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José Ramón Parada Vázquez

El maestro García de Enterría, su primera cátedra y el cambio de paradigma universitario

09/05/2014
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El día 21 de marzo de 1988, mi maestro, Eduardo García de Enterría, publicó en la tercera página de ABC un artículo en memoria de Juan Antonio Arias Bonet que había sido catedrático de Derecho romano y coetáneo suyo en la Universidad de Valladolid. Un artículo especialmente emotivo por el que le felicité, y, al tiempo, le rogué, que yo también desearía un elogio similar, aunque para ello tuviera que irme de este valle de lágrimas antes que él. Me contestó, recuerdo, que lo más previsible, por ley de vida, sería que fuese yo quien tuviera que hacer el suyo. Y aquí estoy, en esta Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, donde sirvió su cátedra de Derecho administrativo durante tantos años, recordando su memoria, después de haberlo intentado sin éxito en la tercera de ABC, donde otro, más rápido, desenfundó su pluma antes que yo. Y, aquí me encuentro, digo, en busca del tiempo perdido, recordando aquella etapa, la más entrañable de mi vida universitaria, que fue, sin duda, la transcurrida a su lado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid (…).

José Ramón Parada Vázquez es Catedrático de Derecho Administrativo

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 43 (marzo 2014)

El día 21 de marzo de 1988, mi maestro, Eduardo García de Enterría, publicó en la tercera página de ABC un artículo en memoria de Juan Antonio Arias Bonet que había sido catedrático de Derecho romano y coetáneo suyo en la Universidad de Valladolid. Un artículo especialmente emotivo por el que le felicité, y, al tiempo, le rogué, que yo también desearía un elogio similar, aunque para ello tuviera que irme de este valle de lágrimas antes que él. Me contestó, recuerdo, que lo más previsible, por ley de vida, sería que fuese yo quien tuviera que hacer el suyo.

Y aquí estoy, en esta Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, donde sirvió su cátedra de Derecho administrativo durante tantos años, recordando su memoria, después de haberlo intentado sin éxito en la tercera de ABC, donde otro, más rápido, desenfundó su pluma antes que yo. Y, aquí me encuentro, digo, en busca del tiempo perdido, recordando aquella etapa, la más entrañable de mi vida universitaria, que fue, sin duda, la transcurrida a su lado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid.

En aquel artículo de ABC el Maestro decía lo siguiente:

“Entonces era Valladolid un pequeño rincón, podríamos decir como el poema de Fernán González dice de Castilla. Valladolid era aún el pequeño pueblo que apenas permite recordar (la destrucción de sus barrios antiguos es uno de los asesinatos urbanos más graves que conozco) la gran ciudad industrial y comercial en que hoy se ha convertido. La Universidad era una delicia, la más grata de cuantas he vivido, la que aun alimenta la nostalgia de una vida universitaria colectiva que tan cruel defecto hace Madrid. Hay momentos de fulgor y de opacidad en las instituciones, obedientes a razones azarosas de muy difícil identificación, pero puede decirse con seguridad que en aquellos años la Universidad de Valladolid estuvo en uno de sus mejores fastos.

El Rector que nos dio posesión, con diferencia de días, a Juan Antonio y a mí era Don Ignacio Serrano, el gran civilista, cuya modestia bondad y generosidad, además de sabiduría, son legendarias. El Decano era José Antonio Rubio Sacristán, brillante personalidad, un hervor de inteligencia, de lealtad y de simpatía. Era un orgullo y una alegría para nosotros, jóvenes catedráticos, que personas de tanta calidad humana y universitaria fuesen nuestros cuadros, nuestras autoridades académicas.

Si la Universidad y sus cuadros eran tan gratos, la Facultad de Derecho lo era también en grado sumo. Pocas veces, si alguna, he convivido dentro de un colectivo de tanta calidad y de tanta simpatía personal. Allí estaban Don Vicente Guilarte, losa otros Guilarte, Alfonso y Vicente júnior; Emilio Gómez Orbaneja, Don Teodoro González, José Girón Tena, Justino Duque, José Luis de Los Mozos, Antonia Martín Descalzo, Angel Torio, José María Rodríguez Devesa, Angel Alle, Angel Huarte Javier Alonso Martín, Mariano Martín Granizo, más aún que no nombro por no abrumaros y que todos evocan recuerdos de amistad, de limpieza moral y de admiración.

Arañando en mi debilitada memoria intentaré recordar el escenario físico en que el maestro desempeño su cátedra en aquellos años 1957-1962, sus clases, sus alumnos sus exámenes.

En dos históricos edificios pasaba el maestro su jornada: el de la Facultad, en la plaza de la Universidad, un edificio con fachada barroca de 1715, adherida a un edificio construido en 1909 con dos claustros que todavía se conservan. En el claustro superior se albergaba la Facultad de Filosofía y Letras y en el inferior la Facultad de Derecho. Constaba ésta de seis aulas que se abrían al claustro, y de una sala de profesores. No más allá, calculo, de mil metros cuadrados.

Además, los catedráticos de la Facultad de Derecho tenían un pie en el soberbio edificio renacentista del Colegio Mayor de Santa Cruz, fundado, en 1483 por el Cardenal Mendoza que, como digno hijo del Marqués de Santillana, resumió en breves palabras en el acta fundacional la esencia de la mejor política para la concesión de becas: “para aquellos que dotados de ingenio y ansia de saber no les acompaña la fortuna de su casa”. En aquel edificio, donde en su patio central figura el víctor que nos recuerda que el Maestro García de Enterría es Doctor honoris causa por la Universidad de Valladolid, disponían allí los catedráticos de la Facultad de Derecho de un modesto despacho o seminario, enrejado, con vistas al jardín del Colegio Mayor. Ni siquiera aquellos escasos treinta metros donde se ubicaba el seminario de Derecho administrativo eran propios sino compartidos con los titulares de Derecho Fiscal; en aquellos tiempos el Profesor Fuentes Quintana, y, después, el Profesor Lucas Verdú.

La jornada discurría entre las dos clases en la Facultad, las breves tertulias en la sala de profesores entre clase y clase y el paseo, apenas trescientos metros, de la Facultad al Colegio de Santa Cruz y allí los libros y revistas del Derecho administrativo, el estudio, la tertulia y el primer seminario que con tanto prestigio continuaría en Madrid.

Los alumnos oficiales oscilaban entre doscientos y trescientos. La asistencia a clases era voluntaria. El Maestro nunca pasó lista ni creía que el aprendizaje del Derecho pasara necesariamente por la asistencia a sus clases. En más de una ocasión me confesó que él, alumno que fue de las facultades de derecho en las universidades de Madrid y Barcelona, todo lo había aprendido en los libros y que las únicas clases a las que recordaba hacer asistido fueron las del hipotecarista Jerónimo González. Sabemos además, por propia confesión, que no descubrió el Derecho administrativo en su paso por estas Facultades ni de los administrativistas de la generación anterior a la suya, sino en la preparación del temario de sus oposiciones al Consejo de Estado cuando consiguió hacerse con obras, que le deslumbraron, de autores franceses, sus preferidos, Hauriou, fundamentalmente, e italianas de Santi Romano y Zanobini.

Además de los alumnos oficiales, eran también alumnos del Maestro, en cuanto estudiaban por sus apuntes y eran por él oralmente examinados, los numerosos alumnos libres del extenso distrito universitario de la Universidad de Valladolid, que entonces comprendía las provincias de León, Burgos, Cantabria y el País Vasco en su totalidad. Los alumnos libres éramos, yo también lo fui durante buena parte en mi licenciatura, de distinto pelaje: estaban los libres oyentes que, con permiso del catedrático asistían a las clases, los libres con dispensa que adelantaban cursos, los libres-libres que sólo venían a examinarse en los meses de junio septiembre, y, en fin, los alumnos de la Universidad de Deusto, también alumnos libres, que habían sido previamente examinados por sus profesores y que para obtener el título oficial rendían examen, curso por curso, en nuestra Facultad. A ella acudían pastoreados por sus profesores y, concretamente, el Profesor de Derecho administrativo, el entrañable Padre Urrutia. Entre los que pasaron por aquellos rigurosos exámenes, yo sentado al lado del maestro en el estrado, recuerdo algunos que después fueron importantes personalidades en la banca, en las grandes empresas, en el gobierno nacional, algún que otro lehendakari, y, muy especialmente el examen de Jesús Leguina, que ya apuntaba maneras y que después sería uno de los más destacados discípulos del maestro, Catedrático de Derecho administrativo y Magistrado del Tribunal Constitucional. Deusto era entonces una gran universidad y justamente su prestigio comenzó a declinar cuando disminuyó el nivel de exigencia al liberarse de rendir exámenes en la Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid.

Los jesuitas de Deusto fueron en aquellos tiempos los inventores de la doble titulación para algunos aventajados alumnos que, además del estudio de la carrera de Derecho, cursaban en la Comercial de la misma Universidad, otras asignaturas, como contabilidad y finanzas, y se denominaban abogados economistas. Un paso más, y al tiempo una degradación de aquel invento jesuítico del abogado economista, es la actual oferta en casi todas las universidades españolas de una doble titulación: en Derecho y en Administración de Empresas en solo cinco años. Algunas universidades, en una lamentable competencia para captar más estudiantes, ofrecen ahora, por unos pocos créditos más, la propina de otra titulación, de licenciado o grado en ciencias políticas. ¡Tres grados o licenciaturas por el esfuerzo de una!.

Permítanme aquí una pequeña digresión, una nota a pie de página para recordar que la enseñanza libre fue una gran aportación y, en mi opinión, un notable, desconocido y escasamente valorado precedente de la e-learning y otros modelos parecidos de educación a distancia o abiertas sin la exigencia, en algunas materias innecesaria, e, incluso perturbadora, de la imperiosa y, a veces infantil, enseñanza presencial: un modelo de enseñanza que del brazo de las nuevas tecnologías se está imponiendo ahora en las mejores universidades del mundo en paralelo a la universidad presencial, sobre lo que volveremos.

La implantación de la enseñanza libre en la universidad española, que también se extendió a la enseñanza media a cargo de los institutos, fue obra original de institucionalista Ruiz Zorrilla quien, en la Exposición de Motivos del Real Decreto de 21 de octubre de 1868, distinguiendo entre la prestación educativa y el control de los conocimientos a efectos de la expedición de títulos profesionales, una indeclinable función del Estado, la defendía de este modo:

"el Estado se encarga de enseñar a los que prefieren las lecciones de sus maestros; pero no hace obligatoria la asistencia de los alumnos a las clases ni pone obstáculos a la enseñanza de los particulares. Lejos de eso, abre las puertas de los establecimientos públicos a los que, teniendo ciertas condiciones, quieren hacer una prueba de sus fuerzas, dar a conocer sus aptitudes y contribuir a la propagación de los conocimientos útiles".

Para ello, decía, se reconoce a los discípulos de los profesores particulares, el derecho de obtener los títulos y grados de las instituciones oficiales, siempre que se sometan "a los mismos exámenes que sufren los que asisten a las lecciones públicas".

Asimismo, se proclamaba allí, rompiendo con la rigidez del curso por curso, que “la libertad de enseñanza exige también que la duración de los estudios no sea igual para capacidades desiguales", pues "el Estado no tiene derecho para compeler a un joven, rápido en sus concepciones, seguro en sus juicios y perseverante en el trabajo, a seguir el paso perezoso del que es tan tardo en concebir, como ligero en juzgar y no siente amor a la investigación de la verdad (... ). Estudie cada cual según su capacidad el número de asignaturas que sea proporcional a sus fuerzas, y mientras uno concluirá sus estudios en pocos años, sufrirá otro las consecuencias de su desaplicación o del desconocimiento de su falta de capacidad”.

Si a aquella cifra de doscientos a trescientos, al menos, alumnos oficiales sumamos las diversas clases de alumnos libres, Deusto incluido, a los que el Maestro enseñó, reitero, a través de los, ya entonces, sus famosos apuntes y controlaba en exámenes orales, dio servicio presumiblemente a cerca de mil alumnos por cado uno de sus cursos, parte general y parte especial. En un rápido y aproximado cálculo podemos afirmar que, en sus cinco años de permanencia en la Facultad de Derecho de Valladolid aprendieron de él unos 10.000 estudiantes.

Con las matriculas de estos alumnos, de cuantía muy reducida, posiblemente se cubría con creces el coste del servicio que era, básicamente, el sueldo del catedrático, entonces muy modesto, de 4 a 5 mil pesetas; más el estipendio, menos de una tercera parte del anterior, del profesor adjunto que no era funcionario sino de libre nombramiento y remoción por el catedrático, y la propina, que yo misma percibía como ayudante de clases prácticas, justamente 500 pesetas al año.

El Maestro daba todas las clases. No recuerdo que el profesor adjunto, ni yo mismo que le acompañaba y tomaba apuntes en todas ellas como un alumno más, aunque sentado a su lado en el estrado, le hayamos sustituido en este cometido. Unas clases que preparaba concienzudamente y exponía, pausadamente, siguiendo un guion que había escrito con letra muy menuda en un pequeño papel a modo de chuleta.

Por las clases prácticas nunca mostró entusiasmo alguno. No recuerdo verle interesado por el método del caso, ni porque los alumnos aprendieran a redactar instancias, recursos o demandas. Más bien pensaba que a la buena práctica se llega con naturalidad desde un buen conocimientos de las instituciones y del lenguaje jurídico y, justamente por ello, convirtió las sedicentes prácticas en vehículo de una mayor preparación doctrinal para los alumnos aventajados, a los que se invitaba a leer y resumir monografías o artículos de revistas y, en particular, de la Revista de Administración Pública. Recuerdo que entre los que se beneficiaron de esa estrategia de señalar a los alumnos el verdadero camino de la excelencia se cuenta a Tomás Ramón Fernández que, ya en su tercer curso, descubrió la Revista de Administración Pública y que ahora dirige con notable acierto.

De lo dicho se desprende que poco o nada tiene que ver aquel escenario pedagógico con el actual de la enseñanza universitaria, regida por el Plan Bolonia: un modelo de enseñanza donde las lecciones magistrales han sido proscritas y en que la asistencia a clase es prácticamente obligatoria en cuanto asegura en buena parte, sin exámenes finales rigurosos sobre la totalidad de la materia, el aprobado de la asignatura. Una forma de enseñar impuesto por la “tiranía” de los pedagogos y, por ello, lógicamente, lo más parecido a la de un parvulario.

... (Resto del artículo) ...

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