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Esperando a Cambó; por Vicente de la Quintana Díez, abogado

05/10/2023
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El día 5 de octubre de 2023 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Vicente de la Quintana Díez en el cual el autor opina que siempre será inútil concertar con el nacionalismo cuestiones que afecten a la integridad de cualquier modelo constitucional.

ESPERANDO A CAMBÓ

Esperando a Godot es tal vez la obra más desolada del repertorio de Samuel Beckett. La impresión que causa su lectura o su representación es inolvidable. Los personajes no hacen nada: esperan a Godot -que no ha de venir, que quizá no existe- en el cruce de unos caminos que no llevan a parte alguna. Cuanto dicen es incoherente: “¿Y si nos arrepintiéramos?” “¿Y si nos ahorcásemos?” Su estupor existencial evoca el de buena parte de nuestra clase política, empeñada en extender todo tipo de alfombras para facilitar el Segundo Advenimiento del ‘catalanismo razonable’: esperan a Cambó.

El problema de esa fe nihilista es que no solo induce la frustración de quienes la profesan, sino que produce desperfectos de difícil reparación en nuestro sistema político, y eso también nos afecta a los agnósticos. Valentí Puig lleva años denunciando la “caducidad” del catalanismo político; Álvaro Delgado-Gal alertaba hace poco desde estas mismas páginas sobre las “prácticas que se han asentado en España” y que han llevado al sistema hasta el borde de la implosión.

Los historiadores seguirán discutiendo si hubo algo así como un catalanismo leal a España en los últimos cuarenta y cinco años de régimen constitucional. La verdad es que resulta difícil imaginar a ninguna encarnación de semejante hipótesis pronunciando palabras ni parecidas a estas de Cambó del 28 de enero de 1919: “Nosotros no podíamos aceptar el proyecto del gobierno sino como un pago a cuenta, con toda suerte de reservas mentales, como una trinchera conquistada para desde ella preparar un nuevo ataque. Al día siguiente de aprobado el proyecto del gobierno, el problema seguiría igual. En Cataluña existiría el mismo pleito catalán y nosotros os habríamos engañado a vosotros, a España entera; habríamos debilitado la fuerza del Estado y conquistado para Cataluña posiciones para dar un nuevo ataque. ¿Os parecería honrado y leal este procedimiento? Sería el caso de un litigante que transige un pleito para emplear lo que cobra en los gastos del pleito futuro. No es honrado y no queremos hacerlo”.

Cuatro décadas de gradualismo y construcción nacional rematadas por un intento golpista en Cataluña resultan de una elocuencia histórica abrumadora. Si la democracia, en todas partes, es siempre un equilibrio precario, en España la fragmentación del sistema de partidos y la atribución de un arbitraje dirimente a los secesionistas son las dos balas -mortales de necesidad- con las que el PSOE se ha puesto a jugar a la ruleta rusa. Zapatero inició la senda que Sánchez ha continuado. En palabras de José Varela Ortega, el PSOE optó -bajo su liderazgo y de la mano de los nacionalistas-, por “cambiar de socio constituyente”. Los líderes actuales y recientes de la izquierda española han decidido desentenderse de su participación histórica en la Transición; y han asumido íntegras las tesis históricas de los extremismos que decidieron cortejar hace tiempo.

Antes de 2004 nuestro ‘bipartidismo imperfecto’ se ‘perfeccionaba’ recurriendo a formaciones nacionalistas como ‘tercer partido’. Siempre es peligroso conceder esa distinción a partidos cuyas reivindicaciones son dinámicas. Pero, al menos, los partidos de ámbito y vocación nacionales operaban con límites claros: no se negociaba la planta territorial del Estado y su vertebración se articulaba mediante pactos entre PP y PSOE como socios constituyentes. Una situación acotada: podía haber tensiones, pero el sistema tenía una garantía última de estabilidad. A partir de 2003 cambia el paradigma: el PSOE se asocia con formaciones soberanistas negociando el Estado, no un programa de gobierno. Eso significó el ‘Tinell’; eso significó el ‘Estatut’.

Siempre será inútil concertar con el nacionalismo cuestiones que afecten a la integridad de cualquier modelo constitucional. Cada vez que se concluye un acuerdo ‘territorial’ con los nacionalistas, lo interpretan como un arreglo provisional y empiezan a trabajar por rebasarlo, mientras la otra parte compromete una renuncia definitiva: no hay marcha atrás. Hemos llegado a un punto en que ya no se discuten acuerdos peligrosos con nacionalistas desleales; ahora se cierran alianzas suicidas con secesionistas convictos.

En democracia la disposición transaccional es siempre recomendable y, a veces, ineludible. Pero la transacción con formaciones nacionalistas no se parece a ninguna otra. Porque lleva un acelerador incorporado, de forma que cuanto más se concede, mayor es la presión para la transferencia del resto. El nacionalismo, cuando es real, no negocia por menos del artículo completo. No es que los nacionalistas sean menos razonables o más codiciosos que los demás, es que la mercancía que se negocia con ellos es -directa o indirectamente- la nación. Y cuando eso se hace, proponer ‘concesiones’ o ‘encajes’ es poner en marcha una especie de Ley de Gresham, la ley por la que “el dinero malo expulsa al bueno”: el que concede perderá siempre y el que demanda siempre ganará, porque todo lo adquirido hasta ese momento servirá para aumentar la puja y la ventaja política recaerá, cada vez, en el mejor postor. Todo descontento e insatisfacción, incluso los que no estén ni relacionados con la ‘cuestión nacional’, se presentarán como obstáculos solo removibles mediante sucesivas ampliaciones de la oferta inicial.

Fue así desde el principio, desde que empezamos a cortar en rodajas ese “salchichón” del que habla -ahora- Alfonso Guerra. Tras 45 años de desarrollo autonómico, nadie puede fingir ingenuidad para sentarse a negociar con secesionistas y decir que lo hace “dentro de la Constitución”. Se conoce de sobra el proceder nacionalista: es como ese tipo de tuercas industriales que sólo giran hacia un lado, porque la rosca en sentido inverso queda bloqueada. Los conservadores británicos acuñaron en los 70 la expresión ‘ratcheteffect’, para referirse a la dificultad de introducir reformas económicas tras sucesivas nacionalizaciones. Trasladada a la práctica nacionalista, la analogía funciona. Nuestras tribulaciones estaban previstas hace mucho. Merece ser reproducido por extenso uno de esos diagnósticos. La receta la extendía desde Bilbao Gregorio de Balparda, político liberal que en 1935, un año antes de su asesinato, apuntaba la responsabilidad de los fascinados por eso que algunos humoristas llaman hoy ‘derecha autonómica’ o ‘independentismo moderado’.

Sirvan de homenaje y colofón sus palabras: “En realidad, la afección separatista, aunque se manifieste en la periferia, radica en los centros vitales y se da por eso en las crisis intensas del poder público. Las situaciones políticas débiles, sobre todo si se hacen crónicas, han sido siempre el caldo propicio para el cultivo de ese bacilo. Tan débiles vienen siendo inmemorialmente en España, que los gobiernos se han desentendido de influir donde pueden y deben para impedir la desmoralización de las nuevas promociones de ciudadanos. En tales circunstancias ¿cómo defender al Poder público contra él mismo, ni la nación contra quien la representa?; los buenos españoles, que a pesar de todo son los más en todas las regiones, han de resignarse a presenciar la destrucción y suplantación a su alrededor de su patria grande y de la chica. Los partidos nacionalistas tienen, sin embargo, habilidad bastante, que no necesita ser grande, para obtener, mediante apoyos electorales y parlamentarios, trato de colaboradores y amigos de los gobernantes, que en los apuros de una renovación de Cortes claudican en la defensa de la integridad de la patria y sacrifican tal vez una región española al ofrecimiento, casi siempre incumplido, además, de votos y actas. Hace mucho tiempo que los partidos de gobierno en las más de las regiones de España no son lo bastante fuertes por sí para dirigir y representar mayorías, ni tan patriotas como para deponer diferencias y unirse en interés de la patria: les es mucho más fácil cotizar apoyos e influencias y obtener cuando son poder un número de diputados para ir viviendo”.

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