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ADELANTE PERO CON JUICIO; por Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid

14/10/2005
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El día 14 de octubre, se publicó en el Diario El País un artículo de Gregorio Peces-Barba, en el que el autor opina sobre el proyecto de Estatuto de Cataluña. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

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ADELANTE PERO CON JUICIO

Muchas veces recuerdo las palabras en que se inspira el título de este artículo, que escribió Alejandro Manzoni en su novela I promessi sposi (Los novios), la gran obra italiana del siglo XIX. “Adelante Pedro, pero con juicio” son palabras que aparecen en castellano en la novela. Las pronuncia el gobernador español de Milán dirigidas a su cochero al salir de su casa en su coche de caballos en un momento turbulento de revuelta popular.

Me parecen palabras precisas y adecuadas que se pueden pronunciar ahora, a finales de 2005, con ocasión de la presentación en el Congreso de los Diputados del proyecto de Estatuto de Catalunya.

La reacción a su aprobación por una gran mayoría -todos menos el PP- en el Parlamento catalán ha sido de gran confusión, en algunos casos de dureza, muchos no saben a qué atenerse y reina desasosiego e inseguridad. Al tiempo, la ocasión ha sido aprovechada para generar miedo, para anunciar males sin cuento como la destrucción de la unidad de España y su desmembración. Por otra parte, los autores de la propuesta reaccionaron inicialmente con un optimismo desmesurado y afirmaron que una norma aprobada con tan gran mayoría no podría ser ya rechazada en el Congreso, anunciando algunos consecuencias graves y males de todo tipo para el PSOE y para el Gobierno si eso se producía.

Han irrumpido en el proceso los profetas de catástrofes, los demagogos de todo signo, los pesimistas, los aprovechados, los manipuladores, los enemigos de las sociedades abiertas y de la democracia y los que se sirven de la ocasión para erosionar y deteriorar al Gobierno y a su presidente, sin importarles las consecuencias ni los daños a la sociedad y a los ciudadanos. También los medios de comunicación están interviniendo, cada cual con su talante y su ética profesional. Unos informan y opinan con racionalidad, con profesionalidad y con la posible objetividad ante una realidad tan compleja, que suscita emociones y sentimientos. Junto a éstos, el virus del catastrofismo y del desastre ha irrumpido con fuerza y algunos medios no cesan de arengar a sus fieles en la cruzada “antiestatuto”: una emisora propiedad de la jerarquía católica se distingue en impulsar esos sentimientos y esas reacciones viscerales. Nadie se libra, e incluso la campaña llega a criticar a su majestad El Rey y a la familia real, y luego a todos, incluso a un destacado e histórico periódico de orientación conservadora al que acusa de tibieza. Es curioso que sus propietarios, que continuamente emiten juicios morales sobre personas y realidades fustigando a todos aquellos que descalifican, sigan siendo los obispos y que permitan y, en su caso, apoyen la permanente catarata de insultos y de agravios que salen de sus ondas. Se puede comprender así que muchos respetemos poco esas opiniones episcopales, llenas de hipocresía, y que no demos crédito a posiciones tan oportunistas.

Es necesario traer sosiego y moderación al debate, volver a juicios serenos y a encauzar las actitudes y las palabras. Se está desorientando innecesariamente a los ciudadanos y se está calentando exageradamente el ambiente. Desde luego, el Partido Popular y su líder, el Sr. Rajoy, están dando muestras de oportunismo y de utilización partidista de un tema que debería tener un planteamiento más institucional. Algunos dirigentes del PSOE han seguido ese camino, que a mi juicio es prematuro y apresurado. Comparar esta situación con el llamado Plan Ibarretxe es una desmesura y una falacia. El proyecto nacionalista vasco derogaba la Constitución en más del ochenta por ciento. Se habría producido sin respetar el procedimiento parlamentario, deteniendo o reanudando su tramitación fuera de todos los plazos, con la complicidad del lehendakari y del presidente del Parlamento vasco, señor Atutxa. Era lógico que el Congreso lo rechazase de plano en el Pleno, que actuó con rapidez y justamente. Chocaba frontalmente con nuestra Ley de Leyes, no se ajustaba ni a las formas ni al procedimiento y abría una puerta a la anarquía que ya Montesquieu rechazaba en El espíritu de las leyes.

Los grupos parlamentarios catalanes han sido mucho más respetuosos con el procedimiento para la reforma de los Estatutos establecido en la Constitución y en el bloque de constitucionalidad y, hasta ahora, en este primer trámite procedimental ante las Cortes Generales, sólo procede evaluar por la Mesa del Congreso ese respeto, sin entrar en el fondo del asunto, lo que corresponde a un momento posterior del procedimiento. Después, el debate general pasará al Pleno del Congreso, donde ya se puede, además de los trámites procesales, entrar en el fondo del asunto. En el Plan Ibarretxe el tema concluyó en esa fase por la falta de respeto procedimental, por la flagrante contradicción con la Constitución y por la escasa mayoría obtenida en el Parlamento vasco. Era una “burla” a la Constitución y a las instituciones españolas y fue coherente el rechazo para que los nacionalistas vascos no pudieran llevar su desprecio, su abuso del Derecho y su fraude a la Constitución hasta el propio corazón de la democracia española. Tampoco ése es el supuesto del Estatuto catalán, aprobado por una gran mayoría en la votación final y de conjunto, superando el quórum de tres quintos exigido. Es desaforado y excesivo equiparar ambos supuestos, sin permitir que en el trámite posterior en la Comisión Mixta se puedan corregir los posibles contenidos inconstitucionales del texto.

Por el propio sentido de la democracia, por el valor del diálogo y del debate parlamentario, este Estatuto de Catalunya debe ser debatido en la citada comisión.

No quiero entrar ahora en esta reflexión de contenidos, que ya adelanto que tienen sin duda relevantes dimensiones de inconstitucionalidad. Sólo quiero decir que puede tener una conclusión constructiva y razonable, lo que exige que se estudie a fondo y que la discusión verse sobre su constitucionalidad, así como que los grupos políticos catalanes acepten el resultado final, que será la tesis del Parlamento español, el único que tiene la representación de la soberanía nacional. Hasta ahí el trámite parlamentario que decide sobre la constitucionalidad jurídica del texto. Después, el referéndum de los ciudadanos catalanes -cuyo resultado debería ser positivo, puesto que debe valorarse que su Estatuto haya sido limpiado de inconstitucionalidades-, cerrando así el procedimiento.

Finalmente, queda una última fase que garantiza la constitucionalidad, que ya no es parlamentaria sino jurisdiccional en el Tribunal Constitucional, ante el cual pueden comparecer el Gobierno de la nación, el de la comunidad afectada, sus Parlamentos, el Grupo Popular o el Socialista con cincuenta o más diputados o senadores, además del Defensor del Pueblo. La decisión del Tribunal cierra los trámites de este largo procedimiento lleno de garantías.

Debería dejar aquí esta reflexión sobre el procedimiento, que considero, en líneas generales, correcto y respetuoso con la Constitución. Sin embargo, creo que no podemos despachar el resultado de este debate con ligereza sin pensar en las serias consecuencias que puede tener si no se cierra convenientemente, ahondando el foso de separación con los nacionalistas y, lo que sería más grave, con la sociedad catalana. La convicción de que se ha sido escrupuloso en el procedimiento y en el respeto a los trámites de la Constitución es el único remedio para ese peligro, y que los líderes de opinión en Catalunya acepten el resultado y no alimenten victimismos. El problema del examen de los contenidos del Estatuto y de su comparación con la Constitución adquiriría mayor trascendencia si nos encontráramos con algo más que temas concretos en un artículo o en una institución, es decir, si estuviéramos ante dimensiones sistemáticas, con una idea del Estatuto que excede en su comprensión del valor de la Constitución y si se mantiene con intransigencia ese mimetismo de proceso constituyente que embargó a los redactores del Estatuto.

Se puede tener la sensación de que una idealización de la situación final y un entusiasmo poco meditado pudo impulsar excesos, que espero no sean irreparables, y que arrastró a todos los grupos parlamentarios, incluidos los socialistas catalanes. Espero también que esta última observación no abra una incomunicación profunda y seria entre PSOE y PSC, que sería muy negativa para nuestra estabilidad. En todo caso, esto son especulaciones que espero no se den, así como espero que el procedimiento de reforma de los Estatutos soporte las tensiones y nos lleve a buen puerto. No se debe olvidar que el gran pacto social y político de 1978 debe permanecer e incluso profundizarse y que de este episodio deberían salir enseñanzas de prudencia y de moderación. No vale la pena, por ninguna idea que podamos tener ninguno de nosotros, que pongamos en peligro estos veintiocho años de democracia real y pacífica.

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