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DISCURSO DE INVESTIDURA COMO DOCTOR HONORIS CAUSA DE MANUEL JIMÉNEZ DE PARGA

28/01/2004
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Transcribimos el discurso de investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad Rey Juan Carlos del Presidente del Tribunal Constitucional, Manuel Jiménez de Parga.

Para un profesor de Derecho Político, en este momento de ser distinguido con el Doctorado Honoris Causa de la Universidad que lleva el nombre de S.M. El Rey, la cuestión que predomina en su ánimo es la relativa a la función del Rey en nuestra organización jurídico-política.

Mi respuesta es clara, rotunda: gracias al Rey fue posible la Transición. Eran varios, y muy potentes, los poderes fácticos que prevalecían sobre las instituciones oficiales en 1975. Don Juan Carlos, desde que asumió la Jefatura del Estado, transformó el panorama, y cada uno de los poderes, los políticos, los sociales, los económicos, así como los religiosos, ocupó el lugar que le es propio en una organización democrática.

El Rey, una vez vigente la Constitución de 1978, ha sido, es, el símbolo de la unidad de España, el árbitro y el moderador del funcionamiento regular de las instituciones españolas. La Constitución nos cobija y ampara a todos. Pero, ¿qué entendemos por Constitución? ¿Puede afirmarse que la Constitución sólo contiene unas reglas de procedimiento para un correcto funcionamiento de las instituciones y para la toma de decisiones democráticas? ¿Qué valores cobija la Constitución, en qué principios se asienta?

Mis inquietudes de profesor de Derecho Político se centran, lógicamente, en estos interrogantes y a ellos dedicaré a continuación unas reflexiones.

La Constitución es una norma jurídica. Quiero decir que los preceptos de la Constitución establecen el modo de comportarse los titulares de los poderes públicos y todos los ciudadanos. El art. 9.1 afirma: “Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”. El profesor Lorenzo Martín-Retortillo nos ha recordado que, como Senador, apoyó la enmienda que introducía dos palabras (“al resto”) en el artículo que acabo de citar, con el fin de advertir que la Constitución no era una norma fuera del ordenamiento jurídico. Es una afirmación correcta pero que debe matizarse para evitar que se puedan originar errores, como consecuencia de entender que la Constitución es una porción, un componente, del ordenamiento jurídico, ¡y sólo eso!.

La Constitución, más precisamente, es una norma jurídico-política que se proyecta sobre una realidad jurídico-política. El Poder, principio político, y el Derecho, principio jurídico, configuran nuestro modo de ser y de convivir como ciudadanos. No es lo jurídico una parte de la organización y lo político otra parte de ella, sino que se trata de principios formalizados el uno por el otro. Derecho y Poder, mutuamente complicados, generan la organización jurídico-política, que la Constitución formaliza.

Pero la Constitución no contiene sólo unas reglas de procedimiento. En ella, en la Constitución, se establecen ciertamente los caminos que deben seguirse para la adopción de las decisiones y para la promulgación de las Leyes. Pero la Constitución proclama unos principios que dan fundamento y razón de ser a las normas concretas.

Pienso que no siempre se han calculado adecuadamente los daños y perjuicios que puede ocasionar la concepción de la democracia como un mero sistema de reglas procedimentales, es decir la idea de una democracia como un proceso con normas que hay que respetar y cumplir, pero en el que pueden defenderse, sin limitación alguna, todas las doctrinas, incluso aquellas que atentan a determinados principios y valores fundamentales de la convivencia en libertad. “Por democracia –escribe Norberto Bobbio– se entiende más un método, o un conjunto de reglas procesales para la formación del Gobierno y la toma de decisiones políticas, más un método que una concreta ideología”. Y el ilustre profesor italiano, recientemente fallecido, añade: “Todas las reglas de la democracia establecen cómo se debe llegar a la decisión política, pero no qué cosa haya que decidir”.

La influencia en España de esta tesis es considerable. Se explica con frecuencia en las aulas universitarias.

No se explica suficientemente, en cambio, que la democracia como simple método, una democracia corta de vista para el mundo de los valores, fue una reacción doctrinal contra los regímenes autoritarios de ideologías cerradas. Los italianos, en concreto, no querían volver a la época del fascismo, con sus eslóganes políticos convertidos en dogmas. Se repudiaba la posibilidad de reincidir en la condena de los heterodoxos. Una democracia abierta a todos los programas de acción, en la que sólo fuera obligatorio el respeto a unas normas de procedimiento, fue la salida para el pluralismo absoluto, sin fronteras.

Pero de esta situación utópica pronto empezaron a aprovecharse los intransigentes, dispuestos a eliminar a quienes no pensasen como ellos, así como los enemigos de la libertad. ¿Qué hacer con unos y con otros? ¿Podrá subsistir y funcionar una democracia con neutralidad ideológica, simple método para elaborar decisiones, miope para los principios y valores?

Otra reacción contra los totalitarismos del siglo XX fue la democracia militante. Ésta parte de la idea de que quedarse en la defensa de las reglas del juego puede llevar a la destrucción de las mismas cuando a la mesa se sienta un jugador de ventaja. La democracia militante se compromete en la defensa de los valores que la sustentan. En las Constituciones se incluyen materias que no son susceptibles de revisión (por ejemplo, la forma republicana de gobierno en Francia) y se proclaman postulados intocables.

La Constitución Española de 1978 no es un ejemplo de neutralidad ideológica, pero tampoco formaliza una democracia militante.

El propósito pedagógico que la inspiró, después de muchos años sin experiencia democrática, hizo que se propugnasen en el primer artículo del texto, y como valores superiores del ordenamiento jurídico, la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Particular relieve adquiere, a este respecto, el artículo 10. Por un lado, se afirma en él que la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social. Por otro lado, en el mismo artículo 10, se establece que la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España, se integran en nuestra Constitución por la vía de la interpretación que debe darse a las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades amparadas en la misma.

No es la Constitución Española, en suma, un simple método para alcanzar acuerdos y resoluciones, sino que las normas constitucionales se configuran con unos principios que le proporcionan fundamento democrático, delimitan su alcance y son su razón de ser. Estos principios constitucionales poseen la fuerza vinculante de las normas jurídicas, son fuente normativa inmediata, en el sentido profundo de no necesitar de la interposición de regla, o circunstancia alguna, para alcanzar su plena eficacia.

El Tribunal Constitucional ha dejado establecido en Sentencia reciente: “La Constitución proclama principios, debidamente acogidos en su articulado, que dan fundamento y razón de ser a sus normas concretas. Son los principios constitucionales que vinculan y obligan, como la Constitución entera, a todos los ciudadanos y a todos los poderes públicos (art. 9.1 CE), incluso cuando se postula su reforma o revisión y hasta tanto ésta no se verifique con éxito mediante los procedimientos establecidos en su Título X” (STC 48/2003, de 12 de marzo, FJ 7).

Uno de los grandes principios constitucionales es el interés general de España; otro, la solidaridad entre los españoles.

La enumeración de los principios constitucionales incluye, además, los siguientes:

1.La soberanía, en cuanto poder originario, pertenece a la Nación española.

2.2. La autonomía de las Comunidades es un poder derivado de la Constitución.

Muy importante, por ello, es conocer el texto de la Constitución. Su estudio debería intensificarse en los planes de enseñanza, con el fin de dar una buena formación a los ciudadanos.

La lectura del Preámbulo nos hace pensar que los españoles tendrían que sabérselo de memoria. Se trata de una guía para la correcta interpretación del documento. Allí se condensó, en pocas líneas, lo que el constituyente quiso regular:

“La nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de:

Garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social.

Consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular.

Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones.

Promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida.

Establecer una sociedad democrática avanzada; y

Colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra”.

Carl Schmitt, comentando unas expresiones análogas de Preámbulo de la Constitución de Weimar, decía: “Estas frases indican, como decisiones políticas concretas, el fundamento jurídico-positivo de la Constitución: el Poder constituyente del Pueblo alemán como Nación, esto es, unidad con capacidad de obrar y consciente de su existencia política”.

Los Preámbulos de las Constituciones tienen un valor excepcional. Quienes consideran que las Constituciones son normas jurídicas, y no normas jurídico-políticas, se dedican a discutir sobre el carácter vinculante de lo que en los Preámbulos se afirma. Se advierte en ellos un lenguaje descriptivo, mientras que las normas de obligado cumplimiento se expresan en un lenguaje prescriptivo. Incluso en las resoluciones de nuestro Tribunal Constitucional se deslizó que “el Preámbulo no tiene valor normativo” (STC 36/81, FJ 7).

Mi opinión es distinta. No es que, como afirmara Wrobleski, la Constitución sea “un acto normativo con el carácter político especialmente pronunciado”, ni me parece acertado el enfoque que atribuye al Preámbulo un valor normativo indirecto, en cuanto sirve para interpretar la Constitución. No basta con esto. Al ser la Constitución una norma jurídico-política, en el Preámbulo se encuentran principios constitucionales que, como tales, son la base y la razón de ser de las normas concretas. Principios directamente vinculantes.

J. H. H. Weiler advierte que toda Constitución responde normalmente a una pluralidad de funciones. Tres funciones son esenciales. La primera es la organización de los poderes del Estado y el reparto de competencias institucionales. La segunda es la función de definir y establecer normativamente las relaciones entre los ciudadanos y los poderes públicos. Y hay –insiste Weiler- una tercera función, “no menos importante, si bien a veces más difícil de captar: La Constitución es también un depósito que refleja y custodia los valores, los ideales y los símbolos de una determinada sociedad. Es, pues, un espejo de esa sociedad, un elemento esencial de su autocomprensión, y juega un papel fundamental en la definición de la identidad nacional, cultural y el sistema valorativo del pueblo que la adopta. Esta tercera función puede estar implícita, es decir, puede deducirse indirectamente de los contenidos normativos producidos por las otras dos funciones. (...) Pero algunas Constituciones tratan de explicitar también la tercera función y lo hacen sobre todo mediante los Preámbulos. Los Preámbulos representan a menudo el intento solemne de articular, precisamente, estos aspectos de la identidad”.

Entre nosotros, el profesor Pérez Serrano ya advertía en 1932: “El Preámbulo debe exponer la tendencia y el espíritu de la Constitución a que precede y viene a ser algo así como el preludio donde se contienen los motivos capitales de la ley fundamental. Por eso, y frente a la concepción dominante, que no reconoce a esas palabras valor preceptivo o dispositivo alguno, hoy se propende a ver en ellas, y en otras análogas, la encarnación misma de la Constitución, a diferencia de las normas contenidas en preceptos constitucionales; por donde resultaría que el Preámbulo entrañaba el acto de decisión política unitaria y suprema en que la Constitución consiste según modernas opiniones”.

Visto así el Preámbulo, la Constitución es, tiene que ser, un factor de integración nacional.

Las tesis de Rudolf Smend recobran actualidad. “Un punto clave de la moderna teoría del Estado es la consideración de que el Estado se basa en la consecución de objetivos comunes, o, por lo menos en que dichos fines justifican la existencia del Estado”.

Fines comunes y sentimientos compartidos. Hay Estados que proporcionan una vertebración jurídico-política a sociedades con una gran conciencia nacional. Loewenstein cita a los suizos y a los franceses como ejemplos de fuerte conciencia nacional. Unos y otros no necesitan, como lazo de unión, el sentimiento constitucional. El sentimiento constitucional en España, por el contrario, es elemento importante para la cohesión nacional.

Se suele recordar que ya Aristóteles, hace veinticinco siglos, dejó escrito: “Es preciso que todos los ciudadanos sean tan adictos como sea posible a la Constitución”. Y en la era contemporánea europea, en 1798, Condorcet advirtió: “Jamás gozará un pueblo de una segura y permanente libertad, si la instrucción de las ciencias políticas no se generaliza, si el entusiasmo que levantáis en el ánimo de los ciudadanos no está dirigido por la razón, si no es capaz de enardecerse por la sola verdad, si ligando al hombre con la costumbre, con la imaginación, con el sentimiento a su Constitución, a sus leyes, a su libertad, no le preparáis, por medio de una instrucción general, para que logre formar una organización más perfecta, darse mejores leyes y conseguir una libertad más completa”.

Sentimiento a su Constitución, afecto a ella, sentimiento constitucional. Loewenstein define así este sentimiento: “Aquella conciencia de la comunidad que, trascendiendo a todos los antagonismos y tensiones existentes político-partidistas, económico-sociales, religiosos o de otro tipo, integra a titulares y destinatarios del poder en el marco de un orden comunitario obligatorio, justamente la Constitución, sometiendo el proceso político a los intereses de la comunidad”.

La generación de ese sentimiento constitucional exigía, según Candorcet, una adecuada instrucción general, una buena educación política. Permitidme una reflexión personal, íntima. Se han cumplido los 50 años del día que impartí mi primera lección en la Universidad. Fue en el curso 1953-54, y la Facultad de Derecho de la entonces Universidad Central se encontraba todavía en la calle de San Bernardo. A lo largo de medio siglo, en Madrid, en Barcelona, he tenido la suerte de saber de las inquietudes juveniles y la vocación mayoritaria de los estudiantes universitarios por conocer los sistemas de convivencia en los que impera el Derecho y están amparadas las libertades. Que los universitarios conozcan la Constitución es un propósito de alcance relativamente fácil. Pero no todos los ciudadanos tienen la oportunidad de realizar estudios universitarios. Y la Constitución -ese depósito de valores, ideales y símbolos, a los que antes me refería- tiene que ser conocida por todos los ciudadanos.

Quiero con esto decir que en las escuelas de enseñanza básica, en los Centros preuniversitarios, debe intensificarse el estudio de nuestra Constitución. Lamentablemente no se incluyó en el texto de 1978 algo similar a lo que se ordenaba en el art. 368 de la Constitución de Cádiz, el año 1812: “El plan general de enseñanza será uniforme en todo el reino, debiendo explicarse la Constitución política de la Monarquía en todas las Universidades y establecimientos literarios, donde se enseñen las ciencias eclesiásticas y políticas”. Tampoco se cumple entre nosotros el mandato de la Constitución alemana de 11 de agosto de 1919, la Constitución de Weimar, que en su art. 148.3 disponía que cada escolar recibiese, al terminar sus estudios primarios, un ejemplar de la Constitución.

Conocimiento del texto constitucional y lealtad a la Constitución. Ahora bien, la lealtad a la Constitución no puede alcanzarse con el simple conocimiento, ni incluso con la mera observancia de la norma positiva, aunque ésta se conciba más allá del puro formalismo. Es otra clase de lealtad, más profunda. La Constitución atiende a determinados fines que transcienden a la positividad de sus mandatos. El respeto a la Constitución exige una lealtad entendida como adhesión a fines y valores, con unos principios constitucionales que dan razón de ser y sentido a las normas concretas.

En España, dentro de la lealtad en todos los ámbitos constitucionales, hay una con notable protagonismo: la lealtad en las relaciones entre el Estado y las Comunidades Autónomas.

Nuestra doctrina en este punto es tributaria de la dogmática constitucional alemana, que ha hecho de la Bundestreue, la lealtad federal, uno de los principios fundamentales de su modelo de distribución territorial del poder público. Se le ha llegado a definir como un principio inherente a la división horizontal del poder, válido, pues, por encima de la variante estrictamente federal. En nuestro caso su operatividad es mayor que en otros modelos descentralizados, habida cuenta de la singularidad de nuestro sistema autonómico.

Sabido es que nuestro modelo territorial de organización del Estado no fue rematado por la Constitución; fue definido, fue bosquejado. Los principios y fundamentos del modelo están perfectamente establecidos: soberanía del pueblo español, unidad de la Nación española, supremacía de la Constitución.

Pero la Constitución española, tan rica en valores y principios, no incluye el de la lealtad. Sí lo hacen la belga (art. 143) o la de la Confederación suiza (art. 44). Tampoco lo menciona la Ley Fundamental de Bonn, por más que el Tribunal Constitucional Federal lo utilice en tanto que constitutivo de la esencia del principio federal.

Nuestra Constitución se refiere a un principio muy aproximado: el de solidaridad, que de acuerdo con el artículo 2 se garantiza en las relaciones entre Comunidades Autónomas. Otros preceptos constitucionales abundan en la cita de ese principio, que, pese a su proximidad conceptual, es más restrictivo que el de lealtad; éste, la lealtad, a todos se extiende (y no sólo a las Comunidades Autónomas), y tiene una dimensión más amplia que la estrictamente económica que cabe deducir de las menciones constitucionales a la solidaridad.

En una conferencia que pronuncié hace unos cinco años en el Club Siglo XXI, de Madrid, expuse que, a mi juicio, el interés general de España es un principio constitucional y constitucionalizado. Es algo más que un criterio de atribución y reparto de competencias. No es un título específico, sino el principio que inspira a todos ellos. Es el principio configurador del reparto de competencias entre el Estado y las CC. AA.

Pero la lealtad, como principio, no puede circunscribirse a la sola relación entre el Estado central y las Comunidades Autónomas. En la medida en que se trata de la distribución del poder, también ha de contarse con el que la Constitución confía a los Municipios y garantiza con la autonomía local. Asimismo, el proceso de construcción europea, tan necesitado de pautas y directrices, puede encontrar en la idea de lealtad un valioso canon.

La lealtad es un verdadero principio constitucional, con todo cuanto eso implica. En primerísimo lugar, su condición normativa, lo que lo distancia, por ejemplo, de la mera cortesía del Derecho Internacional y lo aproxima a la buena fe. Aunque sin confundirse con ésta, por cuanto el fin último de la lealtad no es otro que la consecución de una unión más estrecha entre las partes que conforman un todo, el Estado, yendo así más allá del aseguramiento de una expectativa en el cumplimiento del deber ajeno por parte de quien persigue sus propios intereses, sólo circunstancialmente coincidentes con los que defiende quien con él contrata. No estamos aquí en el terreno del Derecho Civil, atento principalmente a la satisfacción del interés particular, sino en el del Derecho Político, consagrado a la conjunción de una pluralidad de intereses en un interés general, común y superior.

Interés general de España que, día a día, va acogiéndose en la Constitución, entendida como norma jurídico-política con vida propia.

La lealtad no es un texto convertido en dogma. La Constitución formaliza una manera de ser y de convivir que evoluciona incesantemente. Friedrich expuso los “cambios sin reforma” que se producen en los ordenamientos constitucionales. Especialmente notables son estas mutaciones cuando los textos constitucionales instauran un sistema complejo, o novedoso, como es nuestro Estado de las Autonomías.

Esta Constitución viva, que dura y subsiste en toda su fuerza y vigor desde hace un cuarto de siglo, es el objeto de nuestra adhesión, con sentimiento constitucional, y la Constitución viva es objeto de nuestra admiración, con las razones de un profesor de Derecho Político de más de cincuenta años de dedicación, con entusiasmo constitucional.

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