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La verdad sobre el caso del Estatut (I); por Santiago Muñoz Machado, Catedrático de Derecho administrativo de la Universidad Complutense de Madrid

30/06/2010
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El día 30 de junio de 2010, se publicó en el diario El Imparcial, un artículo del Profesor Santiago Muñoz Machado, en el cual el autor reflexiona sobre la Sentencia del Tribunal Constitucional de 28 de junio de 2010, afirmando que, sobre todo, ha negado a Cataluña el carácter de Nación soberana, ha desarbolado la idea de que el origen de su poder pueda radicar en el pueblo de Cataluña y sus derechos históricos y ha negado que cuente con un poder judicial propio y totalmente independiente de la unidad jurisdiccional que la Constitución establece. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

LA VERDAD SOBRE EL CASO DEL ESTATUT (I)

Cabe imaginar que los ciudadanos (aquellos ciudadanos a los que el caso Estatut importe, que, según dicen, no son tantos) se sientan aturdidos y confusos con la información que los portavoces gubernamentales y partidarios están ofreciendo sobre lo que dice y significa la STC de 28 de junio de 2010. La Vicepresidenta 1.ª del Gobierno del Estado ha afirmado que la constitucionalidad del Estatuto catalán ha quedado validada, porque sólo un precepto del mismo ha sido anulado; el Presidente de la Generalitat ha llamado a rebato a su pueblo y considera la Sentencia una humillación; la Portavoz del PP en el Congreso ha subrayado que cincuenta artículos del Estatuto han sido puestos en cuestión por el Tribunal Constitucional, un grupo de ellos ha merecido declaraciones de nulidad y otros han tenido que ser explicados o interpretados por el Tribunal, de modo que su constitucionalidad se hace depender de que se apliquen como la Sentencia ordena.

Posturas tan dispares se asemejan a las valoraciones que suelen hacer los políticos los días de celebración de elecciones; todos analizan, al caer la tarde, los resultados destacando los aspectos que más les favorecen y ofrecen a la opinión pública una imagen de ganadores.

Pero dejando al margen la especulación política, a la que el asunto se presta en grado sumo, estamos también (preferentemente) ante una declaración jurídica que, como tal, no resulta difícil de valorar.

Desde esta perspectiva, el problema primero que la Sentencia suscita (también el más manoseado hasta ahora) es el del incomprensible, inapropiado e inconmensurable tiempo empleado en elaborarla. Un problema de tanta entidad como la valoración constitucional del Estatuto de Cataluña tendría que haber sido despejado con más celeridad. De esto no cabe duda. La única defensa que puede hacerse del comportamiento del Tribunal Constitucional radica en la incuestionable dificultad política y jurídica del pronunciamiento que se le había pedido.

Cualquiera que lo desee puede comprobar que los Estatutos de Autonomía que se aprobaron en el período 1979-1983 contienen grupos extensos de preceptos que incurren en defectos constitucionales idénticos a los del Estatuto catalán de 2006. Nada digamos del paralelismo que puede apreciarse en el trazo de otros Estatutos que han seguido a éste y que forman parte de lo que se ha dado en llamar la “segunda generación”. Aquéllos primerizos ya se situaban en terrenos dispositivos que sobrepasaron, con mucho, el encargo que el artículo 147 de la Constitución hace a los Estatutos de Autonomía: les encomienda que regulen las instituciones de autogobierno, su organización y determinen las competencias propias y la reforma de sus textos; nada más. Pero todos añadieron, de su cosecha, principios programáticos, declaraciones de derechos, impusieron compromisos al legislador estatal, crearon estructuras bilaterales de negociación o interpretaron el alcance de las competencias ajenas. Nadie dijo nada, sin embargo. A nadie se le ocurrió impugnar los excesos porque, además de tener conciencia de su escaso alcance normativo, aquel movimiento estatutario fue paccionado y todos los partidos dominantes estuvieron en las cocinas donde las normas se prepararon. No ocurrió lo mismo después con el proyecto vasco de 2004 (obra exclusivamente nacionalista), y con el catalán (fruto de un pacto entre los Presidentes Maragall y Zapatero).

El Presidente de la Generalitat llevó al Presidente del Gobierno español a la cima del Tibidabo, desde donde, aquel día, se veían con claridad todas las tierras del Estado y podía determinarse con facilidad su futuro, de modo que, desde allí, le hizo un augurio: “La historia te dará los mayores honores si resuelves el problema de la integración de Cataluña en España”. Alguien le había dicho algunos meses antes lo mismo, en un tibi dabo vasco, en relación con la liquidación paccionada del terrorismo, que también es una hazaña para ser recordada por la historia. Y se empeñó enseguida en ambas cosas. Pero, para lo que ahora nos interesa, de la convención a dos en el Tibidabo salió la decisión común de aceptar el reto de la historia apurando el sencillo trámite de sustituir el Estatuto de 1979 por otro nuevo. El Presidente español, además, para dar facilidades, dejaría trabajar con tranquilidad a las instituciones catalanas, conformándose por adelantado con cualquier texto que aquéllas aprobaran (¿no había dicho Azaña algo parecido en su famoso discurso de Barcelona de 1930, aunque luego tuviera que rectificarlo radicalmente al debatir el Estatuto catalán de 1932?). Así lo declaró con el énfasis de sus mejores discursos.

Con este punto de arranque, al día siguiente empezó a elaborarse un Estatuto que tenía que ser la Constitución de Cataluña. Escribí por aquellas fechas un breve ensayo que titulé El mito del Estatuto-Constitución donde explicaba por menudo el alcance de tal parangón, que puedo resumir ahora del siguiente modo: aquel mito se funda en el deseo de que el Estatuto sea una norma que, por su contenido dispositivo y estructura, se parezca lo más posible a la Constitución del Estado; para ello debe tener una parte dogmática, relativa a las declaraciones de derechos y sus garantías, y otra parte orgánica, regulatoria de las instituciones y de sus competencias. En un intento de hacer realidad el mito, se elaboró un modelo de norma estatutaria que integra una relación de derechos tan larga como la de la Constitución, ordena instituciones completamente similares a las del Estado y establece las competencias de la Generalitat con más precisión y extensión que las que ofrece la Constitución respecto del Estado.

Muchos comentaristas rigurosos del Estatuto catalán de 2006 observaron, a mi juicio con razón, que realmente nada de lo anterior suponía un incremento sustancial de los poderes de las instituciones catalanas en relación con los consignados en el Estatuto de 1979. También este último había invadido en algunas ocasiones competencias del Estado y no por ello fue reprobado. El propio Estatuto de 1979 (como también hizo el Gobierno con las raspaduras que impuso al texto de 2006) salvó estas incursiones en los ámbitos del poder ajeno mediante las famosas cláusulas “sin perjuicio” y similares, con las que se dejaba a salvo que la norma estatutaria siempre quedaba subordinada a lo que el Estado decidiera en ejercicio de sus propias competencias, que no se trataba de usurpar. El Tribunal Constitucional también se conformó con esta clase de ajustes que elevó a doctrina general.

Pese a lo anterior, el Estatuto-Constitución, para ser verdaderamente esto último, tendría que proceder de un soberano. Y en este empuje hacia adelante el Estatuto de 2006 añadió algunas declaraciones que constituyeron innovaciones decisivas en relación con el texto precedente. En primer lugar la declaración, incluida en el preámbulo, de que Cataluña es una Nación, de la que derivaba un haz de consecuencias importantes: el poder necesario para elaborar el Estatuto procede del pueblo catalán; mediante el Estatuto se rehabilitan derechos históricos de Cataluña, que son previos a la Constitución del Estado; los poderes de las instituciones proceden asimismo del pueblo catalán; la gobernación del territorio requiere la concurrencia equilibrada del poder legislativo, ejecutivo y judicial propios. Los dos primeros ya estaban consignados en el Estatuto de 1979; el de 2006 añadió un orden jurisdiccional no subordinado necesariamente al Tribunal Supremo del Estado.

Puede darse casi por cierto, con los matices que haré en los artículos que espero que sigan a éste, que las competencias materiales que atribuye el Estatuto de 2006 a la Generalitat no son sustancialmente más amplias que las que ya tenía reconocidas. Pero el origen y la legitimidad de sus poderes se atribuyeron, de un modo nada larvado, a la decisión de un nuevo soberano, que radicaba en el territorio estatuyente, con un rango paralelo al constituyente español.

La radical dificultad de integrar estos nuevos planteamientos en el marco de la Constitución vigente es lo que ha determinado los pronunciamientos más decisivos de la Sentencia de 28 de junio de 2010, que, sobre todo, ha negado a Cataluña el carácter de Nación soberana, ha desarbolado la idea de que el origen de su poder pueda radicar en el pueblo de Cataluña y sus derechos históricos, y, en fin, ha negado que cuente con un poder judicial propio y totalmente independiente de la unidad jurisdiccional que la Constitución establece.

Todo lo demás que la Sentencia ha resuelto es también, cuando anula o cuando interpreta, interesante y merecerá ser comentado. Pero lo dicho me parece el núcleo de la verdad del caso Estatut.

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