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UNA REFLEXIÓN JURÍDICA SOBRE EL PLAN IBARRECHE; por Eduardo García de Enterría, catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid

11/11/2003
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El día 8 de noviembre, se publicó en el diario ABC un artículo de Eduardo García de Enterría, en el cual, el autor realiza una reflexión jurídica sobre la Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi formulada por el Lehendakari Juan José Ibarretxe. Por el gran interés y actualidad de este tema transcribimos íntegramente dicho artículo.

UNA REFLEXIÓN JURÍDICA SOBRE EL PLAN IBARRECHE

La clave de bóveda del Plan Ibarreche se encuentra en su Preámbulo, cuando dice: “El pueblo vasco tiene derecho a decidir su propio futuro... de conformidad con el derecho de autodeterminación de los pueblos reconocido internacionalmente, entre otros, en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales”. Demasiado sobria motivación para tan ardua iniciativa, que intenta crear otro sujeto constituyente distinto del que la Constitución que nos rige declara con énfasis (Preámbulo: “La Nación española”, art. 1.2: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado”), y por cuya sola virtud actúan los propios poderes vascos que adoptan la decisión.

Es, por de pronto, un exceso semántico hablar de “derechos” de los pueblos. No hay más derechos fundamentales que “los del hombre y el ciudadano”, no ya sólo en nuestra Constitución, sino también en cualquier otro ordenamiento que pudiese invocarse. Los llamados “derechos colectivos” no son, al menos en la situación actual del sistema jurídico general, verdaderos derechos. Para no entretenerme con la exposición de lo que para los juristas es claro, me permito remitirme al trabajo de Óscar Abalde sobre el tema que se encuentra en una publicación de la propia Administración vasca, la “Revista vasca de Administración Pública”, n° 59, de abril de 2001. Allí se dice, por ejemplo: “Hablar en una sociedad individualista de derechos colectivos evoca todos aquellos errores que se han cometido a lo largo de la historia contra la individualidad y, en particular, contra los derechos individuales”. ¿Podría ser éste un nuevo ejemplo? Pero más importante que esta objeción de principio es precisar que no es cierto, en absoluto, que los instrumentos internacionales que se invocan, obra de la Asamblea General de las Naciones Unidas, consagren tal derecho de autodeterminación en la forma que se pretende ejercitar. El enunciado del art. 1° del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos dice: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural”. A su vez, el Pacto Internacional de Derechos económicos, sociales y culturales de 1977 repite la misma fórmula en su art. 1°. Ahora bien, aun cuando resulte claro que esa “libre determinación” (no autodeterminación, en el sentido secesionista) se refiere a la soberanía de cada Estado, es decisivo que la propia Asamblea General de la ONU haya hecho precisiones esenciales para perfilar el alcance exacto del derecho así formulado. La fácil equivalencia que hace el Proyecto de Estatuto Político de Ibarreche entre ese derecho y el que el propio documento dice ejercitar resulta que está explícita y reiteradamente rechazado. Así la Resolución 1514 de la XV Asamblea dijo, sin equívocos: “Todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas”. Y en Resolución 2625, de la XXV Asamblea, fue aún más precisa: “Ninguna de las disposiciones (de los Pactos Internacionales) se entenderá en el sentido de que autoriza o fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad de los Estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con el principio de igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos... y estén, por tanto, dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivos de raza, credo o color. Todo Estado se abstendrá de cualquier acción dirigida al quebrantamiento parcial o total de la unidad nacional e integridad territorial de cualquier otro Estado o país”. Ese mandato de abstención a los Estados dula ONU como es España es inequívoco, según el propio orden jurídico de las Naciones Unidas que se invoca por el documento examinado. Si, como se ha anunciado, el Gobierno español rechaza la iniciativa Ibarreche, sus promotores podrían disponer de una instancia de recurso, la que constituye el Comité de Derechos Humanos de la propia ONU, que ésta instituyó en 1966 para garantizar los derechos proclamados en los Pactos Internacionales, Protocolo ratificado por España mediante Instrumento de 17 de enero de 1985 (BOE de 2 de abril). Antes que en la confrontación sistemática en la que muchos piensan, podría ser ésta una fórmula pacífica y objetiva de dirimir el conflicto.

Uno de los problemas técnicos que presenta el concepto de derechos colectivos es el de identificación de su sujeto. ¿Cómo y quién puede determinarlo? En este caso la cuestión suscita ya en el texto del propio documento notables perplejidades. Dice ejercitar el derecho de autodeterminación, una “parte integrante del pueblo vasco”, concretamente, se precisa, Álava, Vizcaya y Guipúzcoa (Preámbulo y art. 1°). Pero del propio Preámbulo se deduce que ese pueblo vasco lo forman, en realidad, otros cuatro territorios más: Navarra, y los tres del País Vasco francés: Iparralde-Lapurdi, Behe-Nafarroa y Zuberoa, los cuales no participan en el ejercicio del derecho de autodeterminación que se ejercita. Más aún: es ya público que Álava no sólo no participa en la iniciativa del Plan, contra lo que afirma el art. 1 °, sino que se opone a él, lo impugna judicialmente incluso. Así, pues, quedan al final dos territorios entre siete. ¿Es razonablemente posible esta partición sucesiva, capaz de generar indefinidamente sujetos nuevos? ¿Cada una de esas “partes” vincula a las demás? ¿Podría prolongarse la misma a un solo territorio, incluso a fracciones de un solo territorio, a un municipio, por ejemplo? Esto último, digamos, parece implícitamente admitirlo el texto normativo, art. 2.2, al regular el régimen de los enclaves, aunque sólo cuando la “libre determinación” resulte favorable ala integración, no en caso contrario, para separarse de la misma, como sería coherente; por cierto que Sabino Arana reconocía expresamente que en la “República o Confederación Bizkaina,... el pueblo podía libremente emanciparse de la región, la región del Estado”, a lo que llama “separatismo legal”, lo que reitera también en otros textos. Pero nada de esto aparece ahora en el Proyecto que pretende concretar sus ideas.

Ese pretendido sujeto ¿quién lo determina? ¿Basta una proclamación unilateral? ¿Podría mañana hacer la misma autoproclamación cualquier grupo humano, por mínimo que fuese? El Preámbulo del documento dice que “el Pueblo Vasco o Euskal Herria es un pueblo con identidad propia en el conjunto de los pueblos de Europa, depositario de un patrimonio histórico, social y cultural singular”. Esto, que parece el fondo último del Proyecto, es la base misma del nacionalismo vasco, desde que Sabino Arana hizo la sorprendente afirmación de que este pueblo vasco “es el más antiguo de la tierra”. No parece que historiadores, antropólogos, sociólogos respalden hoy ese juicio, que está más bien en el terreno de la mitología política. Pero, sin entrar en el tema, esto podría ser como pretenden los nacionalistas y difícilmente podría derivarse de ello ninguna consecuencia política en favor de la existencia de un incuestionable derecho de autodeterminación. Pueblos identificables como unidades más estables (por ejemplo, los indios americanos o los del Amazonas, Nueva Zelanda o Australia) no son por ello titulares de ese famoso derecho y ningún Estado ni instancia internacional se lo reconoce. El único derecho sustantivo que pueden pretender es el del respeto a sus peculiaridades culturales, lingüísticas y religiosas y así es común reconocérseles, como, eso sí, rotundamente, impone el art. 27 del Pacto Internacional de Derechos Civiles, derecho que no parece precisamente negado a los vascos españoles.

Resulta quizás ocioso intentar pote, mizar con otros hipotéticos títulos que suelen invocarse, el más convencional de los cuales, diré, es el de los famosos derechos históricos “de los territorios forales”, derechos que garantiza y ampara la disposición adicional primera de la Constitución y cuya actualización ha de hacerse precisamente “en el marco de la Constitución”, según precisa el precepto, no, obviamente, contra ella, como ahora se pretende. Así lo precisó, por lo demás, la Sentencia Constitucional 76/1988. Alguna vez he dicho que con esa cláusula los intérpretes nacionalistas, desde Miguel Herrero a sus seguidores, pretenden construir una especie de aleph borgiano, por cuyo estrecho hueco resulta posible contemplar -aquí reclamar- el universo entero. Obviamente, no puede ser un derecho histórico, si las palabras quieren decir algo, lo que nunca -absolutamente nunca- ha existido en la historia, que es un País Vasco unificado e independiente.

También sorprende en el Proyecto Ibarreche la moderación con que se refiere al País Vasco francés frente a la rudeza desafiante con que trata su confrontación con España, que ha sido bastante más generosa con esa famosa peculiaridad. Sin duda porque en Francia la unidad nacional es algo apodíctico y absolutamente incontrovertible, el art. 7 del Proyecto se limita a pretender desarrollar, en el marco de la “cooperación europea transfronteriza” -separados por una frontera, pues–“especiales lazos históricos, sociales y culturales”. Seguramente los autores conocen bien tanto ese talante nacional francés como la doctrina explícita del Consejo Constitucional (que es allí lo que el Tribunal Constitucional aquí) sobre el derecho de autodeterminación, por ejemplo, la bien reciente Decisión 2000-428, de 4 de mayo de 2000, que sólo reconoce tal derecho a “los pueblos de los territorios de ultramar”, siendo para el resto resueltamente incompatible con el principio de indivisibilidad de la República.

Todas estas observaciones, que no son, ciertamente, las únicas posibles, querrían sólo contribuir a evitar -aunque sin demasiada fe- que se genere artificiosamente, un gravísimo problema nacional capaz de acabar con la paz y la integración política que supo crear tan certeramente (y con tantos beneficios tangibles, y no utópicos, para el pueblo vasco) la Constitución de 1978.

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