MENOS EUROPA, MÁS ESPAÑA, TODO GLOBAL
Ante la presidencia semestral de la Unión Europea que España asume el 1 de enero, parece contradictorio reclamar más peso de la política exterior española frente a la política común europea, pero no existe tal contradicción. En un mundo de retos globales, el papel de los Estados con capacidad de actuar eficazmente es cada vez mayor. Así lo han entendido nuestros vecinos europeos, con Merkel y Sarkozy a la cabeza, y ésa es la línea que debe seguir el Gobierno español sin abandonar, por supuesto, nuestra vocación europeísta.
La reacción a la crisis financiera y económica global ha demostrado que son los Estados quienes toman las riendas en los momentos difíciles. El G-20 ampliado es un club de grandes países en el que también participan las instituciones internacionales. Es evidente que pertenecer al euro ha supuesto un parachoques esencial ante la crisis, y es preciso coordinar los esfuerzos en el plano europeo y llegar a acuerdos globales para lograr la estabilidad. Sin embargo, los protagonistas en este drama son los grandes Estados, que siguen controlando sus cuentas nacionales. En el ámbito de la seguridad, tanto la OTAN como la Unión Europea como Naciones Unidas ofrecen un amplio abanico de marcos de acción posibles. Pero son los Estados individuales quienes siguen guardando la llave de la utilización de sus fuerzas armadas y quienes deciden dónde y cuándo emplearlas.
El Tratado de Lisboa ha introducido los cargos de presidente del Consejo y de nuevo Alto Representante para facilitar la continuidad de la acción exterior y la visibilidad de la Unión. Asimismo, se creará un servicio exterior europeo. Ahora bien, todos estos cauces deben llenarse de contenidos y, en este punto, la experiencia demuestra que hay algunos asuntos en los que los europeos tenemos ideas coincidentes (por ejemplo, la lucha contra el cambio climático o la política comercial) y otros en los que prima el desacuerdo (así, las actitudes ante Rusia son muy variadas, o el conflicto entre israelíes y palestinos produce divisiones, como se vio en el voto en Naciones Unidas del Informe Goldstone sobre violaciones de derechos humanos en Gaza).
Ante esta realidad no hay que tirar la toalla y hay que seguir intentando conseguir políticas comunes entre los 27 miembros de la UE. Pero, al mismo tiempo, hay que ser conscientes de que nuestras posiciones adquieren mayor relevancia en caso de disenso. Los países que cuentan en las escenas europea y global elaboran políticas propias sobre los más diversos desafíos, lo que les da una voz propia en los foros internacionales. Más que la mera presencia, es la voz lo que cuenta. Por tanto, España debe reforzar su capacidad de analizar los retos europeos y globales para definir posturas bien perfiladas y bien explicadas. El Gobierno tiene los instintos multilaterales adecuados pero debe traducirlos en propuestas concretas.
Debemos desarrollar una política exterior más activa y menos reactiva. Esto pasa por una definición de verdaderas prioridades y por una política de alianzas estratégicas más reconocible. Todo no puede ser una prioridad. El caso del Mediterráneo es demostrativo de esta aserción. Está bien albergar la Unión por el Mediterráneo, apoyar el acercamiento de Turquía a la Unión e interesarse por el conflicto de Oriente Próximo. Pero donde España se juega su futuro es en el Magreb. ¿Hemos hecho lo suficiente para propiciar un acercamiento entre Argelia y Marruecos? ¿Hemos alentado a la Unión Europea a implicarse más directamente en la resolución de la controversia sobre el Sáhara Occidental? En cuanto a la política de alianzas, el mantener buenas relaciones con todo el mundo no está reñido con elegir bien los socios estratégicos. En este campo, las expectativas creadas por el nuevo Gobierno en Estados Unidos no han sido colmadas un año después. España puede favorecer (como otros socios de la Unión) una nueva agenda transatlántica para la UE, pero esto debe completarse con una profundización de nuestras relaciones bilaterales con Estados Unidos.
La presidencia semestral pasará como un suspiro y algunos problemas estructurales de la política exterior seguirán pesando, como los escasos medios con que cuenta España. Baste una comparación. En números redondos, España tiene 1.000 diplomáticos, mientras Reino Unido cuenta con 4.000. Nuestra población es aproximadamente tres cuartos de la de Reino Unido y nuestro PIB dos tercios. No hay ninguna razón para que nuestro servicio exterior sea un cuarto del británico, sobre todo teniendo en cuenta nuestra presencia en todo el mundo y la vocación declarada de ser un actor global.
Asimismo, los medios materiales del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación han crecido en el campo de la cooperación pero han quedado prácticamente estancados en todo lo demás, incluida la expansión del español, una asombrosa baza de futuro. El servicio exterior europeo puede ser un medio útil para la política común de la Unión, pero no resolverá este problema.
Durante los próximos meses están previstas numerosas cumbres, que aseguran titulares y fotos en la prensa. Para los ciudadanos son más importantes los resultados. El Gobierno ha declarado que, durante la presidencia rotatoria, la lucha contra la crisis, la igualdad y la innovación son preferentes. Es indudable que la primera cuestión será la piedra de toque por la que los Gobiernos serán juzgados durante 2010.
Los expertos auguran que durante todo el año próximo se sentirán todavía los efectos negativos de la crisis. Por tanto, más que gestos grandilocuentes, es preciso asentar bien las bases para la salida de la crisis que tengan en cuenta las fallas estructurales que condujeron a ella. En este sentido, la actuación del Gobierno durante la presidencia debe tener una dimensión europea pero, una vez más, será en el ámbito nacional donde se juegue la partida decisiva.
El Tratado de Lisboa (artículo 16.9) no deja mucho papel para la presidencia rotatoria. Básicamente, España presidirá los consejos de ministros sectoriales, pudiendo proponer temas pero con poco tiempo para decidir. Además de la labor como presidencia, será crucial la posición que el Gobierno adopte sobre el nuevo modelo de crecimiento que sustituye a la Agenda de Lisboa (2000-2010), que agota su tiempo de aplicación en unos meses.
En los marcadores de cumplimiento de esta agenda -que incluyen innovación, liberalización, respeto de la normativa comunitaria, facilidades a las empresas, empleo e inclusión social, y medio ambiente- España no sale bien parada. Ahora, frente a una recesión prolongada de alcance global, se trata de saber si queremos renovar la agenda, modernizarla, cumplirla mejor, transformarla o, simplemente, tirarla a la papelera y ofrecer otra mejor. Esta es una cuestión sobre la que el Gobierno debería abrir un debate y, a la postre, pronunciarse.
Con independencia de agendas económicas impuestas o inspiradas desde fuera, los esfuerzos nacionales son la clave. Así lo demuestra el caso de Finlandia que, transformando en oportunidad una situación difícil, supo hacer en la década de 1990 un cambio estructural que la llevó a destacar en conocimiento, nuevas tecnologías y exportación. Si España quiere salir de la crisis con energías renovadas, y bien emplazada para la nueva competición global, necesita pactos históricos y comprehensivos que impliquen a todas las fuerzas del Estado y la sociedad, y que estén inspirados en visiones claras de futuro.