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Islandia como síntoma; por Carlos Flores Juberías, catedrático de Derecho Constitucional

16/03/2015
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El día 14 de marzo de 2015, se ha publicado en el diario El País, un artículo de Carlos Flores Juberías, en el cual el autor opina que sería un tremendo error que la Unión Europea no extrajera conclusiones del giro islandés.

ISLANDIA COMO SÍNTOMA

Con una agenda ampliadora tan repleta de candidatos -unos efectivos, otros potenciales, y otros tan solo vecinos con aspiraciones de ir a más- como trufada de problemas -el giro en la política exterior turca, el veto griego a Macedonia, el problema de Kosovo, o el melón sin abrir de Bosnia, por citar solo unos cuantos-, la retirada de la candidatura islandesa anunciada el jueves por el Ejecutivo de Reikiavik podría incluso ser recibida con alivio en Bruselas. Un poco como cuando aquel primo lejano nos anunció que no podría acudir a nuestra boda: le habíamos invitado de corazón, nos gustaría haberlo tenido con nosotros en tan señalado día Pero ¡qué caramba!: eso que nos ahorramos en un banquete que ya se nos estaba yendo de las manos.

Del mismo modo, con una agenda política tan desbordada como la actual por urgencias de todo tipo -la crisis del euro, el desafío de Syriza, el polvorín de Ucrania, o la deriva autoritaria en Rusia por citar, de nuevo, solo los más salientes-, que una isla perdida en mitad del Atlántico norte, con menos habitantes que Malta y un PIB parejo al de Malaui haya decidido mantener sus relaciones con la Unión en los términos en los que éstas estaban ya planteadas, no debería entrañar el más mínimo contratiempo, y menos aún ser visto como algo susceptible de hacer sonar las alarmas en el club comunitario.

Y más todavía teniendo en cuenta que se trataba de un desenlace en extremo previsible. Formalizada en respuesta a la grave crisis financiera que puso al país al borde del colapso en el 2008, pero falta desde el primer momento del necesario consenso entre las principales fuerzas del arco parlamentario, el entusiasmo de los islandeses por la adhesión se fue desinflando conforme el país empezó a recuperarse económicamente, y su candidatura quedó herida de muerte desde el momento en que los liberales del Partido del Progreso y los conservadores del Partido de la Independencia relevaron a los socialdemócratas en el Gobierno de la isla en el 2013.

Pero aun así, sería un tremendo error que la Unión Europea no extrajera conclusiones del giro islandés. Aún siendo desde casi todos los puntos de vista insignificante, la candidatura islandesa servía cuando menos para acreditar que la Unión no solo era capaz de atraer a países de democratización reciente e incierta, economía endeble, y posición internacional problemática, sino también a democracias modélicas y sobradamente consolidadas, con economías pujantes y elevados niveles de vida, y con una seguridad internacional garantizada. De manera que su retirada, sumada a la de Noruega en 1994, y a la persistente negativa de Suiza a adherirse a la Unión obliga ineludiblemente a interrogarse: ¿Para qué ciudadanos y para qué tipo de países resulta atractiva, a día de hoy, la Unión Europea?

Y la respuesta a ello es, hoy, más inquietante que ayer.

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