EN BUSCA DE LA RESPONSABILIDAD PERDIDA DE SÁNCHEZ
Desde que el sistema parlamentario de gobierno comenzó a perfilarse en el Reino Unido del siglo XVII, se ha consolidado la idea de que el Ejecutivo necesita contar con la confianza continuada del Parlamento que lo eligió. Por ello, si sobreviene un hecho político de especial gravedad que haga dudar de esa relación de fiducia, el presidente del Gobierno debe asumir alguna de estas tres responsabilidades políticas clásicas: dimitir, presentar una cuestión de confianza o convocar elecciones.
Así, si un presidente no logra que el Parlamento le apruebe los Presupuestos Generales del Estado, debe aceptar una de esas responsabilidades. Como en España -a diferencia de Francia- no se puede vincular la cuestión de confianza a la aprobación de los presupuestos, solo le queda o dimitir o convocar elecciones. Lo hemos visto en diciembre pasado en Alemania, donde el canciller Olaf Scholz convocó elecciones por la imposibilidad de pactar un presupuesto con sus socios liberales y ecologistas. Y lo hemos vivido también en España: Felipe González convocó elecciones en 1996 porque no pudo aprobar sus presupuestos y en Andalucía también en ese año lo hizo otro socialista, Manuel Chaves por idéntico motivo.
Pedro Sánchez acumula ya dos presupuestos prorrogados sin asumir ninguna de las consecuencias que exige la lógica parlamentaria, escudándose en la literalidad de la Constitución y olvidando que el sistema parlamentario se compone, además de por normas escritas, de prácticas consuetudinarias aceptadas por todos los partidos. Para entenderlo, no hace falta recurrir a teóricos del parlamentarismo como Walter Bagehot, William Hamilton o -entre nosotros- Luis María Cazorla e Ignacio Astarloa. Basta recordar lo que el propio Pedro Sánchez exigía en 2018 al entonces presidente Rajoy: convocar elecciones si no lograba que las Cortes le aprobaran los presupuestos.
Del mismo modo, los casos de corrupción desvelados por el informe de la UCO el jueves pasado, con un entramado que afecta de lleno al Ministerio de Transportes, deberían de ser motivo suficiente para que el presidente tomara una de esas tres decisiones teóricas. Lejos de ello, se inventó tres responsabilidades que lógicamente, cumplía: la petición de dimisión de Cerdán, su compromiso con la Justicia y la solicitud de perdón a los ciudadanos. Una respuesta que contrasta con la dignidad institucional demostrada por otras democracias parlamentarias: en mayo de 1974, el canciller alemán Willy Brandt dimitió cuando se descubrió que uno de sus asesores era espía de la RDA; más cerca aún, en noviembre de 2023, el primer ministro portugués António Costa dimitió tras verse indirectamente implicado en una investigación por corrupción. Y más cerca todavía: en 2014 y 2017, Pedro Sánchez le exigió al presidente Rajoy que dimitiera por su responsabilidad in eligendo de varios políticos acusados de corrupción.
¿Qué puede hacer la oposición española si el presidente rehúye sus responsabilidades y, en su lugar, reta a presentar una moción de censura, mientras convoca a los partidos de la investidura a reuniones privadas, interpretando con singular elasticidad los conceptos de “democracia avanzada” y “monarquía parlamentaria” de la Constitución de 1978?
El Partido Popular acierta al no aceptar el reto pues una moción de censura con Feijoo con candidato y el apoyo de Vox no puede lograr, hoy por hoy, los 176 diputados que exige la Constitución. Por eso, parece más sensato exigir la comparecencia del presidente en el Congreso, dirigirse a los demás partidos para subrayar la incongruencia de seguir respaldándolo, presentar preguntas a los ministros sobre su adhesión a un presidente en abierta contradicción con los principios de la democracia parlamentaria e incluso convocar manifestaciones ciudadanas. Sin embargo, todos sabemos que esa estrategia de desgaste difícilmente logrará que el presidente acepte su responsabilidad política. En la práctica, no dista mucho de la vieja táctica oriental de sentarse a la puerta de casa a esperar a ver pasar el cadáver del enemigo.
En mi opinión, el Derecho parlamentario ofrece márgenes adicionales de acción. Por ejemplo, se puede utilizar la vía de las proposiciones no de ley para instar al presidente a disolver las Cortes y convocar elecciones. Ya sabemos que la Constitución le atribuye en exclusiva esa facultad. Pero como la Mesa del Congreso admitió en febrero la proposición de Junts para que se sometiera a una cuestión de confianza, también una facultad exclusiva del presidente, no veo motivos jurídicos para que ahora no se admita una iniciativa similar para la convocatoria de elecciones. Sobre todo, si los firmantes se limitan a copiar el texto de Junts, sin más cambio que el necesario para que en lugar de referirse al mecanismo del artículo 112 de la Constitución lo haga al del 115. En cualquier caso, si la Mesa del Congreso paralizara arbitrariamente la proposición, siempre se podría tramitar una similar en el Senado, con mayoría diferente.
Se podría objetar que una proposición no de ley, aun aprobada por ambas cámaras (algo que no es descartable, habida cuenta de que también Podemos ha reclamado elecciones), no obligaría al presidente pues -como decía la proposición de Junts- se trataría de un texto “sin vinculación jurídica”. Ciertamente, pero si se lograra la aprobación y el presidente persistiera en su estrategia de bunkerización, entonces sí que sería el momento adecuado de presentar una moción de censura, enfocada únicamente a la convocatoria de elecciones generales.
Como garantía de que ese sería su único objetivo, y recordando que la moción de censura de Pedro Sánchez en 2018 partió de la misma premisa, aunque después de ser investido cambió de opinión, el candidato no podría ser Núñez Feijóo. Debería ser una personalidad neutral: alguno de los constituyentes cansados de ver cómo se reinterpreta con ligereza su obra, una expresidenta (lo que tendría la ventaja colateral de que por vez primera el puesto político más importante del Estado fuera ocupado por una mujer), expresidente o exmagistrado del Tribunal Constitucional con acreditado compromiso institucional, etc. De la misma forma, su Gobierno se compondría de solo 5-6 ministros, todos de perfil independiente, aunque sugeridos por las fuerzas que respaldaran la moción. No se necesitan más personas para asegurar el funcionamiento ordinario del Ejecutivo en el breve periodo entre la convocatoria de las elecciones y la nueva investidura.
En fin, hasta aquí mi opinión concebida para no resignarnos ante quien confunde interesadamente la letra de la ley con el espíritu de la democracia parlamentaria. Y como solemos decir los juristas, la someto a cualquier otra mejor fundada en Derecho. Mientras tanto, recuerdo -como con la famosa magdalena de Proust- los tiempos pasados en los que los demócratas pedían perdón de sus errores dimitiendo.