutelaba entonces mi aprendizaje como jurista, me abrió camino hacia dicha fuente doctrinal insólita. En aquel tesoro estaba resumida toda la ciencia posible, expuesta, ante mis asombrados ojos de primerizo, con un pormenor y minuciosidad extraordinarios. Había acumulado todos aquellos estudios monográficos (es más justo denominar de esta manera a tal compendio de ensayos) en sus tiempos de opositor al Consejo de Estado. De aquellas carpetas inverosímiles tenía, además, versiones en miniatura, de bolsillo, que le permitían transitar por cualquier parte con sus temas a cuestas y consultarlos enseguida cuando el menor fallo de memoria le metía los demonios familiares de opositor en el cuerpo.

Tenía yo entonces la carrera recién acabada y aprendí enseguida de Luis la manera de ser un aplicado opositor. Le imité en lo que pude pero, en todo caso, recibí de él y de Sanz Boixareu una aceleradísima educación de cómo puede un jurista novato convertirse en servidor público y ejercer el oficio con dedicación y honestidad.

Luis Morell estuvo en la Dirección General de Sanidad, dependiente entonces del Ministerio de la Gobernación. Eran los primeros años setenta del siglo XX pero los principios de organización de la Sanidad pública no habían cambiado desde el siglo XIX. Fundamentalmente se consideraba una acción de policía y orden público y era, por tanto, al cobijo del Ministerio de la seguridad donde mejor podía encuadrarse.

De esta época procede una parte influyente de su bibliografía. Sirvió para poner en valor por primera vez en nuestra historia la importancia de los problemas jurídicos del sector sanitario y la necesidad de su reorganización. Sólo un libro de Martín González se había tomado el sector jurídicamente en serio hasta aquel momento. Aunque la monografía de este último autor, meritosísima, fue más bien una excusa para exponer, también con una profundidad y extensión desconocida hasta el momento por nuestra doctrina, la teoría de la discrecionalidad administrativa. Con el apoyo de los pocos estudios existentes trabajó Luis entonces con José Manuel Romay, mientras éste fue Secretario General de la citada Dirección General de Sanidad, en la elaboración de una ley de Sanidad que pusiera al día técnicamente el ordenamiento sanitario, dejado por entero de la mano del Derecho y regido a impulsos de la seguridad pública.

Por pocos meses de diferencia no coincidí con Luis Morell en Sanidad cuando ingresé en el Cuerpo Técnico de la Administración Civil del Estado, pero encontré allí su huella. Poco después lo tendría como jefe directo cuando ocupó el cargo de Secretario General Técnico del Ministerio de la Presidencia del Gobierno, con Antonio Carro de Ministro. Acababan de matar a Carrero Blanco, y Franco empezaba a morirse definitivamente. El primer amago serio que hizo la Parca sobre el menudo cuerpo del Dictador (desde mucho antes nos saludábamos por las mañanas en la Facultad los jóvenes aspirantes a profesor asegurando, de buena fuente, que la enfermedad era irreversible y de efectos fulminantes), fue respondido desde el Ministerio creando un equipo, que Luis dirigió y se reunía en su barroco despacho de la planta baja del palacete de Castellana 3, que había de ocuparse de preparar todos los documentos, declaraciones, procedimientos y resoluciones que se usarían, en su momento, para constatar la muerte del Jefe del Estado, decidir sobre la exposición y entierro de su cadáver, las publicaciones consiguientes y aseguramientos debidos, hasta llegar a la proclamación del sucesor, sin que entre el rey muerto y el Rey puesto se produjera ninguna paralización en el funcionamiento ordinario de la Administración Pública. Aquellas carpetas de documentación se archivaron cuando Franco salió con vida de la tromboflebitis del 75, pero se usaron algunos meses después.

No puedo recordar con exactitud, ya que escribo esta nota acongojado por su muerte y aprovechando los datos que se me vienen a la memoria, sin orden ni cotejo, si fue inmediatamente después de aquella experiencia cuando se incorporó al Instituto de Estudios de Administración Local. Estuvo allí cuando la calle Santa Engracia, donde ha estado siempre la sede del Instituto, se llamaba todavía Joaquín García Morato. Por tercera vez en mi vida me encontré con él. Ahora me había adelantado a su llegada. Durante la carrera vivía yo en la casa de enfrente y había ocupado en su maravillosa biblioteca (a cuya oscuridad debo, no obstante, mi precoz vista cansada) muchas horas dedicadas a curiosear, más que a estudiar, y a ayudar a Enrique Orduña a fichar los libros y revistas que se adquirían. Allí ha estado siempre para mí la fuente donde encontrar cualquier texto. Sigue estándolo; me basta con llamar a Orduña, desde entonces buen amigo, para que supla inmediatamente cualquier déficit de mi biblioteca, aunque ya no está en el íntimo rincón de Santa Engracia sino en el frío caserón de la calle Atocha.

De aquel período procede la intensa dedicación de Luis Morell al estudio del Derecho local. La salida de los cargos que había ocupado en la Administración activa constituyó una fortuna para todos nosotros porque, a partir de aquel momento, recuperamos para siempre al estudioso profesor Morell, vuelto hacia la dedicación universitaria. Empezó esta nueva carrera publicando casi simultáneamente dos monografías, sobre organización una y relaciones interadministrativas otra, que se puso debajo del brazo para presentarse ante un nuevo tribunal: el que había de proponerle como agregado (inmediatamente catedrático) de Derecho Administrativo. Iba sobrado, como suele decirse ahora. Ante sus temores por si no había publicado todavía suficiente, recuerdo que sus amigos solían animarle asegurándole que nadie tenía, entre sus pares, un tesoro equiparable al de sus trabajos acumulados de la época de opositor. Le bastó, en efecto, con tirar de archivo, dar forma y añadir un poco de su consolidada erudición a sus innumerables escritos, para convertirlos en obras doctrinales acabadas y admirables.

Esa línea de investigación alrededor del Derecho local ya no la abandonó nunca. Aparentemente concluiría en una obra general y sistemática sobre el régimen de la Administración local que compendia muchos de sus trabajos y que llegó a publicar, pero sus aportaciones no estaban concluidas. Sé que tenía avanzado un libro de comentarios, en colaboración con su hijo Álvaro (también interesado como Secretario de Administración local en los mismos temas), que yo mismo le había invitado a escribir y que espero que sea posible publicar pronto.

Me consta también su intensa relación, como Abogado, con innumerables Ayuntamientos y con las principales asociaciones de cuerpos de funcionarios de la Administración local, a los que apoyó y defendió, y para los que realizó muchísimos estudios que, como los apuntes de opositor, fue guardando también con la ilusión de publicar algún día.

Aquellas oposiciones a la cátedra fueron definitivas en su vida. No volvió a ocupar cargos públicos en la Administración activa y contribuyó, en cambio, de un modo constante a formar administrativistas. Lo hizo primero en Cáceres, donde constituyó un grupo de doctores que recuerdan su impronta decisiva. Luego en Granada y, finalmente, en Madrid. Siempre generó en todos el enorme afecto que arrancaba con facilidad su condición transparente de fenomenal persona.

Tuve la suerte de probar su calidad y lucrarme de su incondicional afecto muchas veces, constantemente a lo largo de su vida. Para mi fortuna, los dos vivíamos en el barrio de Argüelles, en Madrid, y no lejos, de modo que, queriendo o no, era frecuente que nos encontráramos en la calle, camino de la Facultad, del respectivo despacho, o en cualquiera de las cafeterías y restaurantes que nos gustaban. Como poco, siempre encontraba en él la pregunta o el silencio adecuados, la broma justa, el afecto caluroso y podía constatar su inteligente sencillez. Durante estos fugaces encuentros callejeros nos prometíamos que, inmediatamente, íbamos a buscar tiempo para tomar unas copas juntos. Pero no lo encontramos a lo largo de los últimos diez años, lo que ahora lamento. Por más que hayamos participado en reuniones, sesiones académicas o forenses, en las que hemos puesto en común nuestras preocupaciones e ilusiones, al final domina la sensación de que todo ello fue insuficiente como ocurre siempre con las personas queridas.

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