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‘Citius, altius, fortius… ¿communiter?’; por Pablo de Lora, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid

28/08/2023
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El día 26 de agosto de 2023, se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Pablo de Lora, en el cual el autor opina que en el debate sobre los atletas trans y los criterios a utilizar para incluir a las personas trans en el deporte competitivo, reservar la categoría femenina para las mujeres biológicas es el corolario de un ideal de igualdad bien entendido, el que nos concibe iguales como miembros de la especie humana, pero separados cuando hay un factor objetivo que justifica la diferencia de trato.

En 2017 el tiempo en el que una mujer corrió más rápido la distancia de 100 metros fue de 10,71 (Tori Bowers). Ese mismo año al menos 124 jóvenes varones menores de 18 años corrieron por debajo de esa marca. El número de hombres mayores de 18 años que lo hicieron fue de 2.474. En más de 10.000 ocasiones a lo largo del año 2017 un hombre bajó de 10.71 en esa prueba. Tomo estos datos correspondientes a 2017 porque son los que utilizan Doriane Lambelet Coleman y Wickliffe Shreve de la Universidad de Duke en su estudio ‘Comparing Athletic Performances: The Best Elite Women to Boys and Men’ en el que muestran la insalvable brecha que se produce en todas las pruebas atléticas entre aquellos humanos que cuentan con testes frente a los que cuentan con ovarios, o entre cuerpos androgenizados y no androgenizados, es decir, hombres y mujeres. Y así en casi cualquier deporte en el que sea determinante el rendimiento aeróbico o la fuerza muscular como muestra la mejor evidencia disponible.

En su sesión de julio de 2021, el Comité Olímpico Internacional acordó añadir el término latino ‘communiter’ ( juntos), al lema clásico del movimiento olímpico -‘citius, altius, fortius’, (más rápido, más alto, más fuerte)- puesto en circulación a finales del XIX por Pierre de Coubertain bajo la inspiración del monje dominico Henri Didon. “Juntos”, señalaba el presidente del COI, expresa que sólo cuando nos unen lazos de solidaridad podemos aspirar a ser más rápidos, llegar más alto o ser más fuertes. No me resulta clara esa idea, si les digo la verdad, pero el término y lo que permite evocar incita a preguntarnos hasta qué punto podemos “competir juntos”, hombres y mujeres, o si, manteniendo la separación de las disciplinas deportivas en función del sexo biológico, cometemos una discriminación intolerable frente a quienes no encajan nítidamente en los parámetros que de ordinario usamos para hacer esa segregación.

La cuestión tiene que ver con los atletas trans y los criterios a utilizar para incluir a las personas trans -más problemática y específicamente a las mujeres trans- en las categorías femeninas del deporte competitivo. De hecho, ese mismo 2021, tras dos años de estudio y consultas en el movimiento olímpico, el COI adoptó su informe sobre la cuestión, urgiendo a una armonización que no parece fácil: permitir a los atletas competir en la categoría que mejor se correlaciona con su identidad de género autodeterminada, pero, al tiempo, y en aras al ‘fair play’, impedir las ventajas competitivas injustas y desproporcionadas entre los deportistas. Hoy cada vez son más las federaciones que, como la de atletismo, deshacen el nudo gordiano estableciendo que todo atleta que comienza su transición tras una pubertad desarrollada como varón tiene una ventaja injusta si compite como mujer.

Así ha venido ocurriendo en los últimos tiempos en casos bien conocidos que han sido objeto de aceradas controversias y denuncias: nadadoras, corredoras, halteras o ciclistas que se autoidentifican como mujeres en su edad adulta o que hicieron su transición una vez se beneficiaron de su desarrollo como hombres y son prácticamente imbatibles; más recientemente el de una velocista paralímpica italiana de 49 años, Valentina Petrillo, que ha cortado la posibilidad de progresar en su carrera hacia los juegos paralímpicos a la atleta ciega española Melani Bergés.

En el seno del llamado colectivo LGTBI se arguye que debe respetarse la participación de las mujeres trans en la categoría femenina a partir de dos premisas: (1) las mujeres trans -entendiendo por tales quienes se autoidentifican como mujeres- son mujeres y (2) en cualquier competición separada por sexos hay infinitas variaciones entre los competidores que pueden ser tan determinantes como el sexo biológico, y, sin embargo, no por ello segregamos a los deportistas. ¿Acaso -se esgrime- deberíamos establecer una categoría especial para los nadadores que sufren el síndrome de Marfan que les confiere la ventaja de disponer de extremidades más largas como fue el caso de Michael Phelps o la acromegalia que padecen algunos baloncestistas? Se estaría sosteniendo que siendo tantas las diferencias entre los individuos, en el fondo todos debemos ser tratados como si fuéramos iguales. Aristóteles se revolvería en su tumba.

Consideremos ambas premisas. Que las mujeres trans no son biológicamente mujeres lo indica el hecho de que utilicemos ese sufijo, que no es un predicado más que puede acompañar a cualquier sujeto mujer (inteligente, tonta, responsable, sabia, etc.), sino la propiedad esencial de quien, por parámetros genéticos, fisiológicos o anatómicos no es una hembra de la especie humana.

La segunda premisa tiene su grano de verdad -ni siquiera los gemelos monocigóticos son idénticos a poco que computemos lo que el ambiente ha influido en su desarrollo- pero tomada demasiado en serio hace inoperativa la idea de ‘fair play’ pues no habría nunca competición equitativa. En el límite ni siquiera habría competición misma, ganadores o perdedores. Necesitamos indicadores suficientemente expresivos de la paridad de armas que den margen a la incertidumbre sobre quién ganará a partir de condiciones de partida suficientemente similares. Aunque no quepa dar con un conjunto de propiedades que sean individualmente necesarias y conjuntamente suficientes para definir exhaustivamente la categoría biológica mujer (o la de junior o veterano o peso pesado) la ancestral segregación por sexo, como por edad o capacidad, son criterios de amplísima cobertura, que permiten una rivalidad deportiva equitativa, y que logran visibilizar la excelencia de quienes, compitiendo ‘communiter’, no tendrían la más mínima opción de mostrar su talento y mérito. Antes bien, lo que se visibilizaría es su impotencia. Si, volviendo a mi ejemplo inicial, la velocista Bowers se autoidentificara como discapacitada visual -aun no siéndolo- sería contrario al ‘fair play’ que compitiera como atleta paralímpica en la categoría T12 contra personas que, como Melani Bergés, tienen un restringido campo de visión. Y ello incluso si hay alguna que otra mujer invidente a quien esa discapacidad apenas le merma la explosividad de sus fibras musculares rápidas ni el rendimiento de sus entrenamientos esforzados, consiguiendo con ello poner en aprietos a Bowers.

Ciertamente, hay genuinos casos límite, difíciles: ¿en qué categoría deben poder competir los atletas intersexuales, quienes han padecido algún trastorno del desarrollo sexual, individuos que cromosómicamente son varones pero que, por ejemplo, padecen el síndrome de insensibilidad a los andrógenos y no se desarrollan hormonal ni anatómicamente como tales? Caben las propuestas transaccionales, conciliadoras: premios ‘exaequo’ caso de competir con mujeres, o categorías ‘open’ como están proponiendo muchas federaciones internacionales, en las que puedan competir atletas intersexuales y personas que se autoidentifican como pertenecientes al sexo biológico. Por otro lado, la dignidad y privacidad de los deportistas que pudieran ser así clasificables como ‘casos difíciles’ debe quedar a salvo en todo caso y las categorías deben atender a la ciencia más rigurosa. Así y todo, reservar la categoría femenina para las mujeres biológicas es el corolario de un ideal de igualdad bien entendido, el que nos concibe iguales como miembros de la especie humana, pero separados cuando hay un factor objetivo que justifica la diferencia de trato.

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