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El carnero de Pericles; por Daniel García-Pita, Miembro correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

17/02/2020
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El día 17 de febrero de 2020 se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Daniel García-Pita en el cual el autor opina que en los últimos tiempos, con el pretexto del avance hacia la modernidad, se impone en realidad una vuelta atrás desde la razón al mito y la emoción.

EL CARNERO DE PERICLES

El primer paso en el camino del mito a la razón -debería quizás decir el más renombrado- corresponde a los filósofos presocráticos. Uno de ellos, Anaxágoras, se había convertido por su prestigio en mentor del gran Pericles.

Cierto día llevaron ante el legislador un carnero que solo tenía un cuerno. El adivino Lampón no dudó sobre el significado de la deformidad del carnero unicornio: era presagio de que Pericles, que había evolucionado hacia el populismo, prevalecería sobre Tucídides, a quien apoyaban los sectores más conservadores de Atenas; de esta forma se unificaría en una única mano el poder sobre la ciudad. Anaxágoras mandó cortar la cabeza del carnero y se pudo comprobar que su cerebro no llenaba la cavidad craneal sino que, en palabras de Plutarco, “formaba punta como huevo, yendo en disminución hasta el punto en que la raíz del cuerno tomaba principio”. Quedó de esta manera probado que se trataba de un defecto físico ajeno a cualquier explicación sobrenatural. Al cabo de poco tiempo se desvaneció el poder de Tucídides recayendo en Pericles todo el manejo de los negocios públicos. De esta manera pudo Lampón recuperar su prestigio de descifrador de augurios y presagios. El adivino había hecho tablas con el “físico”. Anaxágoras, no obstante su éxito -o quizás por él- acabó condenado más tarde al destierro por impiedad, cuando se empeñó en sostener, tozudamente, que el sol no era un dios sino una masa de hierro incandescente. Lampón, que se sepa, jamás sufrió castigo alguno por errores o inexactitudes en sus presagios.

Plutarco escribió este suceso, siglos después, en sus “Vidas Paralelas”. Había sido sacerdote en el oráculo de Delfos e intérprete de los augurios de la pitonisa y por sus méritos había conseguido la ciudadanía romana. Sea por fidelidad a sus orígenes de intérprete de augurios, sea por la importancia que se atribuía a los dioses en el imperio romano que, obviamente, no querría ofender, sea porque tenía presente la suerte diferente que habían corrido adivino y filósofo, Plutarco se inclinó por una posición ecléctica entre ciencia y adivinación: “A lo que entiendo -dice- ninguna oposición o inconveniente hay en que acertasen el físico y el adivino, y que atinase aquel con la causa, y este con el fin; siendo de la incumbencia del uno examinar de donde y como provenía, y del otro, pronosticar a que se dirigía y qué significaba”.

Veinticinco siglos más tarde fui testigo de la confrontación entre ciencia y mito. En Galicia, siendo yo niño, una invasión de topillos estaba a punto de arruinar nuestro jardín. Un viejo agricultor nos aconsejó clavar en los arriates unas cruces de poco más de un metro de altura pintadas de blanco en la parte superior. La medida produjo el efecto esperado en poco más de una semana. Para algunos la duda estaba entre atribuir el éxito a las meigas actuando en solitario, o bien en una operación conjunta con la santa compaña; en apoyo de esta última tesis estaban las cruces blancas. Para el viejo agricultor el remedio respondía a un riguroso método empírico basado en la observación de la naturaleza y, más concretamente, de los hábitos de los búhos del lugar: al oscurecer se posaban sobre las cruces blancas y daban cuenta inmediata de cada topillo que asomaba a la superficie.

El camino a la razón no ha sido de una sola dirección. Ha tenido idas y vueltas a lo largo de la historia. La Ilustración supuso el triunfo sin retorno de la razón. Aparentemente. En todos los ámbitos de la vida se ha alcanzado desde entonces un progreso jamás imaginado en los siglos pasados. En el mundo civilizado en el que aspiramos a seguir viviendo, la democracia y sus instituciones, los códigos y las leyes son el fruto de la razón. De las emociones lo que surgen son los movimientos y los líderes carismáticos. Mi generación ha vivido en el seno de un movimiento que surgía de una guerra civil; pero poco a poco las emociones se diluyeron en la racionalidad de un Estado moderno, capaz de alumbrar la transición desde la dictadura a la democracia sin necesidad del drama de un proceso revolucionario.

En los últimos tiempos, con el pretexto del avance hacia la modernidad, se impone en realidad una vuelta atrás desde la razón al mito y la emoción. Se predica un supuesto progresismo que se recibe con unción por la progresía de todos los colores. Planteamientos e ideales que en su origen fueron razonables, se transforman ahora en movimientos de emotividad tempestuosa, volcánica, sin la menor concesión a la racionalidad.

Los nacionalistas ignoran las leyes proclamando una legitimidad tan románticamente emotiva como histórica y jurídicamente inexistente, con la que quieren disfrazar la ambición de sus dirigentes y el egoísmo provinciano de muchos de sus votantes. El espectáculo del “Me Too” y el ridículo del lenguaje inclusivo son las nuevas banderas del feminismo: ensombrecen la lucha por la defensa de la dignidad de la mujer y la plena igualdad de derecho entre los sexos. La necesaria protección del medio ambiente se desprestigia por el abuso de una normativa progresivamente desmedida donde la vida de un lobo merece más atención que el rebaño de un modesto ganadero. Los animales ya no solo merecen respeto y protección: en un avance insólito de la ciencia jurídica se han convertido en tan sujetos de derechos como sus amos. La lucha contra el cambio climático -madre de todos los movimientos- se predica fervorosamente por políticos, activistas y comunicadores sin formación científica conocida. Sobre sus causas citan como aval las conjeturas de un misterioso “consenso de expertos”, no métodos empíricos contrastados como denuncian prestigiosos científicos. El misterioso “consenso” ha nombrado sacerdotisa máxima del movimiento a la señorita Greta Thunberg. Su ejemplo, con la travesía del Atlántico en catamarán, limpia de CO2, es una metáfora de intensidad emocional difícil de superar.

Se trata del nuevo progreso: emotividad totalitaria que sepulta día a día a la razón. De ella dependía nuestra anticuada libertad.

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