Juzgar al poder no es fácil. Si se trata de delitos, el Código Penal prevé y describe las conductas delictivas y la dificultad de enjuiciarlas es doble. Una es obvia: apreciar hasta qué punto la conducta investigada o, en su caso, enjuiciada, se ajusta a lo que el Código Penal castiga. La otra es distinta: según el peso político del afectado, el juez puede toparse con una indeseable expectación mediática, juicios paralelos, etc., algo aguantable a base de profesionalidad, discreción y buen hacer.
El juez penal se encontrará esporádicamente con casos que involucren a políticos, no así el juez contencioso-administrativo. A diario juzga no a quien ejerce el poder, sino el ejercicio del poder. Y en esa labor lo normal serán asuntos sin especial relieve, en mayor o menor medida relevantes para los juristas, aunque puede toparse con asuntos que, además, tengan alcance político. Este panorama gana intensidad cuando lo atacado responde a una libre opción política. En estos casos, el juez sigue unas pautas que delimitan y limitan su juicio y para ello aplica las reglas sobre el enjuiciamiento de la discrecionalidad, esto es, para controlar la legalidad de la libre elección entre opciones legítimas.
Permítanme que abunde, con moderación, en esta idea. El juez sabe que esa discrecionalidad es controlable mediante lo que llamamos “elementos reglados”, como son, por ejemplo, si quien la ejerce es competente, si ha seguido el procedimiento prenidad visto, etc. ¿Esto significa que la opción, en sí, no puede enjuiciarse? Sí se puede, pero solo si lo decidido no se ajusta a los fines para los que la norma atribuye esa discrecionalidad o incurre en abierta ilegalidad, si incurre en “desviación de poder”.
Este enjuiciamiento tiene especial intensidad si no se juzgan actos, sino normas, en concreto reglamentos, que suelen atacarse porque no están justificados, bien porque no se da razón alguna de lo que regulan o sí se dan razones, pero son inadmisibles, son ilegales. De darse razones y juzgarlas, el juez indaga en las fuentes que explican o justifican la norma atacada: acude a los trabajos de elaboración, a los informes y, en fin, a los preámbulos de las normas, en los que se exponen las bondades de lo regulado y su porqué.
Soy consciente de lo plúmbeo de estas cuestiones, pero no se trata de cosas de juristas y deberían interesarle porque hablamos de juzgar el ejercicio del poder, de que sea realidad el Estado de Derecho. Y fíjense que he hablado del juez penal y, sobre todo, del juez contencioso-administrativo, pero hay otro enjuiciamiento que no hacen los tribunales ordinarios, sino un tribunal ajeno al Poder Judicial -aunque se llame “tribunal”- y me refiero, obvio, al Tribunal Constitucional.
No entraré en la relevancia y características de juzgar la constitucionalidad de las leyes, esto es, las decisiones del Parlamento, del órgano soberano del Estado, intensamente políticas y que forjan el ordenamiento jurídico en su máximo nivel, con normas de rango inferior a la Constitución. Con todo, y en muy buena medida, su enjuiciamiento participa de las reglas que siguen a diario los jueces y es que cabe hablar de una “comude técnicas de enjuiciamiento”.
Todo lo dicho, prescindiendo de relevantes matices, viene a cuento de la sentencia sobre la ley de amnistía, sobre la que mucho se ha escrito y, con razón, criticado: con ella se ha renunciado a las más elementales reglas y criterios de enjuiciamiento del ejercicio del poder concretado en elaborar una norma. Varias son las razones que se opusieron a su constitucionalidad y de ellas reparo en una: se atacó a la ley por arbitraria, pues la opción que regula -que no es perdonar, sino que el Estado ordena que se olviden gravísimos delitos, dejándolos impunes- implica un privilegio discriminatorio favorable a los golpistas, carente de una justificación constitucionalmente admisible.
Para salvarla, el Tribunal Constitucional sostiene que la discriminación se justifica por la excepcionalidad del proceso secesionista y responde a un fin legítimo y razonable: reducir la tensión institucional y política, contribuir a la reconciliación y “normalización” del conflicto. Asume así lo que dice el preámbulo de la ley y añade que, como tribunal, no puede suplantar al legislador ni juzgar la intención última de los autores de la ley.
Unas razonadas sinrazones ajenas a un prudente enjuiciamiento de opciones políticas. El tribunal se tapa los ojos para ignorar la realidad: el Estado promulga una ley redactada con unos delincuentes que intervienen en el diseño jurídico de su impunidad y como trueque para investir a quien está en el Gobierno, como ha censurado la Comisión Europea. Un Tribunal que, llevado de una falsa autolimitación, asume tamaña tropelía, que desguaza el Estado de Derecho, queda desacreditado, aunque ya lo estaba al conformarse con una mayoría gubernamental.