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Entre la ley y el poder; por Enrique Garza Grau, Profesor de Derecho Procesal en la Universidad Europea de Madrid

17/09/2025
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El día 17 de septiembre de 2025 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Enrique Garza Grau, en el cual el autor opina que la independencia judicial no es negociable y su defensa exige coraje institucional, rigor jurídico y compromiso democrático.

ENTRE LA LEY Y EL PODER

Desde la reforma de 1985, que otorgó al Parlamento la facultad de elegir todos los vocales del CGPJ, España ha vivido una incesante mudanza que sitúa la filosofía jurídica en modelos anteriores Locke y Montesquieu. La Justicia ha sido colonizada por la lógica de bloques ideológicos, donde los jueces reciben la perversa calificación de ‘progresistas’ y ‘conservadores’, cuyos nombramientos se negocian atendiendo a los intereses políticos de los grupos parlamentarios, desmereciendo su independencia y profesionalidad. Esta perversión del lenguaje en la clasificación de los jueces ha contaminado la percepción pública de la imparcialidad judicial, debilitando la legitimidad democrática.

Parece prosaico recordar que la Constitución de 1978 consagra en su artículo 117 que la justicia “emana del pueblo” y se administra en “nombre del Rey” por jueces “independientes, inamovibles, responsables y sometidos al únicamente al imperio de la ley”. Sin embargo, esta proclamación ha sido sistemáticamente vulnerada por los sucesivos gobiernos, que han intentado limitar la capacidad del poder judicial para actuar como contrapeso contra la corrupción sistémica.

La historia del constitucionalismo español muestra que la independencia judicial ha sido más aspiración que realidad. Desde la Constitución de 1812 -tributaria del pensamiento de Jovellanos- hasta la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 se han sucedido avances y retrocesos. La II República limitó la autonomía judicial al politizar los nombramientos del Tribunal Supremo, y el franquismo redujo la independencia judicial a una formula vacía. Al estar más de cinco años sin renovación, el CGPJ evidenció una parálisis institucional que ha requerido la intervención de la Unión Europea.

La Comisión de Venecia, el Greco y el Parlamento Europeo han exigido reformas que devuelvan al poder judicial su autonomía plena. La resolución del Parlamento Europeo del pasado junio subraya que una injusticia imparcial y accesible es condición ‘sine quanom’ para la consolidación del Estado de derecho. En un espacio social en el que el 68 por ciento de los ciudadanos percibe la corrupción como extendida, y el 65 por ciento cree que los casos de alto nivel no se persiguen, la independencia judicial no es una cuestión técnica: es una urgencia democrática.

Este no es nuevo. Ya Sócrates, en el ‘Critón’, propuso el dilema de obedecer una ley injusta o traicionar el orden jurídico. Estamos viendo que la apuesta política es la segunda, gracias al abrigo de la protección que creen tener controlando el poder judicial. La decisión de Sócrates al aceptar la muerte antes de quebrar la legalidad eleva una convicción ética que Platón eleva a los fundamentos de la República. Locke y Montesquieu integran esa obediencia racional en la arquitectura institucional del Estado moderno: separación de poderes, control mutuo y sometimiento del ejecutivo al imperio de la ley.

Montesquieu lo expresó con claridad: “Todo estaría perdido si el mismo cuerpo ejerciera los tres poderes”. Esta advertencia, formulada en el siglo XVIII, sigue siendo vigente. André Hauriou sintetizó esta doctrina con su célebre fórmula: “Detener el poder con el poder”. En España, sin embargo, los poderes legislativo y ejecutivo han colonizado el órgano de gobierno de los jueces, debilitando su capacidad de actuar como garante de la legalidad.

La independencia judicial no puede entenderse como un privilegio corporativo. Es una garantía para los ciudadanos, una condición estructural del Estado de derecho. La justicia no puede ser rehén de las mayorías parlamentarias ni instrumento de impunidad. La elección directa de los vocales del CGPJ por los jueces, la desvinculación de la Fiscalía del poder ejecutivo y la profesionalización de los nombramientos judiciales son medidas urgentes.

Como bien señaló la presidenta del Tribunal Supremo, “nuestra función es resolver los conflictos que se dan en la sociedad, no contribuir a alimentarlos”. La independencia judicial no es negociable. Es el último dique frente a la corrupción, el abuso y la tiranía. Y su defensa exige coraje institucional, rigor jurídico y compromiso democrático.

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