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DON QUIJOTE, EN BARCELONA; por Juan José Solozábal Echevarría, Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Iustel

30/08/2005
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Ayer, día 30 de agosto, se publicó en el Diario El País un artículo de Juan José Solozabal, en el cual, el autor analiza la idea de poder y la imagen de España que se desprenden del Quijote. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

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DON QUIJOTE, EN BARCELONA

Cuando consideramos que Don Quijote es un clásico, proponemos que tal obra se puede leer con provecho fuera de su tiempo, pues sus enseñanzas, por ejemplo en relación con la idea de poder o de la nación, trascienden la época en que fue escrita. Naturalmente, reclamar la actualidad del Quijote, para entender algunas cosas que nos pasan o que todavía pueden preocuparnos hoy, no quiere decir, me parece que todo lo contrario, que el Quijote pudiese ser escrito por alguien que no fuese Cervantes y que sea imaginable en otra circunstancia que la España de finales del reinado de Felipe II, esto es, en el comienzo del declinar de la España imperial. Sin duda, sus profundas lecciones sobre la vida, el destino, la amistad, la religión o la patria sólo son aceptables por su autenticidad, en cuanto provienen de un autor, que había viajado y sufrido, y que conocía tan bien el material del que están hechos los hombres y él mismo. Baste recordar a este propósito su vida de soldado, la participación de nuestro autor en la guerra contra el turco, sus años de cautiverio, así como su conocimiento de la Corte y diversos oficios, y una experiencia sentimental más bien amarga.

El Quijote tampoco puede imaginarse sin la España real de comienzos del siglo XVII. Lo dice bien María Zambrano: “El Quijote es el libro español más rico en paisajes, lleno de campo, de caminos y encinas, montes y riachuelos, cabras y rebaños”. Libro de pueblo e iglesia, de nobles y labriegos, moriscos, letrados y bandidos. Merece la pena recordar la propuesta interpretativa de Pierre Vilar en su Tiempo del Quijote estableciendo un parangón entre el mundo de ensueño y locura quijotesco y la economía desquiciada de la época, dominada por la inflación que hacía imposibles cualquier previsión y seguridad, determinando cierta irrealidad de todo lo existente, como veían bien los arbitristas con González de Cellórigo a la cabeza: “No parece, señalaba éste, sino que se han querido reducir estos reynos a una república de hombres que viven fuera del orden natural”.

Pero mi argumento, como indicaba al principio, es que, a pesar de esta circunstancia personal e histórica del Quijote, cabe alguna utilización actual, llámesele si se quiere un legado de Cervantes, sobre algunas ideas como son el poder o su imagen de España. Veámoslo brevemente.

1. Las reflexiones sobre el poder de Cervantes son más bien ambiguas. Cabe aducir ejemplos que denotan cierta tendencia iconoclasta, una visión bastante española de la justicia como convencimiento personal de lo que está bien o mal que resistiría difícilmente su filtraje institucional o procedimental. Los pasajes antonomásicos serían el de la liberación de los condenados a galeras a los que Don Quijote hace soltar con el peregrino argumento de que iban contra su voluntad. Ó el capítulo del azotamiento por el labrador rico de Andresillo. Recuérdese también el bellísimo encomio de la libertad, “por la que merece arriesgar la vida”, que, como se sabe, figuraba en la convocatoria de una manifestación en defensa del orden constitucional y estatutario en San Sebastián, hace un par de años.

Pero Don Quijote no es precisamente un anarquista. Hay un pasaje sobre el que yo creo que no se ha fijado suficientemente la atención y que es el siguiente. Durante el viaje a Barcelona, al final casi de la novela, Don Quijote y Sancho se encuentran con Roque de Guinart, bandido de. la época. Llega la hora de la noche, el tiempo de dormir, y todos se retiran; pero Roque lo hace a un lugar desconocido, que ignora, incluso su propio lugarteniente, pues su cabeza está a precio y no puede confiar ni en su hombre más próximo. Es una situación de extrema inseguridad, que recuerda el estado de naturaleza, la posición en que se encuentran los hombres antes del pacto político, previa la aceptación del orden de justicia y paz del monarca absoluto. Decía Hobbes (pero en 1670, 55 años después del Quijote) que en el estado de naturaleza la vida de los hombres era “breve, solitaria y embrutecida”. Asombrosamente, Cervantes utiliza casi las mismas palabras para denotar la anarquía en que se mueve Roque de Guinart:

“Roque pasaba las noches apartado de los suyos, en partes y lugares donde ellos no pudiesen saber dónde estaba, porque los muchos bandos que el visorrey de Barcelona había echado sobre su vida le traían inquieto y temeroso, y no se osaba fiar de ninguno, temiendo que los mismos suyos o le habían de matar o entregar a la justicia. Vida, por cierto, miserable y enfadosa”.

2. También querría referirme a la idea de España que se desprende del Quijote, utilizada no ya como simple referencia ideológica, mucho menos como mero concepto político-administrativo, lo que algunos denominan las más de las veces con manifiesta impropiedad Estado español, sino como comunidad espiritual destinataria de la primera lealtad, esto es, como verdadera patria.

El problema es de envergadura porque se trata de enfrentar la idea de que la nación, como sujeto político, sólo surge en el romanticismo, ligada necesariamente a diversas peculiaridades identitarias como la lengua, la cultura o la historia, y una vez que se ha conquistado la soberanía para el pueblo, arrebatándosela a los monarcas absolutos. La cuestión evidentemente tiene su trascendencia porque apunta a la legitimidad: tras el nacionalismo sólo las naciones pueden aspirar al poder político y los Estados no nacionales deben ceder el paso a las auténticas comunidades nacionales, esto es, las naciones sin Estado. En nuestro caso está bien claro: el Estado español no es una nación, es un mero aparato administrativo o artefacto de poder, hasta este momento compartido por los auténticos sujetos legitimados desde un punto de vista político que son las nacionalidades, cuyo futuro político sólo puede ser construido en libertad a través de la autodeterminación.

Lo que el Quijote vendría a probar es que hay otro modo de entender el pluralismo territorial español, compatibilizando su efectivo reconocimiento con la aceptación de un ámbito de integración superior que es España, en cuanto verdadera nación.

Destaca en el Quijote, en efecto, en primer lugar el escenario ampliamente español en que se desarrolla la acción: La Mancha, desde luego, pero también Castilla, Aragón, Cataluña, la Sierra Morena de Andalucía. Españoles de todas procedencias pueblan sus páginas: asturianos, vizcaínos, castellanos, manchegos. Todos ellos a través de sus oficios, caracteres o aptitudes, denotan su procedencia, que Cervantes reconoce y aprecia.

Recordemos el viaje de Don Quijote a Barcelona. El trato que la sociedad catalana concede a Don Quijote en ningún momento incomoda o le hace sentir extraño al manchego. Todo lo contrario: Don Quijote ya era conocido allí, se pasea por sus calles, visita un establecimiento donde se imprime la segunda parte de sus aventuras, pasa unos plácidos días con don Antonio Moreno y departe con la sociedad catalana en un sarao que organiza la mujer de éste. Un ambiente compatible con la descripción cervantina de Barcelona como “archivo de cortesía”, correspondencia grata de firmes amistades y “en sitio y en belleza única”.

Cervantes utiliza la expresión patria en el sentido de lugar natal o procedencia local. Cuando casi al final de la novela Don Quijote se encuentra con don Alvaro de Tarfe, que es un personaje que sale en el libro de Avellaneda, en un episodio que Cervantes aprovecha para saldar cuentas con el plagiario (suceso evocado especialmente en la despedida de los dos caballeros maravillosamente por Azorín), Don Quijote le pregunta a don Alvaro dónde va de camino, y contesta el caballero, cortésmente:

—Yo, señor, voy a Granada, que es mi patria—. A lo que responde Don Quijote con un expresivo.

—Y buena patria.

Al final del capítulo a que me refiero ante el definitivo y fatal regreso de Don Quijote y su escudero, al descubrir su aldea (no nombrada), dice Sancho:

—Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, si no muy rico, sí muy azotado.

Pero hay otra acepción de patria como comunidad espiritual, a la que no sólo se pertenece como ciudadano o súbdito, sino en la que uno se reconoce afectivamente como miembro. Es la verdadera patria, la nación a la que se debe la lealtad primera y más alta. En el Quijote encontramos sin duda una ejemplificación de lo que Maravalf llamó en su día acertadamente protonacionalismo.

Esta idea de España como patria la formula Ricote, el morisco expulsado del -pueblo de Sancho en 1610 que vuelve clandestinamente a La Mancha. Todavía nos emociona escuchar la oración de Ricote, en quien la dureza del exilio no logró amortiguar el amor a la patria, todavía más alto que el propio amor a la familia y a los suyos:

“Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural... No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido;.y es el deseo tan grande que casi todos tenemos de volver a España. Que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua, como yo, se vuelven a ella y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse, que es dulce el amor de la patria.

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