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  • EDICIÓN DE 11/04/2012
 
 

Santiago Muñoz Machado

EL CRONISTA (DEL ESTADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO): IDEA Y PROPÓSITOS

11/04/2012
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Presentación de la Revista por
Santiago Muñoz Machado
Catedrático de Derecho Administrativo de la
Facultad de Derecho de la Universidad Complutense

EL CRONISTA (DEL ESTADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO):

IDEA Y PROPÓSITOS

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Santiago Muñoz Machado

Catedrático de Derecho Administrativo de la

Facultad de Derecho de la Universidad Complutense

Antes de editar “El Cronista” hemos puesto en circulación la idea de hacerlo. Por mi parte, se lo he contado a decenas de personas, individualmente o con ocasión de reuniones de todo género. Mis interlocutores han sido, ordinariamente, juristas de diversa dedicación: profesores, magistrados, altos funcionarios de las Administraciones Públicas, responsables de los servicios jurídicos de las empresas, abogados, ... También hemos hablado del proyecto más allá de las fronteras de nuestro Estado, con juristas europeos de la misma condición, en diversas ocasiones. Por lo general hemos recibido adhesiones, congratulaciones por la iniciativa, los mejores augurios para su desarrollo, expresiones que compartían con nosotros la necesidad de una revista como ésta, actitudes, en fin, de aliento.

Las razones por las que la abrumadora mayoría ha considerado positivo e ilusionante el proyecto se deducirán, seguramente, de la simple explicación de su contenido y propósitos que me dispongo a hacer en estas páginas introductorias. Me referiré, por ello, antes, a la opinión más negativa que he recibido. La expresó, con la franqueza y el desparpajo que le caracteriza, un viejo y buen amigo y colega cuya viveza intelectual he respetado siempre. Me había escuchado con atención exponer el proyecto, aplicando toda la fuerza de quien está enamorado de una empresa, que describí con pasión sin esforzarme. Escuchó mi explicación mirándome fijamente con los ojos bien abiertos buscando el diagnóstico adecuado que aplicar a las ideas de un alucinado incurable, e inmediatamente gastó un largo discurso para demostrarme que la revista fracasaría. Bien es verdad que también a él le pareció un proyecto importantísimo, necesario para movilizar el pensamiento sobre el Estado, para proteger las instituciones de los maltratos a que las someten aventureros e ignorantes, actuaciones éstas que pesan tanto sobre mi interlocutor que sería capaz de convocar contra ellas la más grande de las cruzadas. Pero, al término de la larga retahíla de valoraciones elevadísimas, bajó a tierra, con la velocidad y la rotundidad de un rayo, para sentenciar que el proyecto se enfrentaba con una dificultad insalvable. “No hay en España –dijo con firmeza- más de tres o cuatro juristas con conocimientos bastantes y solvencia literaria suficiente que puedan contribuir con sus artículos a una revista como la que propones”. Como mi admirado colega y amigo suele ser inconmovible cuando ha establecido su primera y definitiva posición sobre cualquier asunto, se mantuvo enrocado y desestimó cada una de mis aclaraciones y protestas ulteriores. No duró mucho el forcejeo porque desistí enseguida del empeño de convencerle, en el que empecé a decaer cuando, con la misma convicción, me aseguró que tan pronto como encontrara un argumento adecuado tendríamos en El Cronista un artículo suyo.

Dejad hablar a los juristas

La observación de mi interlocutor fue, sin duda, exagerada, como es sólito que sean las suyas. Pero no estaba ayuna de razones. Perversamente entendida podría ser ofensiva para todos los juristas que no formaran parte del selecto ramillete de los únicos habilitados y capaces. Pero no me parece que pueda entenderse como una imputación universal de ignorancia, sino de falta de disposición.

Creo que puede compartirse con mi pesimista amigo que los juristas técnicos no suelen aparecer en los medios de comunicación para expresar su opinión sobre las cosas que ocurren en el Estado de Derecho. No es que no tengan nada que decir, sino que no lo ponen por escrito en lugares adecuados para que su pensamiento tenga una razonable difusión y llegue a destinatarios con influencia o capacidad de decisión. La mayor parte de las opiniones sobre estas cuestiones las expresan las redacciones de los periódicos o sus colaboradores habituales, que orientan, con diferente acierto, a la opinión pública y tratan de influir también en los responsables de las políticas públicas o de las políticas empresariales con relevancia pública. Se dice a veces, para justificar esta separación entre el pensamiento jurídico bien formado y el flujo diario de información en los medios, que el lenguaje técnico no sirve para los periódicos, que no transmite ideas aprovechables o resulta imposible de leer para los consumidores de periódicos. De aquí que nadie llore porque los juristas sigan entretenidos en los imprescindibles talleres que siempre les han proporcionado las revistas especializadas de cada sector o disciplina.

Los efectos de esta situación son múltiples: primero, el pensamiento jurídico es, sin duda posible, el componente más relevante de la filosofía del Estado, pero el pensamiento jurídico que se difunde no es el de los juristas. Segundo, la opinión sobre los problemas del Estado de Derecho ha sido secuestrada y es expresada únicamente en los medios de comunicación; verdaderamente, también se difunde en las revistas especializadas pero es tan escasa su penetración que carece de influencia real. Tercero, no se aprovecha adecuadamente ni la experiencia ni el conocimiento técnico de los juristas, casi oculto en los Departamentos universitarios, en las Audiencias y Tribunales, en el inmenso ámbito de la experiencia de los funcionarios, de los abogados, etc. Cuarto, los análisis de las situaciones más críticas que generan las decisiones del legislador, del Gobierno, de las Administraciones públicas, de la Justicia, etc..., se hacen prescindiendo de toda la masa crítica indicada que, como mínimo, no se utiliza adecuadamente. Y quinto, las excepciones a todas estas reglas, que suponen que se dan cuando los especialistas acceden a los medios de comunicación, son políticamente selectivas: cada medio publica, casi únicamente, opiniones de profesionales acordes con la línea ideológica y editorial del medio; en otro caso, es casi imposible escribir en él o hacerlo a tiempo para que la opinión expresada pueda aspirar a influir en parte alguna.

Esta situación produce a los profesionales una evidente frustración. Personalmente la percibo todos los días del curso académico en mi Facultad. Entre las 9’30 y 10’30 de la mañana, dependiendo de la hora en que cada cual tenga sus clases, circulan por la Sala de Profesores los que vienen o van a atender esa obligación: cumplen con el rito de pasar por ese lugar de reunión en el que es habitual (algunos lo hacemos a diario) pararse unos minutos a parlamentar. Los argumentos recurrentes son, naturalmente, las políticas públicas, la última decisión del Gobierno, el comportamiento de un alto Tribunal, las consecuencias de una reforma legislativa, la falta de meditación con que se ha acometido, el descontrol jurídico a que conduce una determinada jurisprudencia ... Siempre encuentras, circulando alrededor de la inacabable mesa, sin sillas, de aquel recinto, un jurista aplomado, que se ha quemado los ojos estudiando el problema del que habla, que tiene una opinión aguda, posiblemente la mejor o, por lo menos, atendible, sobre el problema que expone. Suelo decirles que por qué no manifiestan en público esa idea para volver a escuchar cada vez, con cierto tono trágico, la misma respuesta: ¿dónde?

De esta manera, el Estado va por un lado y quienes han contribuido de manera decisiva a crear sus fundamentos teóricos y resolver sus problemas, por otro. Estos últimos han quedado aislados del exterior, en una urna transparente en la que se les observa como bichos raros. De vez en cuando se dejan escuchar en pequeños auditorios, de los que suelen salir autorrealizados por más que su discurso haya sido atendido solamente por unos cuantos incondicionales.

Acostumbrados a no recibir incitación ni molestia alguna procedente de la clase de los juristas, también los gestores de los intereses públicos gastan todo su incienso con otros becerros de oro. Ni siquiera, como se hace en todos los países democráticos, suelen los gobernantes llamar a expertos independientes cuando han de resolver cuestiones de gran trascendencia. Se prefieren, entonces, si acaso, las instituciones domésticas. Allá cada cual, sin embargo, con sus hábitos de gobierno. Pero una cosa es que los juristas carezcan de canales de comunicación y que el propio Estado no quiera consultarles, y otra que hayan cejado en el empeño de hacerse oír entregando a la hoguera todas las armas de la inteligencia.

Los territorios ideales de El Cronista.

Una vez expuesto todo lo anterior, es hora de marcar el espacio en el que aspira a situarse El Cronista, no sea que, a falta de matices, lo dicho se malentienda.

No pretendemos sustituir a los medios de comunicación generales, como es obvio, ni competir con ellos, ni ayudar a mejorar nada de lo que hacen. En todas partes el modelo es semejante y cada una de las empresas y sus directivos saben el periodismo que conviene y por qué. Aspiramos, modestamente, tan sólo, a mejorar la comunicación de la clase de los juristas con quienes se ocupan de las políticas públicas y empresariales de interés general, hacen las leyes y las ejecutan y aplican en cualquier sector o ámbito.

Habrá que decir ahora, para ser justos, que contamos con una enorme cantidad de revistas especializadas en las que puede seguirse la posición de los letrados sobre cualquier cuestión de relevancia jurídica. Son medios de valor incuestionable para dar salida a las investigaciones particulares o de grupo y hacer progresar los conocimientos y mejorar las instituciones y técnicas de cada disciplina; para hacer avanzar la ciencia del Derecho, en definitiva. Pero pocas veces las aportaciones que se publican en ellas trascienden del reducido grupo de especialistas al que se dirigen. Considerando, además, la pléyade de revistas de esta clase que se edita en España desde hace algunos años, su lectura es rigurosamente inatendible, y la edición regular de cada una de ellas obliga, con frecuencia, a que se repita la publicación de los mismos artículos, se inserten conferencias sin revisar, o se utilicen artículos improvisados, expelidos de las cabezas de sus autores para responder a la presión insistente del equipo de redacción de turno. He aquí, pues, una nueva pesadilla que importuna y distrae a los autores de sus objetivos primarios.

Pero el panorama es el que es y El Cronista tampoco ha nacido para redimirlo. Cada revista valdrá para lo que valga y el mercado de las ideas acabará rebelándose contra los despilfarros inútiles. Me parece que tampoco valdrá para nada la cirugía que se está intentando aplicar ahora consistente en clasificar revistas según se acomoden o no a ciertos requisitos formales fáciles de implantar, de imitar o de disimular. No valen bien para el Derecho criterios de valoración propios de las ciencias experimentales. La importancia del discurso de los juristas se mide por su capacidad de responder a problemas reales e influir en la solución.

Puesto que ni competimos con los periódicos ni con las revistas especializadas, ya puede imaginarse cuáles serán los dominios ideales de El Cronista: primero, no será una revista especializada en una o varias ramas del Derecho, sino pluridisciplinar; tendrán acogida todas, incluidas las que estudian ordenamientos pretéritos o se dedican al pensamiento abstracto, siempre que desde su posición metodológica sean capaces de abordar problemas actuales del Estado de Derecho. Segundo, la única línea editorial que la revista impone desde hoy es la que resulta de la simple aplicación de los valores y principios recogidos en la Constitución. Tercero, los primeros destinatarios de la publicación serán quienes formen parte del universo de los creadores y aplicadores del Derecho (legisladores, jueces, profesores, funcionarios, abogados ...), pero no sólo ellos: nos esforzaremos también por situar la revista sobre la mesa de los que proponen y deciden las políticas de relevancia pública. Cuarto, el universo ideal de nuestros lectores obligará, naturalmente, a superar la maldición, tan extendida, que asegura que lo que escriben los juristas no puede ser entendido por los ciudadanos en general. Habrá que probar que no necesitamos basar nuestro prestigio en el empleo de lenguajes mistéricos, y que somos capaces de escribir sin que a nuestros lectores se les agote la paciencia y se les caigan los artículos de las manos. Quinto, para poder hacerlo, tendremos que establecer una práctica propia –distinta de la usual en las revistas especializadas- y autorrestrictiva, consistente en reducir la extensión y la erudición. Lo primero porque casi siempre es posible decir las cosas con menos palabras y, además, no podemos añadir nuevas cargas de lectura a las que ya resultan de tener que atender un océano de revistas especializadas. La erudición porque el público al que nos dirigimos es más general y porque aspiramos menos (en esta ocasión y para esta única publicación) a dejar establecida la historia de los dogmas que a expresar la opinión de quien escribe sobre el tema al que dedica su corto ensayo.

Es opinión jurídica la que queremos a verter en las páginas de la revista con pretensiones, no sólo de provocar el progreso del Derecho, sino también de evitar las agresiones a que se somete el Estado social y democrático de Derecho, que no se corrigen bien y tienden a someterlo a un deterioro continuo.

Quizás, para la mayoría de los lectores que me hayan acompañado hasta este punto, las explicaciones de lo que queremos hacer sean ya más que suficientes. Pero, aun excusándome ante quienes les sobre la insistencia, completaré lo dicho con algunas proposiciones ejemplares. Cuando describo El Cronista como un observatorio de vigilancia desde el que responder a los problemas y asechanzas que sufre o a las que se somete el Estado social y democrático de Derecho, ¿a qué me estoy refiriendo en concreto?

A infinidad de cuestiones, desde luego, pero valgan como ejemplo las siguientes nueve proposiciones iniciales:

Nueve tesis ejemplares

1ª. Normas inencontrables.

Es un grave problema actual la identificación de las normas vigentes en el ordenamiento jurídico español. No se debe esto, solamente, a la multiplicación de las fuentes de origen de las normas, a la concurrencia junto al legislador estatal de los legisladores autonómicos y del comunitario, que complica de por sí la navegación por el sistema normativo, sino a la imposibilidad de usar brújulas o agujas de marear fiables para un tránsito seguro.

La situación ha llegado a tal extremo que los juristas prácticos, abogados en ejercicio por ejemplo, cuando tienen que resolver problemas derivados de la aplicación de normas es normal que tengan que solicitar que el cliente se las traiga debajo del brazo para poder conocerlas.

He hecho hace unos días la siguiente comprobación: he seleccionado una ley autonómica, completada y desarrollada por otras normas de naturaleza ejecutiva. El texto estaba en la base de datos que la Comunidad correspondiente tiene a disposición del público en su web site. Pero no coincidía con el que puede encontrarse en la base de datos del BOE. Ésta a su vez no se correspondía con las que aparecen en las bases de datos privadas. Si el usuario se limita a poner en marcha los buscadores de su terminal encontrará enseguida el texto. Pero el primero que yo encontré procedía de una base de datos que mantenía la asociación de empresarios del sector a que se refería la norma y que no había sido puesta al día en los dos últimos años. Luego la busqué en bases privadas serias, como Aranzadi, La Ley o Iustel, y en unas no estaba y en otras había discrepancias de contenido.

Las razones de este desatino normativo son diversas: hay Comunidades Autónomas que no tienen bases de datos completas; el BOE no publica normas autonómicas reglamentarias; no siempre es posible saber quién hace las bases de datos privadas ni en qué fecha se pusieron al día por última vez; por tanto su fiabilidad es discutible. Cuando se trata de bases de datos solventes, como las de las empresas citadas, se verá que unas normas sí y otras no se presentan consolidadas con sus modificaciones sucesivas; algunas no comprenden los desarrollos reglamentarios ...

En fin, la búsqueda de las normas vigentes se ha convertido en un ejercicio que requiere alta capacitación y, en no pocas ocasiones, tiempo y paciencia. Siempre para llegar a resultados inseguros.

Los aplicadores del Derecho suelen conformarse con esta situación culpando de la misma a la complejidad de los ordenamientos jurídicos actuales y, en particular, del nuestro. Pero el diagnóstico es equivocado. Siendo cierto que el universo de las normas vigentes se ha globalizado y ensanchado, también debería considerarse que no hay un solo Estado respetuoso con su Derecho, sea federal o centralizado, que ponga las cosas tan difíciles a los destinatarios de las normas.

Hay formas de arreglar el problema. Están experimentadas y habrá que debatirlas. Pero ahora me conformo con subrayar cómo hasta lo más elemental ha sido descuidado.

2ª. Sentencias a 250 pesetas.

Las normas pueden existir o quedar, de hecho, derogadas a poco que el “Código de las Leyes Administrativas” que lleva muchos años editando E. García de Enterría (las últimas ediciones con J. F. Mestre y conmigo) cometa un simple error y las olvide.

Pero lo que ocurre con la jurisprudencia no es mejor. El viejo y superado debate acerca de si la jurisprudencia crea Derecho tiene que ser sustituido por la evidencia de que muchas reglas de aplicación directa se encuentran en las decisiones de los tribunales, que tienen un inequívoco valor creativo. No es que hayamos trasladado a los sistemas jurídicos continentales europeos principios característicos del common law anglosajón, sino que, a la fuerza, hemos de usar algunas técnicas más experimentadas en aquel sistema que en el nuestro por la sencilla razón de que el legicentrismo, característico del constitucionalismo continental, ha hecho aguas, precisamente a causa de la propia Constitución. La norma suprema y el complejo de valores y prescripciones que proclama sirven a los tribunales para interpretar las normas y, al hacerlo, identificar las reglas de Derecho compatibles con la Constitución. Las explicitan, en unos casos, las reconstruyen o reelaboran en otros.

Si el aplicador ordinario del Derecho quiere conocer lo que han dicho los tribunales sobre una norma o problema interpretativo concreto, iniciará otro particular calvario.

Para empezar no hay ningún sitio donde se pueda encontrar la jurisprudencia. Sorprenderá esta afirmación, seguramente. Pero para justificarla basta con advertir que la jurisprudencia no la forman, o no deben formarla, las sentencias apiladas sobre un mismo tema, sino un contenido concreto de las mismas, la ratio decidendi o holding, que es la parte del razonamiento donde se justifica la resolución. Lo demás son adornos, reflexiones colaterales, obiter dicta, que no pueden considerarse precedentes.

La confusión que esta situación plantea es de enorme envergadura. Las tesis doctorales y las demandas de los abogados han crecido en páginas una enormidad porque tratan de ilustrar a sus sufridos lectores con la “jurisprudencia”, considerando, a sus efectos, que es tal cualquier cosa que se diga en una sentencia.

Pero la cuestión principal es: ¿dónde están las colecciones de precedentes en nuestro sistema de información jurídica? A nadie se le ha ocurrido hasta ahora que hubiera que trabajar en identificarlos y ordenarlos. Seguramente es un efecto de la antigua costumbre de creer, como enseñaron a hacerlo los revolucionarios franceses de 1789, que jurisprudencia es la más odiosa de todas las palabras y la más perniciosa e inútil de todas las ciencias. Pero no es así hoy, como no es necesario demostrar.

Lo que se ofrece en nuestro peculiar mercado jurídico, a cambio del enorme vacío indicado, es peculiar y hasta dramático. Existe una institución dependiente del Consejo General del Poder Judicial, llamado Centro de Documentación Judicial (CENDOJ) donde, por orden del Consejo, todos los tribunales mandan sus sentencias. Allí las acumulan pero no las ofrecen ordenadas. El trabajo de sistematización lo hacen las editoriales privadas a las que el CENDOJ vende las sentencias al respetable precio de 250, de las antiguas pesetas, la unidad. A su vez las editoriales privadas las someten a tratamiento de modo que cualquier interesado pueda tener la asfixiante satisfacción de encontrar centenares o miles de sentencias sobre cualquier tema que le interese.

La clasificación final y la búsqueda de líneas jurisprudenciales que constituyan precedentes, o de orientaciones que permitan predecir qué es lo que los tribunales pueden resolver sobre un asunto concreto, en el futuro, queda de la exclusiva responsabilidad del usuario.

3ª. Reformas constitucionales selectivas.

La Constitución ha envejecido en sus treinta años de vigencia. Otra cosa sería un milagro porque todos los cuerpos vivos pasan por idéntico deterioro y la Constitución, para que valga, tiene que mantenerse viva.

La forma de acomodar la Constitución al tiempo en que se aplica es la reforma. Pero en España no sabemos de eso. Entre nosotros cuando las Constituciones envejecen, devienen inadecuadas o se desentienden del contexto ideológico, económico o social dominante, se cambian por otras y punto; no se hable más. La otra alternativa que conocemos y hemos practicado es no aplicarla y sustituirla por prácticas o convenciones que alteran su sentido, transforman sus reglas, mutan sus prescripciones. La prueba de este comportamiento está en nuestra historia constitucional. Remito a los nueve preciosos volúmenes que ha dirigido M. Artola y está publicando Iustel sobre la historia particular de cada una de nuestras constituciones y de los proyectos que no llegaron a serlo.

Este mismo espíritu está patentizándose en el debate –casi inexistente más allá de las pinceladas, por fuerza ligeras, de que dan razón los medios de comunicación ordinarios- sobre la reforma constitucional iniciada y pendiente de concluir desde hace años.

Es sorprendente que el Gobierno haya establecido, sin ningún debate ni estudio previo, en qué tiene que consistir la reforma, qué parte de la Constitución puede tocarse. Al Consejo de Estado le preguntó sobre la pertinencia y forma de llevar a cabo cuatro reformas concretas (denominación de las Comunidades Autónomas, reforma del Senado, mención del proceso de integración europea y eliminación de la preferencia del varón en el orden de sucesión de la Corona) y el Consejo le contestó en su fundado informe de 2005. Pero ¿por qué esas reformas y no otras? ¿Por qué no es importante eliminar de la Constitución todos los preceptos del Título VIII que ya han agotado su eficacia porque, en verdad, eran disposiciones transitorias mal ubicadas? ¿Por qué no ha de reformarse la Constitución para mejorar las técnicas de coordinación y articulación internormativa, como se ha hecho en Alemania federal recientemente? ¿Ha observado alguien que se trata de implantar soluciones organizativas imitadas de otros Estados que ya las han experimentado y reformado? ¿No hay nada que decir, después de tantos años de experiencia, del reparto de competencias entre los poderes públicos? ¿Nada sobre la integración de las instituciones? ¿Nada sobre las circunstancias diferenciales que reclaman algunos territorios? ¿Ni sobre lengua, educación, cohesión, solidaridad o cultura?

A falta de debate y de buena orientación sobre cuestiones esenciales, normas infraconstitucionales como los Estatutos de autonomía, u otras aún de menor rango, están propulsando un cambio constitucional a cuya necesidad se refieren, sin ningún disimulo, sus mentores. El sistema jurídico empieza a reconstruirse al revés, por el tejado y sin reforzar los cimientos. Además, a partir de su Sentencia de 12 de diciembre de 2007, relativa al nuevo Estatuto valenciano, parece que el Tribunal Constitucional está dispuesto a dar por bueno el método.

La conclusión es que no hay debate bastante sobre las reformas necesarias y su orientación. Además, alguna de las seleccionadas como prioritarias pueden conducir a situaciones difíciles. Por ejemplo, se pretende eliminar la preferencia del varón en el orden de sucesión de la Corona en honor del principio de igualdad que la Constitución proclama en su artículo 14. Pero no sé si alguien habrá caído en la cuenta de que si tal preferencia se elimina, las consecuencias de la igualdad de sexos habría que aplicarla desde que entró en vigor la Constitución, con carácter retroactivo. No hay derechos históricos que puedan sobreponerse a la Constitución salvo que ella misma lo consienta. El Tribunal Constitucional lo ha dicho muchas veces sobre los derechos históricos territoriales, y el Tribunal Supremo ha aplicado dicha regla este mismo año, a la sucesión de los títulos nobiliarios, imponiendo que la igualdad de sexos se aplique retroactivamente, desde la fecha de publicación de la Constitución.

Una vez establecida la regla de la sucesión del primogénito, con indiferencia del sexo, en la propia Constitución, una disposición transitoria que la aplazara ¿podría considerarse una norma constitucional inconstitucional?

4ª. Igualdad y heterogeneidad.

Entre las reformas organizativas que ha implantado el nuevo Gobierno nada más establecerse después de las últimas elecciones, las más llamativas son las que se han orientado, precisamente, a programar y ejecutar políticas de igualdad. El sentido que, según las primeras declaraciones, tenían tales impulsos gubernamentales era equilibrar con medidas positivas el desequilibrio histórico del sexo femenino. Pero como parece que el argumento no da de sí tanto como para rellenar programas con sustancia, se han incorporado, como fundamento de las reformas, otras políticas de igualdad. Todo lo cual es inequívocamente bueno y plausible.

La cuestión a debatir es que tal impulso ocurre en un Estado de estructura federalizada.

Considerada la iniciativa desde esta perspectiva, dista de ser tan comprensible. La igualdad, en cualquiera de sus aplicaciones posibles, depende de regulaciones y desarrollos generales del principio y también, sobremanera, de normas y políticas sectoriales. Las primeras corresponde establecerlas, sobre todo, al legislador estatal, y las segundas, en nuestro Estado autonómico, pertenecen al poder territorial competente por razón de la materia. En el plano ejecutivo, la competencia es, casi siempre, de las Comunidades Autónomas.

En esta situación, el Gobierno del Estado tiene bastante poco que hacer más allá de preparar proyectos de leyes y programas de coordinación. La ejecución de políticas de igualdad corresponde, sobre todo, a las Comunidades Autónomas, y el cuidado de que éstas no se desvíen de los principios constitucionales no es atribución del Gobierno central sino de los tribunales.

Tal circunstancia plantea la estimable paradoja de que las políticas autonómicas relativas a la igualdad pueden ser desiguales. En verdad, cualquier acción autonómica en ejercicio de competencias propias puede ser diversa de la que se desarrolle en otro territorio. En esta heterogeneidad radica una de las peculiaridades de la autonomía. Y en la determinación de sus límites el gran caballo de batalla de los juristas de Estado.

Parece evidente que hay bastante ingenuidad en las concepciones del Estado de las autonomías que destilan los movimientos a que me refiero. Tienen, por cierto, movimientos de péndulo porque si la moda de hogaño es la igualdad, la de antaño era la diversidad porque el esfuerzo consistió entonces en “profundizar” el Estado de las autonomías, que conlleva la heterogeneidad en su esencia.

5ª. Degradaciones institucionales.

En el tiempo transcurrido desde que se aprobó la Constitución, algunas instituciones han sufrido una degradación seria que merece ser atendida con cuidado. Puede aplicarse este diagnóstico, a mi juicio, siempre que el ejercicio de una libertad o derecho o una institución constitucionalmente garantizada se utiliza en la práctica superando el ámbito protegido y perjudicando o haciendo difícil el disfrute de otros derechos garantizados, sin que esta limitación sea corregida.

Siguiendo el mismo método que vengo empleando hasta ahora, ilustraré la tesis con el ejemplo de la relación entre la libertad de información reconocida en el artículo 20 CE y los derechos al honor, la intimidad personal y familiar y la propia imagen, declarados en el artículo 18 CE.

La libertad de comunicación no empezó a alcanzar su plenitud hasta diez años después de aprobada la Constitución. Ocurrió a raíz de la Sentencia Crespo Martínez dictada en 1988 por el Tribunal Constitucional, que, siguiendo de cerca algunas aportaciones doctrinales de la época, dio un giro a las concepciones dominantes en la jurisprudencia. La nueva orientación obligaba a resolver los conflictos entre la libertad de información y los demás derechos referidos usando una serie de criterios de ponderación que tenían, hasta entonces, poca tradición entre nosotros y mucha en el sistema jurídico norteamericano: la distinción entre hechos y opiniones, entre personajes públicos y privados, asuntos de interés público y los que no lo tienen, comportamiento diligente de los informadores en la búsqueda de la verdad aunque lo publicado sea incorrecto, etc.

Al mismo tiempo que cambiaban los fundamentos sustantivos de la relación indicada, también se transformaron las garantías frente a los excesos y abusos de la libertad: la vía penal dominante hasta entonces fue sustituida por un procedimiento civil que concluye con declaraciones de condena y reparatorias consistentes en indemnizaciones compensatorias a favor del lesionado.

Como el procedimiento penal ha quedado prácticamente desactivado (ha conseguido imponerse la idea de que las penas privativas de libertad por calumnias e injurias son excesivamente duras en una sociedad democrática y liberal) y las puniciones civiles consisten en indemnizaciones de poca importancia para la economía de los medios que han de pagarlas, la situación, que fue gozosa cuando se consiguió que la jurisprudencia cambiara, ha vuelto a ser inaceptable, pero ahora por los abusos que se cometen en nombre de la libertad de información.

La degradación es menos visible en los periódicos diarios que en las revistas y medios audiovisuales y se produce casi siempre cuando se trata de imponer a ultranza una supuesta primacía de la libertad de información sobre los derechos a la intimidad y la propia imagen de las personas; el derecho al honor suele quedar más frecuentemente salvaguardado. La información que afecta a aquellos derechos ha alcanzado excesos de bochorno y en los medios indicados se pueden encontrar espectáculos vejatorios de la dignidad humana que son únicos en el occidente civilizado: no hay medios audiovisuales en el mundo democrático que excreten la misma clase de programas.

El efecto de los abusos está siendo también conmovedor. Para corregirlos, los poderes públicos están empezando a especular con la posibilidad de intensificar la regulación de la libertad de programación, estableciendo condiciones nuevas para su legítimo ejercicio. Si así se hace, la degradación de una institución se habrá completado porque la más “ilegislable” de las libertades (así se dice de la libertad de expresión desde la Primera Enmienda de la Constitución de EEUU) será sometida al arbitrio del legislador, con lo cual peligrará no sólo su contenido esencial sino el servicio fundamental que esta libertad presta a la plena efectividad de las demás, a la formación de la opinión pública libre y a la garantía de los valores y el debate democrático.

Ninguna otra libertad ha merecido tantos artículos doctrinales y monografías como la de información. Pero, salvo meritorias excepciones, tales contribuciones doctrinales versan sobre las posiciones de la jurisprudencia, sus avances y retrocesos, que analizan con curiosidad de entomólogo. Falta, sin embargo, atención a las cuestiones de principio que han conducido al deterioro de una institución central del sistema constitucional.

Y así ¿cuántas otras?

6ª. Información sobre procesos.

Una de las degradaciones más graves del grupo de las que he referido ocurre cuando suponen un abuso de las libertades y afectan también a las instituciones que tienen la función de protegerlas.

En nombre de la libertad de información algunos fiscales, o fiscalías especializadas, suelen comenzar sus actuaciones poniéndolas en conocimiento de los medios de comunicación. Las personas denunciadas o querelladas se enteran de que se ha iniciado un procedimiento penal contra ellas antes por los medios de comunicación que por el juzgado. La noticia que los medios difunden da por bueno que los hechos que describe la fiscalía son ciertos. Mucho más si los reproduce inmediatamente un auto del juez instructor dando comienzo a las diligencias correspondientes. Todos vemos en los periódicos y demás medios, a diario, noticias sobre procedimientos penales en las que se da por cierto el relato de hechos del acusador. Como es una autoridad pública, los informadores no tienen cuidado alguno, en estos casos, de contrastar la noticia, y no suelen preguntar su opinión al querellado. Bastaría con esta falta de contraste para que la información difundida fuera constitucionalmente ilegítima. En todo caso, produce un deterioro en el honor y la actividad económica, social o profesional de los afectados realmente irreversible.

Es sólo el comienzo. A lo largo de la instrucción hay juzgados que tienen establecida una fluida comunicación con los medios a los que van dando cuenta, paso a paso, de todo lo que ocurre, sobre todo cuando es perjudicial para los imputados. Con el transcurso del tiempo, acusador, instructor y prensa van formando una comunidad de intereses en la que lo importante es salirse con la suya, conseguir una sentencia de condena. No son muy importantes los hechos y el Derecho que, en su caso, pueden inventarse o ajustarse para la ocasión. Lo decisivo es apartar de la sociedad, aun sin ninguna razón fundada, a unos determinados individuos con independencia de que su conducta sea o no criminalizable.

Si pierden en el empeño y la sentencia es absolutoria, los grandes titulares y la extensión dedicada a la imputación y a todo lo ocurrido durante la instrucción no se compensarán con la noticia contraria. He visto casos en los que la noticia absolutoria no llegó a publicarse en periódicos que se habían comprometido en verdaderas campañas de acoso al futuro reo y de alabanza al fiscal y al instructor. U otros en que la pérdida de su batalla la anunció el medio en una inencontrable esquina de una página par.

Este juego de intereses combinado de algunos fiscales y jueces, por un lado, y de la prensa, por otro, que hemos copiado de los sistemas judiciales más degradados del mundo, ponen en entredicho derechos y garantías procesales esenciales, la imparcialidad, la igualdad de armas, la justicia del proceso, y constituye una práctica deleznable sin paliativos. Pero ocurre todos los días a sabiendas de que a las personas que salen con vida de semejante trituradora no les quedan fuerzas para reaccionar y seguir, cobrando las responsabilidades acumuladas que un sistema judicial solvente declararía.

7ª. Instructores irresponsables.

La relación entre los medios de comunicación y los instructores ha servido a algunos para situarse en la estratosfera. Completamente fuera y por encima de la posición que les corresponde entre las instituciones del Estado, en la sociedad y en relación con sus propios deberes esenciales.

Que nadie hay bajo la faz de la tierra con más poder que un instructor de causas penales, fue una observación que ya hizo Napoleón, que algo sabía de poder. Se suele recordar esto pero no se advierte de seguido que lo dijo considerando la experiencia de la justicia penal del Antiguo Régimen, ayuna por completo de las modernas garantías que impuso el constitucionalismo a la práctica de enjuiciar delitos y aplicar penas. La cuestión, sin embargo, es que habiendo cambiado los principios del sistema punitivo, no se ha movido la actitud ni decrecido el poder de algunos instructores. No es que el ordenamiento jurídico se lo entregue, sino que ellos tienen la habilidad de usurparlo.

No me entretendré en explicar por qué digo que se sitúan fuera de la posición que les corresponde entre las instituciones del Estado y en la sociedad. Un juez de instrucción es, en nuestro sistema, un modesto funcionario de la carrera judicial. Por ello resulta asombroso ver a algunos desplazarse por el mundo haciendo declaraciones de política internacional, o manifestándose sobre la mejor orientación de determinadas políticas nacionales. No menos sorprendente resulta que nadie recrimine ni sancione que acepten halagos sin cuento de justiciables potenciales, y, más allá de lo que las prácticas de la cortesía social aceptan, se les vea de continuo en los palcos de los campos de fútbol, las barreras de las plazas de toros, los patios de butacas de las óperas, los mejores restaurantes, etc. Todo lo cual parece incompatible, a cualquier jurista con criterio, con la morigeración, la introspección, la independencia y el equilibrio que se espera de alguien facultado para decidir sobre las vidas y las haciendas de los ciudadanos.

Pero no es esto lo peor, sino que el instructor acomode a su particular conveniencia el cumplimiento de sus deberes y el papel que jurídicamente le corresponde. He seguido profesionalmente algún caso en la práctica en el que el juez instructor ha forzado las reglas de reparto para poderse hacer con un asunto por el que había mostrado interés (la jurisprudencia dominante dice que el incumplimiento de las reglas de reparto es una cuestión de legalidad, y el interés por asumir un asunto es una banalidad que no afecta a la independencia!!). Las diligencias penales empezaron con una denuncia del fiscal que reprodujo el instructor, literalmente, incluyendo las mismas erratas, el mismo día, en un auto de iniciación del procedimiento. La mayor parte de los hechos narrados en tales escritos no se correspondían con la realidad. Y si hubiesen sido reales, no hubieran tenido relevancia criminal porque, con toda evidencia, no había un solo tipo penal en el Código que les fuera de aplicación. No obstante lo cual, el patrimonio de los imputados fue embargado, se tomaron medidas provisionales de orden personal contra ellos. Las quejas de los imputados para evitar tamaña desmesura llegaron hasta el Tribunal Constitucional que aplicó al caso su reiterada doctrina que sostiene que si un ciudadano afirma que está siendo injusta y arbitrariamente acusado, tiene que probarlo primero ante el instructor, sufrir “pena de banquillo” y esperar a que el Tribunal competente resuelva. Es decir, aguantarse con la arbitrariedad durante años, por más que sufra su patrimonio, su estimación social, sus negocios o profesión, y su salud. La Constitución española, según su máximo intérprete, no tiene más solución para esta clase de desmanes que la paciencia.

La paciencia, en el caso, llevó finalmente a los imputados hasta una sentencia en la que se les absolvía de todas las imputaciones porque ni los hechos eran como los había descrito el instructor ni, de ser ciertos, hubieran sido constitutivos de delito. El fiscal, agotado de sostener lo imposible, no recurrió. Pero lo hizo un abogado del Estado aventurero. Su recurso fue impugnado hasta por el fiscal. El Tribunal Supremo desestimó íntegramente el recurso y el recurrente fue condenado en costas que, dadas las cuantías en juego, fueron muy importantes.

Ningún problema representa esto último para el recurrente. Puede mantener recursos insostenibles. Los platos rotos los paga el Estado. Ninguna responsabilidad se le exige de ordinario, ni siquiera en el caso de que su diligencia haya sido mínima o que el desprecio por la técnica jurídica al plantear el recurso haya sido total.

Nada digamos respecto del instructor. En estas situaciones suelen escudarse en que hacen lo que el fiscal les pide, lo que es del todo incierto: muchas iniciativas le corresponden al instructor y, sobre todo, sostener imputaciones arbitrarias es la mejor prueba de que no ha aplicado el Derecho y ha hecho completa dejación de su obligación de garantizar los derechos de los imputados.

No habrá, supongo, muchos casos tan exagerados como el que he resumido. Pero basta uno solo para que puedan encenderse todas las luces rojas sobre el real funcionamiento del Estado de Derecho y para que sea necesario extirpar sus causas. Sin embargo, no suele pasar nada después. Como este tipo de asuntos son públicamente muy sonados, le sirven al juez para incrementar su notoriedad que, como bien se ve, está fundada en inventarse el Derecho para la ocasión, acomodarlo a su conveniencia y hacer trizas la legalidad a la que está vinculado.

Habría que preguntarse por qué nadie reacciona y lucha contra la impunidad cuando se producen tales infracciones, ni procura que estos jueces no vuelvan a actuar ni ser ejemplo para otros más jóvenes. Sobre todo cuando es tan manifiesto que a algunos de los que así actúan se les llama, sin que nadie se queje, “jueces estrella”, cuyo rasgo profesional distintivo es usar las ventajas que ofrece ser detentadores de poder público para alimentar su propio brillo, lo cual, ya de por sí, implica un incumplimiento de los deberes propios del cargo y una desviación del papel jurídico que tienen encomendado.

¿A nadie le importa? Los Gobiernos suelen sentirse reconfortados contando con jueces capaces de subordinar la legalidad a los intereses de la política (léase el ejemplar artículo de A. W. Bradley que se publica en este número), sobre todo cuando están en juego acciones tan importantes como las relativas a la lucha contra el terrorismo. Pero los desfallecimientos del Estado de Derecho son todos inaceptables, más aún porque la degeneración del sistema jurídico se convierte en imparable y se puede convertir en víctima de ella cualquier ciudadano.

Alguna vez he comentado, con abogados que intervienen con frecuencia en causas que instruyen jueces que incurren en las indicadas prácticas, por qué razón no reaccionan y formulan las correspondientes denuncias o emprenden las pertinentes acciones. La mayor parte contesta que no les incumbe la responsabilidad del arreglo de la instrucción penal. Y los menos son los que lo intentaron alguna vez y se estrellaron contra la muralla protectora que las propias instituciones judiciales y gubernativas crean alrededor de las estrellas.

A los sufrientes acusados sin fundamentos serios tampoco se les puede pedir más porque no salen con ganas (y, a veces, ni con recursos económicos, esquilmados por la pérdida de oportunidades empresariales o profesionales, o por los honorarios de los abogados) de hacer de héroes.

8ª. Los nuevos poderes discrecionales.

Algunos de los problemas jurídicos que acabo de referir huelen especialmente a añejo y a batalla ganada para los que se han dedicado a estudiar y desarrollar las técnicas de control del poder ejecutivo. Es decir, para los administrativistas europeos. Para los que nos hemos formado y nos dedicamos al estudio del Derecho Administrativo, el paisaje que ofrece la instrucción penal, al menos al modo que la entienden los instructores cuyo comportamiento denuncio, resulta realmente incomprensible. Desde un punto de vista histórico es preconstitucional (no anterior a la Constitución de 1978, sino anterior al inicio del constitucionalismo, al final del siglo XVIII). Pero es sabido que los principios constitucionales tardan tiempo en consolidarse en la práctica. Generaciones de administrativistas (y de tribunales de lo contencioso-administrativo al unísono, justo es constatarlo) se han dedicado a luchar contra la arbitrariedad de la Administración, transformándola, primero, en un poder discrecional legítimo y, después, reconduciendo esa discrecionalidad a límites adecuados para evitar que se abuse de ella.

Comparando en la actualidad la reducción y control logrados de la discrecionalidad administrativa y la situación existente en la instrucción penal, las diferencias son abismales. El Estado de Derecho ha triunfado en aquel ambiente y no ha tenido la menor oportunidad en el segundo. Se dan de hecho en la instrucción penal, con frecuencia suficiente para poder contarlo incluso aunque no fuera la regla general, decisiones judiciales con incidencia patrimonial o sobre la libertad decisivas, sin ninguna motivación seria, resoluciones de dos líneas en las que se responde con un no me da la gana a reclamaciones serias del imputado. Funciona aquí el “tú qué te has creído” o el “te vas a enterar”: a más reclamación menos caso. Esta clase de comportamientos pueden ir acompañados de las que me permitiré bautizar como “notificaciones de fin de semana”. Es práctica de algún instructor notificar siempre sus decisiones recurribles los viernes por la tarde. Como durante la instrucción todos los días son hábiles y el plazo otorgado para hacerlo es de dos días, a los abogados se les exige trabajar el fin de semana. Para que se fastidien. O para que sea imposible hacerlo bien. No es por razón de urgencia porque puede probarse que esto ocurre en instrucciones que han tenido parones de meses sin actividad.

Sólo en un terreno de lucha contra la arbitrariedad del ejecutivo quedan restos de abusos del poder público y de falta de garantías de los ciudadanos que puedan equipararse a los mencionados: la inspección tributaria. También en este terreno se han extendido hábitos inencontrables en cualquier otro sector de la actividad administrativa. Los inspectores tributarios pueden desentenderse por completo de la legalidad y atenerse, para establecer sus propias conclusiones, a lo que creen que es el contenido económico sustancial de cada hecho imponible. La búsqueda de este sustrato es legítima. Lo ilegítimo es inventarlo, sin soporte en ninguno de los instrumentos de que se vale el Derecho para dar seguridad y claridad a las operaciones económicas, y obligar a que el contribuyente lo acepte. Cuando se trata de cuotas diferenciales entre lo declarado y la calculada por la inspección poco importantes, el contribuyente podrá resistir mejor a la arbitrariedad. Pero cuando superan la cifra en que comienza el delito de defraudación tributaria (cantidad que es fácil de alcanzar en la comprobación de cualquier empresa mediana), la presión es extraordinaria porque la inspección maneja con una discrecionalidad no controlada hasta ahora la decisión final de denunciar al contribuyente por la vía penal.

Ocurre muchas veces, muchas en verdad, que estas denuncias fracasan y que el contribuyente, después de años, ve reconocida la honestidad de su declaración mientras que la Hacienda Pública se ve metida en gastos nuevos sin recaudar al final nada más que lo que el contribuyente pagó en su día. Pero tampoco los funcionarios responsables de estos estropicios tienen que temerse expediente alguno en el que se valore y, en su caso, exija, su propia responsabilidad.

De modo que los administrativistas españoles, como el resto de los europeos, podemos sentirnos satisfechos, porque la reducción de las arbitrariedades de los poderes públicos ha sido más importante en el territorio dominado por nuestra disciplina que en esos otros que, en verdad, nos avergüenzan como juristas.

No debemos dormirnos ahora en los laureles porque acaba de abrirse un nuevo y difícil campo de batalla en los dominios sometidos a nuestro estudio y vigilancia: el enorme poder discrecional, creciente, imparable e imponente de las agencias, comisiones o autoridades reguladoras de la economía. No me detenderé mucho en explicarlo porque resulta evidente que tales poderes emergentes adoptan decisiones poco predecibles para las empresas sobre cuestiones y conflictos que afectan esencialmente a sus negocios, que condicionan y obligan a reorientar. Las inversiones, los planes de negocio, la rentabilidad de las empresas quedan al pairo ante posibles intromisiones discrecionales de unos poderes reguladores nuevos que acumulan poderes normativos y ejecutivos realmente inmensos.

Hemos importado tales técnicas de regulación de los mercados muy rápidamente, al paso veloz en que la economía europea se liberalizaba y la competencia se convertía en su deus ex machina. Sabemos muy poco, sin embargo, de su funcionalidad completa y, sobre todo, de su control. A esto se dedica casi todo el Derecho Administrativo práctico en los países de origen. Es urgente tomar nota y dedicarse rápidamente a aprenderlo y aplicarlo.

9ª. ¿El retorno del súbdito? La nueva amortización.

El ciudadano, como es bien notorio, ha sido una creación contemporánea. Nació de añadirle a los súbditos derechos subjetivos, oponibles al poder público, que nunca antes habían tenido. Esencialmente los necesarios para que su libertad y su propiedad quedaran garantizadas. Esta fue la obra del constitucionalismo, reflejado en las Declaraciones de derechos que, aunque formuladas desde finales del siglo XVIII, han sido llevadas a la práctica con mucho esfuerzo y muy lentamente hasta su consagración, aún incompleta, en la segunda mitad del siglo XX.

Esta historia es fascinante. La lucha por los derechos y libertades ha sido persistente pero ha tenido que cruzar y superar muchos períodos de oscuridad y fanatismo en los que se imponía su retroceso. Los poderes públicos se anquilosaban en las prácticas del Antiguo Régimen oponiendo todo tipo de obstáculos al desarrollo de las libertades o al pleno desenvolvimiento de la propiedad y la empresa privadas.

Por lo que llevo expuesto en esta presentación de El Cronista, no cabrá duda de que creo firmemente que no es posible que los juristas se den por satisfechos por el simple hecho de que los textos constitucionales proclamen los derechos de los ciudadanos. Hace falta estar atentos a su vigencia práctica de modo que no sucumban ante la acción asfixiante de los poderes públicos. No sólo son inaceptables las medidas o intervenciones públicas que restringen, limitan u ofenden sin justificación los derechos fundamentales, sino también aquellas otras, más taimadas, que sofocan su pleno disfrute o disuaden de su completa utilización. Pueden identificarse actuaciones sofocantes, o con efectos sofocantes, de la propiedad (la doctrina alemana usa tales parámetros para medir la legitimidad de un tributo), y acciones disuasorias del ejercicio de la libertad (el TEDH y nuestro propio TC han aplicado este test a las medidas que determinan una autocensura de la libertad de expresión que sea indebidamente intensa).

En un Estado compuesto como el nuestro, en el que los poderes territoriales ostentan potestades legislativas y ejecutivas muy amplias sobre muchas materias, la actuación tiene que desparramarse para prestarla simultáneamente en todas las direcciones de las que puede provenir el peligro.

Y, si se observa de la manera indicada a toda la inmensidad de poderes públicos que nos rodean, se verán cosas terribles de las que, hasta donde se me alcanza, no hay denuncia pública alguna hecha con la eficacia y difusión suficiente como para que aquéllos se den por aludidos. Unas afectan a los derechos en general y otras, en particular, a la propiedad (Locke creyó que era, sobre todo, la defensa de la propiedad lo que justificaba que los hombres se sometieran a un gobierno común).

Casi todos los nuevos Gobiernos autonómicos han aprendido rápidamente (muchos Gobiernos locales lo conocían desde antes) el efecto más perverso posible del principio de ejecutividad de los actos administrativos, tradicional en nuestra legislación. Saben que la Administración pública está sometida a la ley y al Derecho, pero han hecho muy rápidamente el cálculo coste-beneficio de no atender dicha regla. Si se adopta una decisión irregular que limite los derechos de un ciudadano, éste ha de acatarla y cumplirla inmediatamente, sin perjuicio de recurrirla, si lo desea, ante la jurisdicción contencioso-administrativa. Pero recurrir es una facultad que tienen los privilegiados: los que pueden hacerlo porque cuentan con asesoramiento adecuado y recursos y, además, no pierden nada si se entretienen en ello. Hay empresarios, o ciudadanos del común, que saben que si se meten en pleitos y no atienden el dictum del órgano administrativo correspondiente, se enfrentan a una larga peripecia judicial que, aunque concluya en victoria, será incapaz de levantar la ruina que supone la pérdida de la oportunidad o de la financiación del negocio.

Algunas Comunidades Autónomas están elevando aún más el listón de la ofensa a las garantías de los derechos de los ciudadanos. Cada vez con más frecuencia decisiones que son propias de normas o de simples actos administrativos se enfundan en leyes, blindándolas de cualquier recurso disponible para los ciudadanos, que no existe frente a las leyes en nuestro ordenamiento. Se me escapa por completo la razón por la que no se modifica con toda la urgencia necesaria esta situación, acabando con tal privilegio, que sitúa a las leyes autonómicas en la misma posición de inatacabilidad en que estaba el poder absoluto frente a sus súbditos.

En relación con la propiedad y la empresa las cosas no pintan mejor en algunas Comunidades Autónomas. Como estoy escribiendo esta presentación en Andalucía, en pleno mes de agosto, me fijaré en su ejemplo.

Es conocido que el nacimiento de la propiedad, como derecho individual protegido y susceptible de transacciones en el mercado, precisó de la programación y ejecución de una enorme operación de liberalización que conocemos con el nombre de desamortización. La amortización de bienes en favor de instituciones religiosas y civiles, para impedir que fueran objeto de transmisión o venta libre en el mercado, llegó a ser asfixiante en el siglo XVIII por el volumen de propiedades, rústicas y urbanas, a que afectaba. La desamortización, inspirada en el pensamiento ilustrado, y ejecutada por los primeros Gobiernos liberales del siglo XIX, devolvió todos esos bienes al mercado y permitió la disposición sobre los mismos.

Se planteó en la época en que tales medidas se establecieron si algunos bienes debían exceptuarse de la operación desamortizadora para que el Estado, o los Ayuntamientos, siguieran siendo los titulares de los mismos. El debate afectó, naturalmente, a los edificios destinados a oficinas administrativas, a los bienes con valor histórico-artístico, y a otros inmuebles urbanos. En relación con las propiedades rurales, el debate más importante fue el que afectó a los montes.

La historia de las disputas sobre qué montes públicos sí y cuáles no debían entrar en la operación desamortizadora cubre toda la segunda mitad del siglo XIX y no es caso de recordarla por completo. Concluyó excepcionando de la venta únicamente a aquellos montes que reunieran características o condiciones, evaluadas individualmente, de interés público. Muchos años después de que acabara esa polémica, uno de los primeros Gobiernos de Franco aprobó en 1941 una Ley Forestal que habilitaba a la Administración para adquirir, ejerciendo derechos de tanteo o, en su caso, de retracto, terrenos de naturaleza forestal. Sin duda posible, la Ley ha de interpretarse en el contexto histórico de la legislación de montes ya indicado. La habilitación sólo podía entenderse como la facultad de adquirir fincas forestales de interés público. Durante decenios así se aplicó la Ley y no queda constancia en las colecciones de jurisprudencia de conflictos generados por la utilización arbitraria de las potestades que otorgaba a la Administración. Hasta que se constituyeron las Comunidades Autónomas.

La Junta de Andalucía, en particular, empezó a utilizar regularmente la Ley de Franco para adquirir fincas forestales sin necesidad de justificar el interés público de la operación. Ha entendido siempre que es de interés público, sin más, que dichos bienes estén en mano pública y no sean de titularidad privada. En manifiesta contradicción con la ideología desamortizadora en la que se inserta la legislación que aplica. El efecto de los cambios de propiedad a favor de la Junta han sido fincas forestales desatendidas, desastres medioambientales, gestiones ineficientes y de inferior preocupación y calidad que la dispensada por los propietarios privados. Ahora son los funcionarios los que tienen las facultades de uso y disfrute que correspondían a los propietarios sin que estén obligados a invertir ni gastar recursos propios en la conservación. Las descripciones que pueden oírse a quienes conocen la situación, sobre el estado de mantenimiento de esas masas forestales, son dramáticas: desde los jabalíes famélicos que se aproximan a las mesas de los romeros para robar un bocado al menor descuido, a la sarna de los territorios altos y la decadencia y la falta de atención a la conservación y la mejora. Es lo esperable en fincas que son manos muertas, no atendidas por propietarios con apego a la tierra y vocación por conservarla y mejorarla.

¿Es que no pueden conseguirse mejores resultados estableciendo regulaciones sobre la conservación y uso de tales espacios forestales, que impongan obligaciones a los propietarios para compatibilizar, si es que fueran diferentes, los intereses privados y los públicos? Indiscutiblemente tal alternativa reguladora es más aconsejable y barata. Pero se ha preferido aquella otra política contra la propiedad privada de la tierra. Tan antigua, ñoña, falta de imaginación y perjudicial para los intereses públicos, como cualquier cabeza razonable comprende sin que se lo expliquen. Desde un punto de vista constitucional, insostenible.

El remate o acabose es que muchas de estas operaciones han podido hacerse aplicando a las compras por la Junta de las fincas retraídas los precios que constan en las escrituras de compraventa entre privados, que consignan valores muchas veces inferiores a los de mercado. He conocido profesionalmente casos en que la compraventa a precio simulado encubría una donación de un abuelo a un nieto. El retracto de la Junta se aplicó sobre ese precio simulado, lo que permitió una verdadera confiscación de bienes. Hasta hace un par de años, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía no ha empezado a reaccionar contra tan escandalosa situación. Pero lo está haciendo ahora con lucidez y firmeza.

La Junta de Andalucía también está apartando de la iniciativa privada sectores económicos completos. Me parece que ha sido la primera Comunidad, aunque no la única, en secundar el ejemplo TRAGSA y la técnica in house providing para establecer empresas propias de obras públicas a las que adjudicar obras y servicios sin permitir la concurrencia de las empresas privadas. Pero también en otros ámbitos el sector empresarial público crece y se multiplica sin parar. En ocasiones, incluso, se ha puesto término legislativamente a concesiones hechas a favor de empresas privadas para atribuir servicios de naturaleza económica directamente a empresas públicas. Así ha ocurrido recientemente con el servicio de ITV. El cambio ha traído consigo que el tiempo en las operaciones de ITV sea ahora mucho más largo y las empresas mucho menos eficientes.

Todos estos movimientos de publificación son paradójicos si se contrastan con las políticas de liberalización desarrolladas a escala estatal desde mediados de los pasados ochenta. Pero no son políticamente indiferentes. Eliminar o restringir la propiedad privada o la libertad de empresa en algunos ámbitos económicos, además de las valoraciones jurídicas que se hagan, siempre comporta la consecuencia de que el número de personas convertidas en súbditos del imperante, cuyas economías dependen del mantenimiento de las mismas políticas, sólo aseguradas por el detentador del poder, crece sin parar, hasta el extremo de reducir dramáticamente el juego de la sucesión democrática.

Final

El muestrario no ha sido muy extenso, pero es innegablemente inquietante. Cualquier jurista con experiencia podría enriquecerlo. Los términos del drama se verían mucho mejor si no se describiera solamente, como yo he hecho, a pinceladas gruesas. Pero dejo los desarrollos para quienes estén buscando temas para tesis doctorales o monografías, en cuyas manos pongo gustosamente el reto.

Es posible que haya juristas que no sientan el Estado de Derecho como una conquista que debamos cuidar y contribuir a desarrollar en plenitud. Los habrá más preocupados por las bellas artes que por el progreso del Derecho, por el deporte, por la geografía universal, o por la contemplación del alma. Seguramente no sentirán ninguna conmoción por las cosas que aquí contemos. Pero no son ellos nuestro objetivo. Nos dirigimos y convocamos a los que crean que algo tendríamos que hacer, en la limitada medida en que escribir y leer sean remedios útiles, para evitar deformaciones y catástrofes jurídicas como las descritas.

Espero con enorme ilusión que mi buen amigo y compañero mencionado al principio, que auguraba para El Cronista el más seguro de los fracasos por falta de juristas capaces de escribir y pensar sobre los problemas del Estado de Derecho, haya incurrido en el más errado de sus pronósticos, y que la convocatoria que ahora hacemos sea ampliamente atendida.

El tiempo dirá y daremos cuenta de su veredicto.

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