RETORNO A BRANDEBURGO
Cincuenta años después de que John Kennedy proclamase en la puerta de Brandeburgo soy berlinés, Barack Obama ha acudido al mismo escenario para hacer lo que mejor sabe, encarnar su propio arquetipo, inspirado en los mejores valores occidentales. El presidente ha aprovechado el simbolismo que le ofrece el epicentro de la Guerra Fría para tomar la iniciativa y ha ofrecido a Rusia una reducción adicional importante de los arsenales nucleares. En 2008 pronunció en el mismo lugar un emocionante discurso en el que se definió como ciudadano global y desató una verdadera idolatría. Cinco años después, su desgaste es evidente: el poder revela, como afirma Robert Caro, el mejor biógrafo político de EE.UU. A pesar de la reelección hace menos de un año, el presidente atraviesa momentos delicados por la mala gestión de distintos asuntos domésticos, en especial el espionaje a periodistas y la falta de explicaciones convincentes sobre cómo garantiza su Administración el equilibrio entre la seguridad nacional y el respeto a la vida privada.
Los desencantados de su partido se agrupan en torno a Hillary Clinton, probable contendiente demócrata en 2016. La economía mejora, pero la percepción extendida es que lo hace a pesar de las disfuciones tanto del poder ejecutivo como del legislativo. Así que con lo que le queda de olfato Obama emprende tareas internacionales, un ámbito en el que siguiendo la estela de Kennedy aspira a crear su propio combinado de realismo e idealismo. En Berlín, Angela Merkel se asienta como líder global y le ha hecho preguntas incómodas sobre el control abusivo de las comunicaciones personales. La canciller también ha insistido en lograr un acuerdo de libre comercio equilibrado entre los dos lados del Atlántico, ya que el planteamiento inicial favorece a Washington. El menos europeo de todos los presidentes norteamericanos busca recuperar algo de tracción política en el corazón del viejo continente.