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Sobre el mandato de los jueces del TC; por Tomás S. Vives, Catedrático Emérito de Derecho Penal de la Universidad de Valencia y Vicepresidente emérito del Tribunal Constitucional

28/10/2010
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El día 27 de octubre de 2010, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Tomás S. Vives, en el cual el autor opina sobre la duración del mandato de los magistrados del Tribunal Constitucional. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

SOBRE EL MANDATO DE LOS JUECES DEL TC

El diario EL MUNDO, en su edición del día 18, informa de un acuerdo de los partidos mayoritarios para introducir en la LOTC un precepto que regule la duración del mandato de los magistrados del Tribunal Constitucional, habida cuenta de los significativos retrasos que se han registrado últimamente en los tramos correspondientes al Congreso y al Senado. El nuevo precepto, aprobado ya en el Senado por todos los grupos, precisaría que del mandato de nueve años que establece la Constitución ha de descontarse el tiempo que los órganos encargados de designar a dichos magistrados tarden en hacerlo. De ese modo, parece que podrán paliarse las malas consecuencias de los retrasos en los nombramientos. Pero eso en absoluto es así.

Las causas de los retrasos radican o en la falta de acuerdo de los partidos sobre los candidatos a proponer o en el deseo de alguno de ellos de prolongar el mandato de un determinado tribunal.

La falta de acuerdo sobre los candidatos tiene lugar, básicamente, porque alguno de los proponentes o todos ellos actúan ignorando las condiciones necesarias y suficientes para ser magistrado del Tribunal Constitucional. A cualquier persona civilizada le parecería obvio que, para ser magistrado del Tribunal Constitucional, hubiese que haber mostrado, a lo largo del currículum una adhesión fuera de toda duda a los valores constitucionales y una competencia jurídica sobresaliente, cualidades a las que habría de añadirse una dilatada experiencia a la que sería conveniente acompañase una acreditada honradez profesional que permita dar crédito a la presunción de que actuarán movidos exclusivamente por razones jurídico-constitucionales. No estoy seguro de que en todas las propuestas concurran esas condiciones, ni siquiera de modo tentativo. O, dicho de otro modo, temo que en ocasiones se busquen determinadas fidelidades por encima de una configuración adecuada de la jurisdicción constitucional y que esa sea la causa de los desacuerdos.

El temor de que la Justicia constitucional resulte manipulada es aún mayor cuando se producen retrasos tan prolongados como el que ha tenido lugar últimamente. Hay que hacer un difícil ejercicio de credulidad para no pensar que, en un caso así, se ha tratado de mantener a determinados magistrados para que alguna o algunas sentencias sean de un cierto signo, pues no cabe negar una cierta previsibilidad de los votos en ocasiones determinadas.

Ante esa situación, la reacción de los partidos políticos no parece conducir a minimizar los defectos que, desde la perspectiva constitucional, pudiera tener la elección; sino más bien a dejar que el sistema se pudra y que la posible manipulación de la jurisdicción constitucional se incremente y perpetúe y, sin jurisdicción constitucional o con una debilitada el poder de las mayorías parlamentarias no tiene límites, por lo que, a la larga, el sistema democrático acaba socavando su propia legitimidad y tiende a resultar abolido de uno u otro modo. Si ello es así, los partidos han situado sus intereses a corto plazo por encima de las exigencias constitucionales y, por mucho que se les llene la boca al autocalificarse de demócratas, han puesto de manifiesto que sus convicciones democráticas no son demasiado firmes. Tal vez sea esa la razón profunda, puesta de manifiesto de múltiples modos, de que la clase política constituye una de las principales preocupaciones de los ciudadanos.

Pero, además, se han embarcado en un viaje jurídicamente absurdo. Porque la Constitución sigue siendo la ley más alta. Y esa ley más alta establece un plazo, directamente aplicable y aplicado, de nueve años. De modo que los jueces constitucionales que han de determinar la duración del mandato pueden encontrarse con un conflicto entre la determinación sin modulaciones que establece la Constitución y la duración modulada que especifique la ley, esto es, habrán de decidir entre aplicar directamente el precepto de la Constitución, como se ha venido haciendo hasta ahora, o aplicar el de la ley que contradice el mandato constitucional de manera palmaria. Ante esa alternativa, según la doctrina expresada por el juez Marshall en la sentencia del caso Marbury vs. Madison de 1803 (sentencia que, como es sabido, se halla en los orígenes de la posibilidad de revisión constitucional del Tribunal Supremo Federal Americano), acogida por Kelsen en su Teoría del Estado, el juez, que no ostenta ninguna superioridad sobre la ley, ha de atenerse, sin embargo, a la vinculación más fuerte que le ata a la Constitución, inaplicando la ley sin que sea preciso que declare su inconstitucionalidad.

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