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Arbitrariedad como norma; por José Eugenio Soriano, catedrático emérito de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid

23/11/2021
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El día 23 de noviembre de 2021 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de José Eugenio Soriano en el cual el autor considera que el Parlamento no puede desertar de sus funciones y así lo recuerda el Tribunal Constitucional.

ARBITRARIEDAD COMO NORMA

Malos tiempos para el parlamentarismo. El desdén del Ejecutivo hacia el oscurecido legislador es patente. Años sin celebrarse el Debate sobre el Estado de la Nación, aquél que no quiso hacer Suárez costándole que Carrillo socarronamente le espetara que “ya se está arrepintiendo de no haberlo comenzado”; años de decretos-leyes sin pluralismo que valga, hasta llegar al inefable Real Decreto-ley 24/2021, de 2 de noviembre, de transposición de directivas de 161 páginas, divididas en Libros, Títulos y Capítulos, como si de un Código se tratase y todo por evitar multas europeas por la pereza en incorporarlas a tiempo (y la saga continúa con un par más de decretos en apenas 10 días); años, en fin, de concentrar en el partido todo, el Ejecutivo y el Legislativo, que, con listas cerradas, primarias que elevan devotamente al jefe, circunscripción provincial, sistema proporcional (en el Congreso) han acabado matando a Montesquieu. Y con el reparto de cromos en el Tribunal Constitucional, en el Consejo General del Poder Judicial y en cualquier otro rincón constitucional (Tribunal de Cuentas, Defensor del Pueblo), enterrándolo hasta muy hondo. La ecuación que integraba democracia con Estado de Derecho no se despeja ya y el resultado está siendo gravemente fallido. Lo que digan los jefes es palabra de diputado, con alguna simulación estética y estéril, más para acrecentar el dogmatismo que para evitar que el Congreso sea caja de resonancia de lo que acuerden los jefes. Incluso la Ley de hierro de la oligarquía política de Michels se ha convertido ya en rústico pedernal.

Y esto sucedió también durante la pandemia con el eclipse del Parlamento, que abdicó de su función de control del Gobierno, ocasionando la intervención única y última del Tribunal Constitucional respecto de este trance provocado por un decreto que al prorrogarse por seis meses continuaba empobreciendo la acción de fiscalización del Congreso, al mismo tiempo que inauguraba una peculiar delegación en las Autonomías, a las que se traspasaba, ilícitamente, una responsabilidad que es de todos. Responsabilidad que no puede ser compartimentada ya que el virus no conoce fronteras y, además, la fórmula constitucional de los estados excepcionales atienden exclusivamente a un dialogo entre Congreso y Gobierno, en ningún caso incorporando a terceros. Y, así, pese a la inmensa presión mediática, orquestada políticamente, mal que bien, el Tribunal Constitucional -su mayoría al menos- sí que ha sido resiliente y ha mantenido límites a la invasión gubernamental sobre el Parlamento, recuperando para éste su dignitas y auctoritas incluso contre lui-même: no cabe cierre parlamentario ni siquiera ordenado por el propio Parlamento. Da un disparo de advertencia por delante de la proa: las Cortes no pueden abdicar de sus funciones ni el Gobierno decidir cuándo y cómo han de ejercerse éstas.

Caveant consules ne quid respublica detrimenti (Vigilen los cónsules que la República no padezca, lema del Senado en Roma cuando investía a los senadores). De eso se trata.

Nuestra lamentable historia constitucional está llena de estas crisis y así nos fue. Pareciera que la jurisprudencia constitucional ha de salvar al Parlamento de sí mismo, aunque para ello deba limitar las propias capacidades decisorias de la Cámara en el punto clave que define su posición como sujeto de control del Ejecutivo en el marco de los estados excepcionales, dice un voto particular favorecedor de la posición gubernamental y contrario a la mayoría del Tribunal. Pues bien, esto es cierto exactamente. Y aventuro que cuando pase el tiempo de turbulencias quedará tal idea como poso de una nítida defensa de lo que queda de la función que corresponde al Parlamento, ya que todos los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Y la Carta Magna recuerda que las Cortes Generales controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuya la Constitución. Y si declinan de tal función está el Tribunal Constitucional para recordarlas.

La Constitución sigue siendo una norma jurídica, no una mera declaración programática de intenciones ni una contraseña vacía de contenido. No cabe (hoy) el harakiri parlamentario.

Van tres sentencias del Tribunal Constitucional, tres, criticando el apagón parlamentario durante esta maligna situación de excepción. Y en esta ocasión se añade una severa crítica a la abdicación de funciones gubernamentales mediante la extraña delegación en las Autonomías cuando es más cierto, por inevitable, que una situación general de excepción obliga a concentrar y coordinar actividades y funciones durante el provisional período de su vigencia mediante medidas temporales de carácter extraordinario. Y sin que ello suponga en modo alguno vuelta al centralismo, ya que la normalidad, felizmente la situación común, no impone ese tipo de anormalidades. Lo que no cabe en lógica constitucional es trasladar e intercambiar situaciones de excepción con las situaciones comunes y ordinarias, ni viceversa. Y desde luego ¡ojalá nunca se dé!, en caso de estados de excepción y de sitio, tal concentración de poderes en el Gobierno sería mucho más enérgica, como por demás se hizo en la primera declaración del Estado de Alarma.

El Parlamento, pues, no puede desertar de sus funciones y así lo recuerda el Tribunal:

Recae sobre aquella institución parlamentaria el deber constitucional de asumir en exclusiva el control político al Gobierno y, en su caso, la exigencia de responsabilidad por su gestión política en esos períodos de tiempo excepcionales, en la misma forma y con mayor intensidad que en el tiempo de funcionamiento ordinario del sistema constitucional, dada la afectación de derechos fundamentales acordada en los citados estados de excepcionalidad. Y taxativamente añade: “No puede calificarse de razonable o fundada la fijación de la duración de una prórroga por tiempo de seis meses que el Congreso estableció sin certeza alguna acerca de qué medidas iban a ser aplicadas, cuándo iban a ser aplicadas y por cuánto tiempo serían efectivas en unas partes u otras de todo el territorio nacional al que el estado de alarma se extendió”.

Se trata de un caso de abuso por omisión, ya que por las circunstancias en que se realiza sobrepasa manifiestamente los límites normales del ejercicio de un poder, como es el de conceder una autorización al Gobierno, con desconocimiento además de sus propias funciones de control. Por ello, esa falta de justificación y la consecuente falta de control son nulas e inconstitucionales, con fundada razón constitucional.

Como igual falta de control parlamentario y confrontación con la propia Constitución y la Ley fue la delegación de la propia alarma en los presidentes autonómicos, que no responden ante el Congreso, sino ante sus Asambleas, que tampoco serían competentes para declarar y resucitar en su caso dicho estado excepcional. Desaparecidos en combate epidemiológico, político también, el Gobierno y el Congreso no velaron por los derechos ciudadanos, entregaron el preciado orden constitucional a quienes no podían mirar más allá de sus limitadas fronteras y, mientras tanto, economía y salud, derechos y libertades, reclamando la vuelta y recuperación de sus legítimos representantes. Así las cosas, el Congreso quedó privado primero, y se desapoderó después, de su potestad, ni suprimible ni renunciable, para fiscalizar y supervisar la actuación de las autoridades gubernativas durante la prórroga acordada. Quien podía ser controlado por la Cámara (el Gobierno ante ella responsable) quedó desprovisto de atribuciones en orden a la puesta en práctica de unas medidas u otras Quedó así cancelado el régimen de control que, en garantía de los derechos de todos, corresponde al Congreso de los Diputados bajo el estado de alarma.

Una cierta resurrección constitucional del Parlamento, que debemos al Tribunal, sería una correcta conclusión. Apreciemos pues que “tres palabras del legislador no conviertan en basura bibliotecas enteras de libros de Derecho”.

Comentarios - 1 Escribir comentario

#1

A veces parece que se olvida un hecho: la INFALIBILIDAD NO EXISTE.
La del TS y TC tampoco. El TJUE se lo ha recordado muchas veces.
Si expertos juristas discrepan de las STC no es justo poner a caldo a los diputados por equjivocarse teniendo una menor formacion jurídica.

Si la STC fuera la opuesta, NO POR ESO la sentencia sería VERDAD, algo bastante inasible cuando descansa en la interpretación. Y sería improcedente poner a caldo a quien presentó el recurso de buena fe.
Saber que no era procedente debe ser un BENEFICIO para todos, no un motivo de escarnio respecto al que se equivoco, si actuó de BUENA FE

Los ciudadanos aceptamos LAS SENTENCIAS INJUSTAS porque así lo hemos acordado. Pero una SENTENCIA INJUSTA sigue siéndolo aunque sea PROCESALMENTE CORRECTA Y VINCULANTE.

Menos rasgarse de vestiduras y menos alargamiento de las filacterias contribuye a que la convivencia, AUNQUE INJUSTA, la soporte mejor quien es VICTIMA DE UNA VIDA INJUSTA; miles o millones de personas. A nivel mundial somos MILES DE MILLONES.

Escrito el 25/11/2021 7:25:50 por Alfonso J. Vázquez Responder Es ofensivo Me gusta (0)

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