LA INOPORTUNIDAD DE UNA HUELGA DE JUECES
Que los jueces y magistrados españoles estén al borde de llevar a cabo una huelga es algo que, por insólito y trascendente, debería hacer meditar a más de uno. Si atendemos a las razones que se exponen en fundamento de esa decisión, habremos de convenir en que resultan tan evidentes y fundadas como la realidad misma, tantas veces admitida, del deficiente estado institucional, la reiterada postergación que nuestra Justicia sufre por parte de quienes asumen responsabilidades políticas (los de hoy tanto como los de ayer) y la consecuente escasez de medios, humanos y materiales de los que se le dota.
La vinculación de la posible convocatoria del paro con un concreto caso reciente, en el que un juez ha sido sometido a toda clase de imputaciones y vituperios públicos por una disfunción que, finalmente, el órgano competente para ello ha considerado que no era de tanta gravedad como gratuitamente se afirmaba, lejos de suponer una manifestación de corporativismo, sólo evidencia, a mi juicio, la eclosión de un sentimiento larvado desde hace tiempo entre los miembros del Poder Judicial, que se sienten injustamente maltratados por un estado de cosas muy criticable pero cuya responsabilidad, en lo esencial, no les corresponde.
Y todo ello profundamente agravado además por unas sucesivas y provocadoras manifestaciones del presidente del Gobierno y otros miembros del Ejecutivo y del Legislativo, así como de representativos miembros de los partidos políticos que, eludiendo la responsabilidad que les incumbe respecto de las deficiencias de nuestra Justicia e ignorando las reglas más básicas de un Estado democrático, interfieren en el ejercicio de la función jurisdiccional y en la competencia sancionadora del órgano de gobierno de los jueces. Es éste un poco edificante ejemplo que, sobre todo, suscita una grave duda acerca de la fidelidad a los principios y valores democráticos de nuestros políticos, al parecer aún anclados en aquellos pretéritos planteamientos en los que existía un único Poder.
En definitiva, el fundamento de la reivindicación, al menos desde la subjetiva posición de sus protagonistas, no admite dudas y en su raíz hay que comprender que va más allá de un simple agravio coyuntural. En este sentido, el que entre las diversas pretensiones que dicen perseguirse con el paro figure una vinculada a los aspectos retributivos de la carrera judicial, además de guardar relación con la naturaleza propia del derecho a la huelga siempre relacionada con la defensa de los derechos laborales de quienes lo ejercen, y al margen de otras consideraciones acerca de su procedencia o no, en ningún caso puede justificar la crítica generalizada a la medida ni llevar a ignorar el resto de argumentos, muchos más y de mucho más hondo calado, que se esgrimen en apoyo de su convocatoria.
De otro lado, por lo que se refiere al problema jurídico acerca de la legalidad de ese ejercicio del derecho a la huelga por parte de los jueces, su análisis debería centrarse inicialmente sólo en determinar si tales profesionales, al margen de la naturaleza propia de la función que desempeñan, ven regulados todos o algunos de los elementos esenciales y condiciones de su actividad desde fuentes externas que, en tanto sujetas a decisión de un tercero, podrían potencialmente contravenir sus derechos como trabajadores hasta el punto de precisar la posibilidad de un mecanismo extremo de defensa, como la huelga, para el caso de considerarse gravemente lesionados.
Pensemos, por ejemplo, en un supuesto en el que el Gobierno, o incluso el Legislador, decidiera suprimir por completo las retribuciones de los miembros de la carrera judicial o reducirlas sensiblemente o privarles de cualquier otro derecho considerado esencial. ¿Es que, en ese caso extremo, los jueces habrían de carecer de la posibilidad del ejercicio de instrumentos para su defensa?
Tan solo la Constitución, que no lo hace, o una Ley de huelga cuya constitucionalidad pudiera ser objeto de discusión, que hoy tampoco existe, podrían excluir un derecho que, en principio, ha de reconocerse a todos los trabajadores por cuenta ajena, incluidos los servidores públicos.
Ahora bien, con la autoridad que modestamente creo merecer al haber desempeñado durante casi 20 años diferentes cargos de responsabilidad en el ámbito asociativo, quiero tomar posición en contra de la oportunidad de una convocatoria como la que ahora se plantea.
Porque, de una parte, considero que la huelga, por justificada en sus motivos y legal en su ejecución que sea, desde planteamientos de estricta defensa de los legítimos derechos profesionales de los participantes, supondría en definitiva un gravísimo perjuicio para la imagen de quienes hemos de sentirnos, por encima de todo, titulares de uno de los Poderes del Estado.
Adviértase que no se trata de dar la razón aquí al presidente del Gobierno cuando tan erróneamente afirma que los jueces, en su condición de servidores públicos, no pueden ejercer un derecho de protesta colectiva de sus derechos, sino, antes al contrario, de no incurrir en la posible trampa tendida por quienes, desde hace años, vienen intentando en nuestro país un proceso de funcionarización de los jueces.
Resulta curioso al respecto comprobar cómo aquellos que tan incorrectamente han venido calificando con reiteración a este verdadero Poder del Estado como un mero servicio público más, a semejanza de la sanidad, la educación o el catastro, con consciente ignorancia y casi desprecio de su verdadera naturaleza, son los primeros que se rasgan hoy las vestiduras porque sus miembros se planteen acudir a una huelga.
Pero somos nosotros quienes hemos de tener siempre presente que, llamados por supuesto a servir al pueblo como los primeros, como el propio Legislador o como los miembros del Gobierno, sin embargo no debemos perder de vista que nuestra función jurisdiccional constituye prioritariamente el ejercicio de ese Poder moderador y tutelador de los derechos de los ciudadanos que la Constitución nos atribuye y que supera con creces el carácter que técnicamente ostenta la prestación de un mero servicio público.
Y es desde este punto de vista desde el que he de concluir en que la huelga, como si la de unos funcionarios públicos se tratase, a mi juicio resulta institucionalmente inoportuna y que, a la larga o antes incluso, no acarrearía sino el descrédito y la desnaturalización de la propia institución y de sus integrantes.
Pero es que además, la decisión de afrontar un paro semejante, supondría igualmente un grave error estratégico con el que los propios participantes perderían mucho más de lo que, supuestamente, pudieran obtener.
No nos engañemos, pues el primer riesgo de una huelga de jueces es su propio fracaso, ya que nadie puede asegurar el éxito de una acción de estas características en un colectivo tan escasamente estructurado y difuso, sin una organización experimentada en la acción sindical, con más de la mitad de sus integrantes sin vinculación asociativa y con un espíritu tan individualista, crítico e independiente como el nuestro; es decir, tan poco disciplinado.
Pero es que, aun cuando alguien pensase en el posible éxito de la convocatoria dadas las especialísimas circunstancias del momento presente, no debemos tampoco olvidar que la originalidad y trascendencia de un hecho semejante en nuestra actualidad social y política, al que por otra parte tantos intereses espurios incitan y apoyan frotándose las manos satisfechos ante la expectativa de una repercusión indirecta favorable a sus respectivos intereses particulares, a la postre no sería quizá más que flor de un día. Porque la primera huelga de los jueces es noticia destacada fundamentalmente por su novedad y exotismo pero, a partir de ahí, acciones similares futuras probablemente no tendrían mucho más eco en la ciudadanía que la protesta laboral de los conductores de los transportes públicos o de los pilotos de una compañía aérea.
Y es que, a veces, me parece que los jueces olvidamos la trascendencia social que puede adquirir nuestra actividad y la repercusión que nuestros actos y pronunciamientos tienen en los más diferentes ámbitos sociales, quizá precisamente porque se reconoce en nosotros, hasta ahora al menos, que no somos dados a pretender ejercer una influencia en los conflictos sociales de forma gratuita, pero que cuando lo hacemos nuestra intervención, fruto de la más pausada y prudente valoración de la realidad y con un a veces hasta exagerado concepto de la responsabilidad y la moderación, suele estar cargada de razón.
Iniciativas como la debatida hace no mucho por la Junta de Jueces de Madrid, de la denuncia ante la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas de la grave situación de injerencia en la independencia judicial que supuso la incalificable actuación de Zapatero y Rajoy informando a los medios de comunicación de que ya habían llegado a un acuerdo respecto de quién había de ser designado como presidente de nuestro Tribunal Supremo, es un ejemplo entre tantos posibles que, a mi juicio, nos indica el camino, verdaderamente inteligente e imaginativo, por donde debe producirse nuestra protesta más cabal, hoy deslumbrada por el fulgor de las expectativas ante la posibilidad de la huelga.
Y todo ello, por supuesto, sin olvidar la trascendental tarea que incumbe en toda esta cuestión al CGPJ, como responsable no sólo de la salvaguarda de la independencia de los jueces sino, más allá aún pero estrechamente vinculada con ésta, del prestigio institucional del Poder Judicial, tan esencial para la existencia misma del Estado de Derecho.
No se trata, por supuesto, de amparar pretensiones injustificadas o caprichosas de los miembros de la carrera judicial, sino de valorar concienzudamente la razón que pudiera asistirles y esforzarse, hasta el límite que sus competencias permitan, en la defensa de una Justicia que cumpla con su única razón de ser: la de dar efectiva satisfacción a las necesidades jurídicas de los ciudadanos de un país verdaderamente libre y democrático como aspiramos a que el nuestro lo sea.