DEBEN DESAPARECER, SALVO CONTADAS EXCEPCIONES
El aforamiento es una anomalía para el principio de igualdad ante la ley penal, que incluye obviamente la equidad en los criterios para determinar el juez o tribunal competente para la instrucción y para el enjuiciamiento del delito. Además, las maniobras que, en algunos casos, el presunto responsable de un hecho delictivo realiza con el único fin de estar aforado han generado una obvia desconfianza ante el funcionamiento de la Justicia, pues parecería que existieran órganos judiciales más favorables que otros para ese acusado. En esta medida, y teniendo en cuenta el elevadísimo número de personas a las que puede aplicarse el aforamiento, soy partidario de eliminar la institución o, en su defecto, de reducir muy significativamente su ámbito de aplicación.
Frente a esta posición, se han mantenido diversos criterios para respaldar el aforamiento. En primer lugar, que cuentan con respaldo constitucional, pues el artículo 71 de la ley fundamental lo establece para diputados y senadores ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, y su artículo 102 lo prevé igualmente, ante el mismo órgano, para el presidente y los miembros del Gobierno. Además, diversas leyes orgánicas han extendido esta figura a la Familia Real, los magistrados del Tribunal Constitucional, a los vocales del Consejo General del Poder Judicial, al Presidente y consejeros del Tribunal de Cuentas, al Defensor del Pueblo, al Presidente y consejeros del Consejo de Estado, a los jueces, magistrados y fiscales, y a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, nacionales y autonómicas. Igualmente, distintas normas autonómicas han establecido también el aforamiento de los diputados y miembros de los gobiernos autonómicos.
Además, los órganos a quienes compete la instrucción o el enjuiciamiento de los delitos imputados a los aforados forman parte de la jurisdicción ordinaria, y la atribución de estas competencias no alteran su régimen ordinario de funcionamiento ni cuestionan el contenido ordinario de sus resoluciones. No se aprecia tampoco que estas reglas especiales de competencia afecten a los derechos de las partes.
El aforamiento viene también respaldado por una larga tradición en nuestro ordenamiento jurídico: ya se previó en la Constitución de 1812 y se mantuvo en las posteriores leyes fundamentales de 1837, 1845, 1869 y 1876. Su fundamento es la salvaguarda del correcto ejercicio de la función pública que desempeña la persona contra la que puede dirigirse una acción penal. Se dice, finalmente, que tampoco la jurisprudencia ha objetado nada en contra de la esencia de esta institución.
Ninguno de los criterios citados anteriormente me parecen suficientes, sin embargo, para compensar la imagen de desigualdad entre los ciudadanos que generan los aforamientos, ni la desconfianza injustificada que genera hacia los órganos de instrucción o enjuiciamiento ordinarios, cuya actividad no afecta, de por sí, más al ejercicio de una función pública que la que puede derivar de la actuación del Tribunal Supremo o de un Tribunal Superior de Justicia. Y ello, sin perjuicio de que el afectado pueda estimar que un órgano colegiado aplica más técnicamente las normas que otro unipersonal, o valorar las estadísticas que reflejan que los juzgados de Instrucción son más propensos a la imposición de medidas cautelares que aquellos órganos de superior rango.
Opino, por ello, que los aforamientos deben desaparecer, salvo (por el criterio del mal menor) en los contados casos en los que pudiera acreditarse que el desarrollo del proceso penal en los órganos ordinarios pudiera afectar al desempeño de las funciones públicas encomendadas a alguna autoridad o funcionario. Y deben ser los distintos legisladores los que lleven a cabo esta transición normativa, de la que no excluyo siquiera al texto constitucional.
De no hacerlo con rapidez, se contribuirá al descrédito de la Administración de Justicia y de las propias autoridades y funcionarios públicos concernidos, pues la sociedad seguirá aceptando aquel dicho de que “al indiferente, la legislación vigente”.