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LA TRISTE MIRADA DE CAMBÓ (A VUELTAS CON EL ESTATUT); Por Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos

24/10/2005
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Ayer, día 24 de octubre de 2005, se publicó en el Diario ABC un artículo de Pedro González-Trevijano, en el cual, el autor opina que Proyecto de reforma del Estatuto de Cataluña está plagado de insubsanables vicios, tanto políticos como jurídicos. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

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LA TRISTE MIRADA DE CAMBÓ (A VUELTAS CON EL ESTATUT)

El actualmente debatidísimo Proyecto de reforma del Estatut de Catalunya está plagado, qué le vamos a hacer, de insubsanables vicios, tanto políticos como jurídicos, que habrían recomendado, sin duda, su no aprobación, en los presentes términos, por el Parlamento catalán. Y menos aún, su irrazonable remisión a las Cortes Generales.

Estamos, en lo atinente a sus disfuncionalidades políticas, ante un Proyecto innecesario, toda vez que el desarrollo de autogobierno y el ámbito competencial asumido por la Generalitat ha llegado hasta donde puede hacerlo razonablemente un modelo de descentralización, que hay que seguir entroncando, si no se quiere que las fuerzas centrífugas lo diluyan, dentro del marco de la Nación española y su correlativo Estado constitucional. Queda poco, de entidad sustancial, susceptible de transferirse del Estado a las Comunidades Autónomas. Hoy el desafío debería de ser, lejos de iluminadas reclamaciones, la mejora de los mecanismos de colaboración, integración y participación de tales Comunidades en la política nacional y comunitaria del Estado, y no, como acontece, el manifiesto desbordamiento del régimen constitucional. Sobre todo cuando lo que importa a la ciudadanía son las mejoras en política educativa, sanitaria, de vivienda, etc. La clase política no debe auspiciar problemas que sólo a ellos interesan y, además, de muy complicado encauzamiento.

Pero el Proyecto es asimismo inoportuno, pues habiéndose anunciado por el Gobierno un proceso de reforma constitucional, y estando a la espera de conocerse el Informe encomendado al Consejo de Estado, lo más acertado habría sido, tanto por razones de lógica como de metodología, instar primero la revisión de la Constitución, para cerrada ésta, proceder, en su caso, a las modificaciones estatutarias pertinentes. La sensatez aconseja no iniciar la casa por el tejado, de suerte que sea la Constitución y no un Estatuto, la que predetermine la senda a seguir. Incomprensiblemente no acontece de esta suerte. Pero hay más. Estamos ante un Proyecto políticamente improcedente, ya que, aunque disfrute de un significativo respaldo por parte de las fuerzas políticas catalanas, no goza del refrendo del principal partido de la oposición. No hay consenso sobre su manera de tramitarse ni sobre sus principios definidores y rasgos particulares. Es verdad que para su aprobación en el Congreso, no se requiere, dada la correlación de fuerzas, de su voto, pues la mayoría absoluta estaría garantizada, pero dejarlo fuera del consenso constitucional -lo que nunca ha ocurrido con anterioridad- sería una insensatez de graves consecuencias para la estabilidad del sistema constitucional.

Ahora bien, tampoco finalizan aquí sus insatisfacciones. Nos hallamos, por si fuera poco, ante un Proyecto inmaduro. La pléyade de relevantes objeciones denunciadas por el mismísimo Consejo Consultivo catalán -¡su discusión no se ha centrado, sorprendentemente, sobre su conveniencia política, como sería esperable, sino sobre su constitucionalidad!- así lo atestigua. Y qué decir, por otra parte, de un Proyecto también irreflexivo, pues tensa imprudentemente, dados sus inasumibles contenidos -otros “ines” más-, las relaciones entre el Parlamento catalán y el Congreso de los Diputados.

Dicho todo ello, no son menores sus rasgos de obvia inconstitucionalidad. De entrada, más que ante un Proyecto de reforma, nos situamos ante un nuevo marco estatutario. La mejor prueba de esto es la incorporación de un Preámbulo y de una prolija enunciación de 227 artículos -bastantes más, por cierto, que los actuales 57 del Estatuto de 1979 y hasta de los 169 de la Constitución española-. Una circunstancia que no suscita problemas de constitucionalidad, pero que sí exterioriza su auténtico perfil.

Donde sí hay tachas de insalvables inconstitucionalidades -y seguimos con los prefijos “ines”- es en la obsesión patológica por presentarse, de iure o de facto, como una constitución alternativa, en todo o en parte, ésta sí con mayúsculas, a la Carta Magna de 1978. La infundada arrogación de un poder constituyente catalán primigenio, paralelo y distinto al español. La invocación de inexistentes derechos históricos vinculados a los lejanos años de 1714 ó 1931. La indebida fragmentación de una ordenación jurídica -también jurisdiccional- y económica común. La inadecuada y fútil enunciación de una lista de derechos y deberes fundamentales diferenciados a los consagrados, para todos los españoles, en el Título I de la Constitución. La inexplicable supresión de toda referencia a la provincia. El incorrecto blindaje de competencias autonómicas. La inconfesable definición de Cataluña como nación, para poder impeler, en su momento, su derecho a la autodeterminación y la conformación como Estado distinto. El irredento ánimo de modificar unilateralmente la organización institucional/legislativa del Estado nacional. Y, por fin, el indecoroso desprecio hacia la soberanía del pueblo español. La única real y entusiásticamente formulada -¡qué diferencia!- por los admirables constituyentes de Cádiz: “La Nación española es -se señalaba- la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”; y, por ello, se continuaba afirmando, “la soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho a establecer sus leyes fundamentales”.

Tras él acecha, tampoco hay duda, la insolidaria búsqueda de un marco privilegiado de relaciones de bilateralidad en lugar de un orden de coparticipación multilateral igualitario. Un modelo de indescifrables rasgos disgregadores confederales, aunque se nos pretenda confundir con una apelación a un más avanzado federalismo. O la exigencia de una financiación injustificable y privilegiada frente a los demás territorios. En suma, un proceso encubierto, en toda regla, de revisión sustancial del régimen constitucional. Quizás, porque como sentenciaba Petrarca, autor de un inigualable Cancionero, “la razón habla y el sentimiento muerde”.

Hay, pues, por delante, una tarea ímproba por abordar. La responsabilidad del Gobierno de la Nación tiene que impulsar las prontas e inaplazables acciones, hasta donde haga falta, correctoras. Una labor que debe estar coparticipada con el principal partido de la oposición. Partido Socialista y Partido Popular son los ejes nucleares de la España constitucional que hemos erigido. Nuestro patrimonio constitucional vale, y además mucho, la pena. Corresponde, sin dramatismos, pero con firmeza, su preservación. No vaya a ser que tengamos que rememorar La triste mirada de Francesc Cambó, forjador de la Liga Catalana, cuando en su exilio suizo, y fijando su vista en el Retrato de Michele Marullo Tarcaniota de Sandro Boticelli, exclamaba un lejano día de 6 de agosto de 1938: “Ahora, cuando contemplo el retrato de Marullo, además de una emoción estética por la obra de Boticelli, sentiré una profunda simpatía por el hombre -éste era también un exiliado de su tiempo-. Y al cruzarse mi mirada con la mirada penetrante del retrato de Marullo hallarán que tienen algo en común: las dos miradas de unos patriotas llorando y añorando la patria perdida”. La España constitucional es de todos nosotros. Catalunya es parte indisoluble -para suerte de todos- de ella. Cuidémosla con la atención que se pone en lo mejor del republicanismo cívico. En la España constitucional cabemos, desde la lealtad y el reconocimiento de las peculiaridades, todos sus ciudadanos.

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