GOBERNAR ES A VECES DISCRIMINAR
Informan los medios, y a ellos me remito porque no poseo otro conocimiento particular sobre el asunto, que por fin las denuncias de los familiares o allegados de las miles de personas ingresadas en residencias en la Comunidad de Madrid que murieron enfermos de Covid sin haber sido previamente ingresados en hospitales públicos han sido admitidas a trámite con el acuerdo de la Fiscalía por algún juzgado de lo Penal. Lo nuevo de estas admisiones sería el hecho de que vienen soportadas en una argumentación distinta a las anteriores rechazadas por homicidio u omisión de socorro; ahora se amparan en el delito del artículo 511 del Código Penal, que castiga a los titulares de servicios públicos cuando denieguen su prestación a quien tiene legítimo derecho a ella por alguna causa de “discriminación grupal” (englobo en este término la larga lista legal de causas de la discriminación de colectivos como la ideología, la identidad sexual, la edad o la enfermedad/discapacidad).
No parece sino que sólo en la Comunidad de Madrid las autoridades sanitarias dictaron protocolos reguladores del ingreso en hospitales que, según las denuncias, podrían incurrir en discriminación delictiva. Algo que no concuerda con las informaciones de la época, que nos relataban casos de muertes en residencias en muchos territorios. ¿Qué sucede para que sólo Madrid genere tanta reivindicación y desasosiego? ¿No existieron protocolos sobre criterios de admisión en otras comunidades? ¿Qué establecían en concreto y en qué se diferenciaban de los capitalinos?
Me sorprende por otra parte, y he de confesar que no soy un jurista especializado en lo criminal, el recurso que se hace en las denuncias a los preceptos del Código Penal dedicados a la discriminación en el ejercicio de los derechos y libertades fundamentales para encajar lo sucedido. Parece un salto conceptual realmente arriesgado el que la regulación administrativa general dictada sobre los criterios de prestación de un servicio público con ocasión de una pandemia, que restringe el acceso al mismo según clases de enfermos demandantes, llegue a conceptuarse como una denegación concreta y por razones discriminatorias de esa prestación a ciertos enfermos. Hay un aroma a distorsión interpretativa muy forzada en este uso del precepto penal, pues sucede que la norma general sobre cómo se va a prestar un servicio en la situación de caos sobrevenida en la pandemia es, precisamente, la que establece qué categorías tienen derecho a él. La discriminación no radica en el acto de aplicación sino en la norma misma, y no parece que el precepto del Código, que habla de funcionarios a cargo de la prestación del servicio, pueda incluir la redacción y firma de la normativa.
Llama también la atención el encuadre de los hechos por parte de los medios, que consiste, sencillamente expuesto, en aceptar sin ninguna reserva la manera con que los familiares los cuentan: sus parientes murieron en residencias sin ser ingresados en un hospital; esto sucedió por una decisión de la Administración recogida en un protocolo de actuación; y por ello, los funcionarios o autoridades autores de ese protocolo son culpables, por lo menos indirectos, de las muertes. O de las patéticas condiciones en que tuvieron lugar. Y punto. Cuando, muy de otra forma, aun suponiendo que la no admisión fuera decidida por la Administración, lo cual parece evidente a estas alturas, la conclusión sobre su “culpabilidad”, sea esta culpa moral o jurídica, es un asunto ciertamente complejo y necesitado de mucha reflexión.
Las víctimas de delitos, o de supuestos delitos, han pasado a ocupar un lugar privilegiado no solo en los procesos de enjuiciamiento y reparación del daño injusto sufrido, sino también como actores en los procesos de formación de la opinión pública sobre unos hechos determinados. Funcionan como una suerte de oráculos de lo que, en cada caso, es correcto o inadecuado, equitativo o injusto. No parece sino que la sociedad en su conjunto les ha cedido su derecho a formar criterio, elevando a verdad absoluta el de las víctimas, que serían por definición las que encarnan el lado bueno de toda historia. Convendría, a este respecto, recordar las cautelas que el clásico Derecho Penal tiene ante las víctimas: escuchar su versión es obligado, pero sabiendo que es emocional, interesada y parcial.
Sostener de manera apriorística la vergüenza de la restricción de ingreso en hospitales a ciertos enfermos que presentaban síntomas objetivos de otros padecimientos importantes, por mor de que no colapsaran aquellos y al final no pudiera atenderse con eficacia a ninguno, no es de recibo. Es necesario un estudio mucho más serio y profundo de la razonabilidad de la decisión en los momentos concretos en que se adoptó y de las alternativas existentes al alcance de las autoridades. La amenaza de colapso del sistema hospitalario parece que fue real y seria, y no una argucia de unas autoridades poco menos que homicidas por naturaleza. No es el Código Penal el que va a darnos luz en la maraña.
Cuando sobreviene el caos, la Administración está obligada a decidir, a discriminar, a anteponer y posponer, a gobernar. Es muy duro, y comprendo de antemano las reacciones adversas a mi opinión, pues supone admitir que alguien humano pueda decidir sobre las posibilidades de vida y muerte de otros humanos, pueda repartir boletos de salvación o condena. Pero creo que si el momento de tener que decidir llega, la autoridad está no solo legitimada sino incluso obligada a elegir. Y a discriminar.
Usted, amable lector, puede inclinarse por la opinión contraria, por aplicar en este caso el clásico fiat iustitia pereat mundus, es decir, la premisa de que se debe tratar por igual a todos pase lo que pase. Pero sucede que la inspiración utilitarista de la moral social vigente y el Derecho Positivo en el Estado obliga a aplicar el corregido fiat iustitia ne pereat mundus: la justicia subordinada a la conservación del mundo, es decir, al bien general.
Llama la atención, precisamente por eso, que las autoridades madrileñas no hayan efectuado (según lo que conozco) ni el más mínimo esfuerzo explicativo sobre su acción y las opciones que tuvieron, las decisiones que adoptaron y los procesos de racionalización que condujeron a ellas. Cierto que el ejemplo que ha dado el Gobierno de España al respecto, con su radical inhibición de cualquier análisis evaluativo de la actuación pública en la pandemia, proporciona una coartada en este ambiente en que nos ahogamos los ciudadanos. Pero nada nos dispensa de la incómoda obligación de formarnos un criterio, por mucho que el problema sea de esos que tienen para quien se implique picos y garras. Por eso expongo la mía.