Pieza básica del gobierno democrático en un Estado de Derecho, desde los orígenes mismos de esta saludable forma de organización política a que han ido llegando los pueblos más civilizados, es la autorización y fiscalización, por la legítima representación popular, del gasto que haga el Gobierno, utilizando los recursos que obtiene del pueblo por los medios que asimismo han de ser aprobados por dicha representación; unos recursos de los que, como es obvio, no es el Gobierno sino mero administrador.
La democracia y, en buena parte, el mismo Estado de Derecho, se convierten en cascarón vacío, en pura apariencia de tales, sustituidos en realidad por el “ordeno y mando” propio de los gobiernos autocráticos, despóticos y dictatoriales menos respetuosos con el pueblo en su conjunto, si el Gobierno se dedica a gastar lo que la representación popular no le ha autorizado a gastar, mientras sigue exprimiendo los recursos procedentes del pueblo. Máxime si, además, sustituye con particular frecuencia el ejercicio ordinario de la potestad legislativa. que corresponde a esa misma representación popular, con el dictado de leyes por decreto, sobre las que la representación popular solo puede pronunciar un sí o no globales, con íntegra exclusión por añadidura de aquella parte de esa representación popular que, en los sistemas parlamentarios bicamerales, constituye el senado.
Y es esto lo que, tan lamentablemente, viene ocurriendo en España.
La Constitución vigente no puede ser más clara:
- Son las Cortes Generales quienes tienen que aprobar, tras examen y, en su caso, enmienda del proyecto de Presupuestos Generales del Estado que ha de elaborar y presentar ante ellas el Gobierno: art. 134.1.
- Esos “Presupuestos Generales del Estado tendrán carácter anual e incluirán la totalidad de los gastos e ingresos del sector público estatal y en ellos se consignará el importe de los beneficios fiscales que afecten a los tributos del Estado”: art. 134.2.
- “El Gobierno deberá presentar ante el Congreso de los Diputados los Presupuestos Generales del Estado al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior”, lo que lógicamente sucede el 31 de diciembre de cada año: art. 134.3.
- No obstante, “si la Ley de Presupuestos no se aprobara antes del primer día del ejercicio económico correspondiente, se considerarán automáticamente prorrogados los Presupuestos del ejercicio hasta la aprobación de los nuevos”: art. 134.4.
La exigencia de que, cada año, la legítima representación popular apruebe la totalidad de los gastos e ingresos a efectuar ese mismo año por el sector público estatal en la correspondiente Ley de Presupuestos, es un principio constitucional neto y fundamental. Podría haber fijado la Constitución que eso se hiciera, por ejemplo, cada dos años, pero ha querido -conforme a una práctica muy generalizada en todo el mundo- que sea cada año. Y no hay excepción posible. Por eso impone la misma Constitución el deber irrestricto del Gobierno de presentar al Congreso el proyecto de tal Ley de Presupuestos con la debida antelación para que pueda aprobarse y comenzar a aplicarse desde el primero de enero de cada año.
Se admite, ciertamente, que, por diversas circunstancias -unas elecciones o cambio de Gobierno en los últimos meses del año, por ejemplo, o dificultades transitorias para obtener el respaldo necesario- se pueda producir algún retraso en la aprobación de dichos Presupuestos, disponiéndose, por ello, para tal excepcional caso, que se prorroguen entretanto, provisionalmente, los del año precedente.
Pero esta posibilidad de prórroga, en todo el contexto del art. 134, y de los principios democráticos del Estado de Derecho, no puede entenderse sin término, de modo que, de hecho, se incumpla el mandato esencial de la anualidad de los Presupuestos y de su aprobación. Menos aún puede legitimar el incumplimiento por el Gobierno de su incuestionable deber de presentar al Congreso los Presupuestos a aprobar, que, de no haberse podido hacer en el plazo que señala la Constitución, habrá de hacerse cuanto antes para que los Presupuestos puedan cubrir efectivamente el año correspondiente del modo más rápido posible.
Tenemos, sin embargo, un Gobierno que parece haberse sentido exonerado de todas estas exigencias democráticas desde su formación en el otoño de 2023, durante todo el año 2024 y lo que llevamos del 2025, anunciando recientemente su Presidente, sin rubor alguno, que, si bien están pensando proponer al Congreso los Presupuestos para 2026, seguirán aplicando, prorrogados, los del año 2023, si las Cortes no les otorgan su aprobación.
Es notorio que esta grave anomalía viene sucediendo porque el Gobierno se sustenta en el voto de algunos grupos que solo quieren respaldarlo para lograr sus objetivos políticos partidistas -algunos, neta y descaradamente anticonstitucionales- y no quieren solidarizarse con el conjunto de las políticas que el Gobierno plasmaría en unos Presupuestos que las Cortes aprobasen. El Gobierno viene accediendo así a las pretensiones de los pequeños grupos que su Presidente ha necesitado para erigirse en tal y mantenerse en su posición, sin tener con ello el necesario respaldo democrático para el conjunto de su política. Como ocurre en las autocracias de toda especie, el Poder se pone en realidad al servicio de unos pocos, de espaldas a la mayoría, y elude arteramente las reglas democráticas que le obligarían a cambiar o a dejar el Poder.
Lo que viene sucediendo es ignominioso, ilegítimo. Y la oposición no debería aceptar diálogo ni compromiso alguno que no comience por someterse el Gobierno a las exigencias constitucionales democráticas presupuestarias, de modo que si, no es capaz de presentar unos Presupuestos antes de octubre o de hacerlos aprobar antes de finalizar este año, cese o quede en funciones con la convocatoria de nuevas elecciones generales que renueven las Cortes y ofrezcan una nueva posibilidad de formar un Gobierno democrático. Todo debe conducir a hacer presente al Gobierno y a la opinión pública, de manera incesante, la ilegitimidad democrática de los actuales gobernantes del Estado. Es una verdadera vergüenza en el conjunto de nuestros compromisos europeos que siga reteniendo las riendas del Estado quien no es capaz de evidenciar que, cuanto viene gastando -incluidas las retribuciones de los propios gobernantes, sus asesores y colaboradores-, carece de la autorización democrática anual requerida por la Constitución y por lo más esencial a cualquier sistema que se pretenda propiamente democrático.