La sentencia que condena a cada uno de los miembros de “La Manada” a nueve años de prisión y a cinco de libertad vigilada (no se olvide esto último) no es fruto de un error del Código Penal, ni del sistema procesal. No responde a una patología que ha alterado el recto proceder de nuestros jueces. Esa sentencia es el resultado mismo sobre el que se asientan algunos de los fundamentos irrenunciables del Estado de Derecho y del funcionamiento de la Justicia: la independencia judicial y la valoración en conciencia de la prueba. La aplicación judicial de las leyes se ha construido sobre el principio de confianza en los jueces que, por ser independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley, tienen en exclusiva la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Esto último no es un eslogan. Es el dictado literal de la Constitución de 1978. Por más que cueste aceptarlo, entre los derechos fundamentales del ciudadano español no se halla el de la aplicación acertada del Derecho. Lo más -y nada menos- que le reconoce la Constitución es el derecho a la tutela judicial efectiva, que compendia las mejores y más completas garantías que el constitucionalismo liberal ha creado para el justiciable.
En la discusión sobre el contenido de la sentencia contra “La Manada” se pueden plantear muchas opciones, pero nunca se conseguirá la “robotización” de los jueces para que apliquen la ley en función de unos determinados objetivos -y estereotipos- sociales y políticos, y no en función de lo que realmente merezcan los hechos tal y como hayan quedado acreditados por las pruebas practicadas en juicio oral. Comparto críticas de fondo a la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra y a su voto particular, aunque me distancio radicalmente de las expresiones callejeras de la polémica. No hay reforma legal que satisfaga lo que han reclamado las manifestaciones que estos días han recorrido las ciudades de nuestro país, porque supondría crear un sistema devaluado de garantías y derechos para los acusados, sin presunción de inocencia.
Es posible modificar el Código Penal en lo relativo a los delitos sexuales. De hecho, sería la quinta versión (s. e. u o.), incluida la originaria de 1995. Lo cierto es que la protección penal de la libertad sexual nunca ha sido tan completa y detallada como en la actualidad, ni tan severa, porque algunos delitos agravados están castigados con penas superiores al homicidio y similares al asesinato. Es más, quizá el problema de esta normativa es su perfeccionismo criminológico, que ha complicado la sanción de conductas fronterizas en las que, sin haber consentimiento de la víctima, unas se llaman agresión sexual (violación) y otras, abuso sexual. Quizás haya que retornar a una mayor sencillez tipificadora, que descanse en la inexistencia de consentimiento libre para prever un solo delito de violación, acompañado por tipos agravados y atenuados.
Una última reflexión. Los jueces no son omnipotentes. En muchas ocasiones, el disgusto que provocan las decisiones judiciales enmascara la perplejidad, cuando no la repugnancia, que causa en el ciudadano constatar que convive con asesinos y violadores, pero también con sujetos deleznables que no alcanzan la condición de delincuentes, o lo son, pero menos de lo que aparentan. Cuando al juez le llega el delito, ya es tarde para lamentarse, pero aún es posible preguntarse si la sociedad puede evitar otros nuevos, porque los delitos son manifestaciones de la sociedad que expresan su nivel de patologías. “La Manada” es no sólo la denominación de origen de una degradación individual, sino también el síntoma de una enfermedad que amalgama el lado oscuro de las tecnologías de la comunicación, la banalización del esfuerzo por distinguir lo que está bien de lo que está mal y la renuncia a fortalecer los discursos sociales -empezando por el de la educación de los jóvenes- con valores trascendentes del individualismo. Mientras la sociedad inhiba sus responsabilidades privativas y se las endose a los jueces y al Código Penal, “La Manada” seguirá pastando en sus contradicciones.