LA REFORMA LABORAL, UN ASUNTO DE ESTADO
Hace poco tiempo presenté mi libro sobre las relaciones laborales en España durante los últimos treinta años. No por casualidad, sino por coherencia con las realizaciones en ese largo período, estuvieron, además de dos sindicalistas históricos, como Nicolás Redondo y Julián Ariza, cuatro ministros de Trabajo de partidos políticos distintos. Para mí, fue una íntima satisfacción comprobar que unos y otros, con distintos enfoques, sólo habían perseguido la mejora de las relaciones laborales. Unos con más éxito que otros, pero, a la postre, con esa meta común: más y mejor empleo.
Nicolás Redondo, con la sabiduría que da la experiencia, decía: “pero ¿por qué hay que estar siempre reformando el mercado laboral? Si, además, cada vez que hay una reforma, salimos malparados los trabajadores”. Puede que sea cierto, en materia de Seguridad Social, y ahí la respuesta siempre es la misma: sacrifiquemos lo parcial (período de carencia, cuantía de la prestación), para salvar el todo (un sistema público razonable de protección social). Pero, en materia estrictamente laboral, entiendo que las reformas son necesarias, de modo permanente, porque el mundo del trabajo está íntimamente ligado a los factores cultura, economía y técnica. Y como estos factores están en continua evolución, es necesario que la normativa laboral vaya adaptándose a los cambios, para no perder eficacia.
Acabamos de pronunciarnos en las urnas y el Partido Socialista va a tomar el poder y la responsabilidad de gobernar en España. Como es lógico, los temas laborales constituyen un importante reto en la nueva política a desarrollar. Pero, con independencia de las notas distintivas de una y otra opción política, al final, se trata de un asunto de Estado que, por ello mismo, supera a los Partidos: más y mejor empleo, y un sistema sostenible de protección social. Esa es la partitura. Que luego se interprete mejor o peor, figurará en el debe o en el haber del ejecutor, pero, al final, la sinfonía es la que es.
El Partido Popular ha hecho mucho por el empleo y la Seguridad Social, y hay que recordar lo que en un acto, en honor del maestro Alonso Olea, en la Universidad Autónoma, nos decía no hace mucho su rector, el Prof. Gabilondo: “Nada ennoblece tanto como la memoria y el agradecimiento”. Constancia quede de ello, respecto a lo hecho estos últimos ocho años, en materia de política laboral. Pero la vida sigue, los retos se suceden y el mundo laboral nos pide acciones y proyectos imaginativos que nos lleven a nuevas y mejores metas. En esa tarea hay que tener mucho cuidado con inventos “geniales”, pues suelen dar malos resultados, ya que casi todo, no todo, está inventado. Además, el Partido Socialista tiene una larga experiencia de Gobierno, que le convendrá tener presente, máxime cuando en la trascendente reforma laboral de 1994, tanto influyó el también entonces ministro de Economía, Pedro Solbes, además del de Trabajo, José Antonio Griñán.
Hay cuatro reglas de oro. La primera, que las leyes, el BOE, no crea empleo, pero, con una regulación dogmática o no realista, puede destruirlo con gran facilidad, de modo que la norma se convierta en sepulturera de las empresas. La segunda, que vamos al suicidio colectivo, si no paramos la sangría de la temporalidad, de la precariedad de los contratos. La tercera, que es impensable una democracia asentada, sin un sistema sólido de Seguridad Social. Y la cuarta, que las leyes laborales “impuestas”, contra viento y marea, sin contar con los agentes sociales, y sin estar dotadas del necesario equilibrio entre lo social y lo económico, acaban siendo ineficaces.
Con toda seguridad que el nuevo Gobierno, fiel a sus promesas electorales, anunciará un programa de acción para estos cuatro años, en materia laboral y de Seguridad Social. No voy a entrar en esta última, pues requiere un tratamiento monográfico. Sólo recordar ese viejo y sabio principio de que “no todo lo socialmente deseable es económicamente posible”. En materia de pensiones no hay partidos políticos, sino realidades, que requieren prudencia y buen sentido. Ahí sí que brilla, como en ningún otro tema, el sentido de Estado, y el Pacto de Toledo es, y seguirá siendo, con sus retoques necesarios, una piedra angular del sistema. Yendo a lo laboral, creo que estamos en un nivel razonable, pero, desde luego, mejorable. ¿Y en qué? Pues yo diría que, fundamentalmente, en tres temas: la estabilidad en el empleo, las formas de contratación y la negociación colectiva. Sólo me voy a referir, con la brevedad que exige un artículo como éste, a los dos primeros, pues el último requiere un tratamiento monográfico.
Un trabajador nómada es un trabajador frustrado y frustrante. Lo primero, para él mismo, y lo segundo, para la empresa. La precariedad en el empleo es mala y lo es también para el empresario, puesto que si los recursos humanos son el principal basamento de un proyecto empresarial, mal podrá salir éste adelante si los que trabajan en él se sienten “forasteros”, ajenos al mismo, no ilusionados, porque el paso por la empresa es una anécdota en su vida. Pero es que, además, no se puede invertir en formación con trabajadores “de paso”, y si no hay formación, la empresa es un páramo.
Ante ello, suele existir la tentación de reformar el sufrido artículo 15 del Estatuto de los Trabajadores, y convertir los contratos temporales en algo inalcanzable, prohibitivo, marginal. Error grave. Contratos temporales tiene que haberlos. Los necesarios, y no más. Esa es la receta. ¿Cómo voy a prohibir los contratos de obra, por razones de producción o de pedidos, interinos, etc.? Pero, a partir de ahí, la meta -más de promoción que de prohibición-, está en que se pase a la contratación indefinida. Pero indefinida ¿es igual a vitalicia? Ahí está el quid de la cuestión. El contrato “indefinido a término”, del que hablé hace años, puede ser una solución intermedia. El empresario en España ha concluido hace mucho tiempo que el fijo es vitalicio. Que no hay manera de desligarse de él y, aun cuando legalmente no sea así, ésa es la convicción. Hay que estar sinceramente en ese debate, y analizar, de verdad, si la legislación laboral le da al empresario una respuesta razonable a su pretensión de aligerar la plantilla cuando le vienen mal dadas. El empresario no es un misionero, sino alguien que arriesga y proyecta beneficios. Por tanto, ni le pidamos riesgos de alpinista, ni le pidamos caridades franciscanas. Démosle una respuesta a sus necesidades, que sea socialmente aceptable, y económicamente viable.
En cuanto a las formas de contratación, sin duda alguna que la flexibilidad en la misma es la meta inmediata. De modo especial, el contrato a tiempo parcial, de tanto éxito en Europa, requiere nueva regulación, que lo haga más realista y más atractivo para las empresas, ya que la conciliación de la vida laboral y familiar encontrará ahí un buen sendero. Y lo mismo puede decirse del teletrabajo, que es una asignatura pendiente, que requiere atención especial. Con este contrato, que ha sido recientemente objeto de un Acuerdo, a nivel europeo, entre los Agentes Sociales, se pueden lograr avances importantes en la flexibilidad laboral. Y, desde luego, el tema de la movilidad funcional, en el contrato común de trabajo, es otra de las permanentes cuestiones a abordar. Muchas crisis empresariales se podrían evitar con una mayor flexibilidad en el cambio de condiciones de trabajo, fundamentalmente en materia retributiva y de jornada.
El tercer apartado, el de la negociación colectiva, es de tal calibre que merece atención monográfica y a ello prestaré atención en otro momento. Sólo decir que, tras la sentencia del Tribunal Supremo declarando nulas las cláusulas de los convenios colectivos que fijan edades de jubilación forzosa, el legislador debe intervenir con una norma habilitante que atienda los distintos y espinosos aspectos que tiene la cuestión.