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  • EDICIÓN DE 02/03/2004
 
 

CLAUSURA DEL CICLO DE CONFERENCIAS DEDICADO AL XXV ANIVERSARIO DE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA

02/03/2004
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La Real Academia de las Ciencias Morales y Políticas celebró ayer por la tarde el solemne acto de clausura del Ciclo de Conferencias dedicado al XXV Aniversario de la Constitución Española, la última de estas Conferencias, cuyo texto reproducimos, fue impartida por Manuel Jiménez de Parga, Presidente del Tribunal Constitucional.

DE LA CONSTITUCIÓN DE ESPAÑA A LA CONSTITUCIÓN DE EUROPA

Manuel Jiménez de Parga y Cabrera

Veinticinco años de vigencia ininterrumpida de un texto constitucional son para nosotros un registro memorable. La que nos dimos en 1978 es ya la segunda más longeva en el elenco de nuestras Constituciones y cabe esperar que también desplace a la de 1876. Quienes luchamos en tiempos difíciles por lo que hoy es una realidad firme y esperanzada tenemos motivo añadido para el orgullo. No es fácil darse una Constitución para la libertad y la concordia, y con la de 1978 lo hemos conseguido de manera razonable, con la dolorosa excepción, todavía, de los bárbaros que insisten en el pecado contra el hombre.

Como razón de orgullo para quien ha cultivado el Derecho Político durante media centuria, la Carta de 1978 se ha convertido, por derecho propio, en un verdadero modelo para la ciencia del Derecho Constitucional y se ha incorporado al selecto grupo de Constituciones que, como la gaditana de 1812 o la estadounidense de 1787, se cuentan entre las que han marcado los hitos del movimiento constitucional. El camino, en suma, de la libertad, la justicia y la concordia.

Motivos para la celebración, como se ve, los hay muchos y sobrados. En los últimos meses han abundado los homenajes y festejos y nos hemos entregado con entusiasmo al ejercicio de la memoria. Bien está. Con ello nos hemos unido todos un poco más en la condición común de ciudadanos de la España constitucional, cultivando así el más sano de los patriotismos. Yo, si me lo permiten, querría brindar mi homenaje desde otra perspectiva, quizás la que, al fin y al cabo, más puede importarnos en esta hora.

No hace falta ser un cínico para admitir que detrás de todo homenaje hay siempre un interés propio... de quien lo brinda. Si cantamos las virtudes de la Constitución y glosamos la gesta de su elaboración y de su vigencia es porque aspiramos a seguir disfrutando de sus beneficios. Conviene, a veces, detenerse y hacer balance para confirmar que el saldo arrojado viene a cuenta. Que vale la pena seguir en la empresa, desde la tranquilidad que brinda la certeza de que su fundamento es garantía de prosperidad futura. Celebramos el pasado, en suma, para encarar con ánimo lo que ha de venir y afrontarlo con la seguridad que dispensa la garantía probada de lo que hasta ahora nos ha servido, y servido bien.

Yo querría mirar hacia ese porvenir aprovechando la excusa del XXV Aniversario de la Constitución de 1978. Pero abordándolo de frente, sin servirme del circunloquio del canto a lo que hicimos y tenemos. Se han elogiado el mérito de la Transición y del proceso constituyente. Se ha situado a la Carta Magna del 78 en el contexto de las Constituciones del mundo. Se ha pormenorizado el alarde de su técnica. Yo quiero arrojar hoy la mirada sobre su porvenir, que es el nuestro. Y en ese horizonte se insinúa, ya con alguna nitidez, la figura de lo que podría convertirse en la Constitución de Europa.

La Constitución de 1978 es la Constitución de España, pues se la ha dado a sí mismo, como sujeto soberano, el Pueblo español. En ella se acoge, como leemos en el Preámbulo, “a todos los españoles y pueblos de España”, pero el Pueblo que la establece sólo es el español. La continuidad entre la Constitución y el Pueblo viene dada por la soberanía, que el pueblo posee y la Constitución organiza. ¿Puede hablarse entonces, sin incurrir en la impropiedad, de una Constitución de Europa?. Acaso que no. Falta para ello el sujeto constituyente, que sólo podría ser el Pueblo europeo. Pueblo de Europa cuya existencia implicaría la desaparición del español como Pueblo soberano, pues es sabido, desde Hobbes, que no cabe la existencia simultánea de dos sujetos de soberanía.

La distinción entre poder constituyente y poderes constituidos nos ilumina el camino. En nuestra Constitución se arranca afirmando que la soberanía corresponde a la Nación española. Por tanto, la titularidad del poder constituyente es la Nación española. Es ella la que tiene el poder soberano, ilimitado.

Los poderes constituidos, por el contrario, no son soberanos. En una de las primeras Sentencias del Tribunal Constitucional, la STC 4/1981, se proclamó “La supremacía del interés de la Nación”. Y se precisó:

- que autonomía no es soberanía.

- que la autonomía no puede oponerse a la unidad de la Nación Española.

- que la autonomía no ha de incidir negativamente en los intereses generales de la Nación.

- que la autonomía lo es en función del criterio del respectivo interés.

La Constitución de 1978 es “la Constitución de España” porque la Nación española fue la que, como poder constituyente, la elaboró y aprobó.

¿En qué sentido podemos hablar, entonces, de una Constitución europea?. Desde la Constitución que para nosotros cuenta aquí y ahora, es decir, desde la Constitución de España, la denominada Constitución europea dista mucho de ser una Magna Carta. Como veremos, desde esa perspectiva no podrá ser otra cosa que un tratado internacional. Si quiere hacerse de ella otra cosa será necesario el salto cualitativo de la emergencia de un nuevo sujeto soberano, encarnado en un demos de Europa en el que se confundan los Pueblos que hoy son soberanos en este Continente. El tránsito de la Constitución de España a la Constitución de Europa será imposible sin ese salto. Y en tanto no se dé, las cosas sólo pueden ser como intentaré explicar a continuación.

I. NATURALEZA NORMATIVA DE LA DENOMINADA CONSTITUCIÓN EUROPEA

La denominada Constitución para Europa está llamada a instituirse por medio de un tratado internacional cuyo Proyecto ha sido adoptado los días 13 de junio y 10 de julio de 2003 por la Convención Europea convocada por el Consejo Europeo reunido en Laeken (Bélgica) los días 14 y 15 de diciembre de 2001. Tal y como prevé el artículo IV-8 del Proyecto, el Tratado “será ratificado por las Altas Partes Contratantes, de conformidad con sus respectivas normas constitucionales” (apdo. 1) y “entrará en vigor [...] siempre que se hayan depositado todos los instrumentos de ratificación o, en su defecto, el primer día del mes siguiente al del depósito del instrumento de ratificación del último Estado signatario que cumpla dicha formalidad” (apdo. 2).

No estamos, por tanto, ante una Constitución típica, esto es, fruto de un poder constituyente originario y constitutiva ex novo de un orden jurídico en el que se formaliza y articula la expresión de un poder soberano. El Proyecto de Tratado de Constitución para Europa (en adelante, PTCE) constituirá una Unión Europea dotada de competencias conferidas por los Estados miembros (art. 1.1 PTCE). Estados cuya existencia seguirá trayendo causa jurídica de las respectivas Constituciones nacionales y a los que se reconoce la competencia originaría, en tanto que la delimitación de las competencias de la Unión Europea se regirá por el principio de atribución, debiendo ejercerse con arreglo a los principios de subsidiariedad y proporcionalidad (art. 9.1 PTCE). En tanto que tratado, la posible Constitución para Europa sólo podrá integrarse en el Derecho español por alguno de los procedimientos previstos en el Capítulo tercero del Título V de la Constitución (arts. 93 a 96). Una vez integrado, las previsiones constitucionales vigentes abonarían por la continuidad de la jurisprudencia constitucional establecida, es decir, absoluta ajenidad del Derecho de la Unión respecto del ámbito de la constitucionalidad, toda vez que en ningún caso sus normas podrían erigirse en canon de validez constitucional de las normas nacionales.

La expresión “previsiones constitucionales vigentes” no es gratuita, pues la lectura del Proyecto de Tratado puede suscitar dudas sobre la idoneidad de los procedimientos de integración previstos para el caso de tratados compatibles con la Constitución en vigor (arts. 93 y 94 CE). En efecto, el más agravado de esos procedimientos (art. 93 CE) sólo autoriza “la celebración de tratados por los que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución”. Sin embargo, el Proyecto de Tratado atribuye a la Unión Europea competencias de los Estados miembros, y no sólo su ejercicio (art. 1 PTCE: “La presente Constitución [...] crea la Unión Europea, a la que los Estados miembros confieren competencias para alcanzar sus objetivos comunes [...]”; art. 9.1 PTCE: “La delimitación de las competencias de la Unión se rige por el principio de atribución [...]”). El examen de la totalidad del Proyecto acredita por demás que la anterior no es una conclusión basada únicamente en el contraste de expresiones literales. La Unión creada por el Proyecto se arroga atribuciones para las que la parquedad del artículo 93 CE ofrece un fundamento que acaso resulte excesivamente precario.

En estas circunstancias, la única vía de integración posible parece la establecida en el artículo 95.1 de la Constitución, a cuyo tenor “[l]a celebración de un tratado internacional que contenga estipulaciones contrarias a la Constitución exigirá la previa revisión constitucional”. Si así fuera, un eventual procedimiento de reforma permitiría “en la línea, por ejemplo, de la experiencia alemana” articular los sistemas normativos europeo y nacional sobre bases constitucionales más seguras y precisas que las actuales. Pero, en cualquier caso, será difícil que por esa vía pudiera darse pie a una revisión de la jurisprudencia constitucional ahora consolidada, pues ésta se fundamenta en características estructurales de aquellos sistemas que no pueden superarse sin el sacrificio de su existencia autónoma. Quiere decirse que por mayor que sea la cesión de competencias a la Unión Europea y por claro que sea el reconocimiento de la primacía del Derecho comunitario sobre el nacional (incluida la Constitución), las normas europeas nunca podrán ser condición de validez de las normas nacionales si éstas continúan siendo parte de un Ordenamiento cuya existencia no trae causa de la Unión, sino del poder constituyente nacional. Por ello, la constitucionalidad será siempre una cuestión de estricto Derecho interno, por más que con ella no se resuelva ya un problema de aplicabilidad directa, sino sólo de validez subordinada en su aplicación a la primacía de las normas europeas (de validez también autónoma respecto de la Constitución nacional).

Si ésa sigue siendo la premisa (y es difícil que deje de serlo mientras coexistan Ordenamientos que no reconocen una causa común a su existencia), es evidente que la posición del Tribunal Constitucional, en tanto que garante de la “constitucionalidad interna”, no puede presentar zonas de comunión con el Tribunal de Justicia Europeo, garante de la “constitucionalidad comunitaria”. La zona de contacto entre los Ordenamientos por cuya indemnidad velan uno y otro se sitúa estrictamente en el terreno de la aplicabilidad de sus respectivas normas, ámbito que en el Derecho español está reservado a la jurisdicción ordinaria (que también opera, en su dimensión comunitaria, como garante de la integridad del Derecho europeo, subordinada aquí como jurisdicción de la validez al criterio superior de los Tribunales propios de la Unión).

Lo mismo cabe decir en relación con la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, hecha en Niza el 7 de diciembre de 2000 y ahora incorporada al Proyecto de Tratado de Constitución para Europa (Parte II). Sus normas tendrán, en virtud del artículo 10.2 CE, el valor interpretativo característico de los tratados suscritos por España en materia de derechos fundamentales, lo que conferiría a la jurisprudencia de sus órganos propios de garantía (en el caso, el Tribunal de Justicia) un ascendente privilegiado en la conformación de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. En realidad, esta jurisprudencia ya viene contando con la Carta antes incluso de su proclamación oficial, pues la STC 292/2000, de 30 de noviembre, se ha servido de ella (FJ 8), con evidente precipitación, para precisar los contornos del derecho a la protección de datos personales. También se ha hecho uso de la Carta en la STC 53/2002, de 27 de febrero (FJ e b), a propósito del derecho a la libertad personal de los solicitantes de asilo político, e tanto permanecen retenidos en frontera durante la tramitación de sus solicitudes. Pero, más allá de esa condición hermenéutica, los preceptos de la Carta nunca podrían adquirir la condición de normas constitucionales stricto sensu, como ha advertido la propia STC 292/2000 (FJ 3) al recordar la doctrina tradicional sobre el artículo 10.2 CE frente a quien pretendía hacer de normas internacionales un verdadero canon de constitucionalidad: “[...] Lo que ciertamente desbordaría el alcance del art. 10.2 CE, pues tanto los tratados y acuerdos internacionales a los que se remite este precepto constitucional como el Derecho comunitario derivado no poseen rango constitucional y, por tanto, no constituyen canon de la constitucionalidad de las normas con rango de ley, como hemos declarado con tanta reiteración en nuestra jurisprudencia que excusa su cita. Aunque también hemos declarado reiteradamente que sus disposiciones, a tenor del citado art. 10.2 CE, sí constituyen valiosos criterios hermenéuticos del sentido y alcance de los derechos y libertades que la Constitución reconoce. Lo que es predicable no sólo de dicho Convenio internacional sino también de la citada Directiva 95/46/CE, a la que ya se han referido las SSTC 94/1998, FJ 4, y 202/1999. De suerte que uno y otra serán tenidos en cuenta más adelante para corroborar el sentido y alcance del específico derecho fundamental que, a partir del contenido del derecho a la intimidad (art. 18.1 CE) y del mandato del art. 18.4 CE, ha reconocido nuestra Constitución en orden a la protección de datos personales.”

En definitiva, una eventual reforma de la Constitución podría facilitar la interacción de los Ordenamientos comunitario y español en términos de una más clara legitimación constitucional del proceso de construcción europea. Pero es difícil que, por lo que toca al Tribunal Constitucional, su posición en ese proceso pueda ser otra que la que guarda una cierta distancia con los problemas de articulación entre ambos Ordenamientos, que son siempre problemas de aplicabilidad, en la medida en que las cuestiones de validez se resuelven, por necesidad, en el interior de cada Ordenamiento, no en sus zonas de contacto.

El cambio de esa posición sólo puede venir por la vía de una revisión del concepto de constitucionalidad. O, más precisamente, a través de la redimensión del alcance que el Tribunal ha dado a esa categoría convencional. Abandonamos así el terreno de lo que ha sido y, con ánimo prospectivo, pasamos a arriesgar algunas consideraciones acerca de lo que podría llegar a ser.

II. CONSIDERACIONES PROSPECTIVAS

Estas consideraciones se organizan en dos bloques. Por un lado, las dedicadas al talante con el que acaso debiera el Tribunal Constitucional, sin merma de su doctrina, enfrentarse a la previsible Constitución Europea. Por otro, las que, con mayor riesgo, cabría aventurar a propósito de una revisión profunda de esa doctrina.

1. La Constitución Europea más allá de su condición de tratado. Su dimensión “constitucional”

Por más que formalmente la Constitución para Europa se integre en el Derecho interno bajo la veste de un convenio internacional, es obvio que no será un tratado cualquiera. No sólo porque “constituye” a la Unión, sino, sobre todo, porque sus pretensiones constituyentes no pueden dejar de sentirse en el interior de los Ordenamientos nacionales, implicados como están en un proceso de integración sucesiva en una entidad superior (la Unión constituida por el Tratado) cuya lógica inevitablemente exige un cierto grado de reconstitución de los Estados miembros.

El proceso europeo aspira a una integración a la que todavía no se ha puesto límite y que, por tanto, al menos tendencialmente, apunta al objetivo de una verdadera unificación o reducción a unidad de los Estados originarios. Ese fin no es, naturalmente, inevitable, pues ni se trata (todavía) de un proceso irreversible ni nada impide que se detenga en alguna de sus fases intermedias. Pero prefigura un horizonte que, como línea de tendencia, ofrece la clave conceptual que brinda un sentido propio al proceso de integración en su conjunto y a cuya lógica superior deben acomodarse las particulares de los Ordenamientos concurrentes. Por ello, y acaso como primera consecuencia, la Constitución Europea no debiera ser tenida por un tratado más; tampoco, naturalmente, como un remedo de la Constitución nacional. Pero sí como una norma cualificada de la que acaso no podría desprenderse para el terreno de la constitucionalidad interna otro significado que el de un valor interpretativo singular, tanto por intensidad como por su extensión. En otras palabras, posiblemente aquella lógica superior termine conduciendo a la desaparición de las Constituciones nacionales (si no formalmente, sí en tanto que normas positivamente incondicionadas por otra superior); pero, sin llegar a ese extremo, la coexistencia de normas cuyas pretensiones absolutas son radicalmente inconciliables sólo es viable en la medida en que se admita la preeminencia, en algún grado, de una sola. Siquiera sea únicamente la preeminencia que resulta de la subordinación de las restantes a una suerte de mandato de interpretación conforme.

La totalidad del Ordenamiento nacional, con la Constitución a la cabeza, debieran, por tanto, interpretarse de conformidad con la futura Constitución Europea. No por mandato derivado de la propia Constitución para Europa; tampoco como consecuencia de la consideración de esa Constitución como criterio de validez del Derecho interno. Simplemente por efecto del principio de cooperación leal entre los Estados y la Unión Europea, consagrado en el art. 5.2 del Proyecto de Tratado de Constitución para Europa (PTCE). La lealtad a un compromiso cristalizado en una norma que, más allá de la formalidad, se arroga el título de “Constitución” exige posiblemente esa consecuencia mínima. Del mismo modo que, como es evidente, y de manera recíproca, puede concluirse que el principio de cooperación leal también obliga a las instituciones de la Unión a reconocer la singularidad de las respectivas Constituciones nacionales y a dispensarles un tratamiento específico, distinto del reservado a las normas nacionales que le están subordinadas. En esto debiera traducirse, cuando menos, el mandato del artículo 5.1 PTCE, que obliga a la Unión a respetar “la identidad nacional de los Estados miembros, inherente a las estructuras políticas y constitucionales de éstos, también en lo que respecta a la autonomía local y regional. Respetará las funciones esenciales del Estado, en particular las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad interior”. El respeto a la identidad pasa, al día de hoy, por el respeto a la Constitución como expresión de la soberanía nacional y como precipitado de la personalidad de la Nación perfilada en la historia. Ello no tendría que afectar a la regla de la primacía en cuanto tal, pero sí atemperarla cuando con ella pueda sacrificarse la aplicabilidad de la Constitución de un Estado miembro.

Se trataría, en definitiva, de propiciar una interpretación de la Constitución nacional acomodada a la Constitución Europea y, desde allí, irradiar sobre el conjunto del Ordenamiento una pauta de “europeización” por vía interpretativa. En lo que afecta al ámbito de la constitucionalidad, no sería preciso que el Tribunal Constitucional atribuyera a la Constitución Europea un valor constitucional en sentido propio. Bastaría con que, sin reconocerle ese rango, le concediera una cierta relevancia constitucional a la hora, por ejemplo, de conformar el orden interno de distribución de competencias o de definir el alcance con el que los órganos constitucionales pueden ejercer las competencias propias. Ese reconocimiento de relevancia habría de llevar en algún supuesto al planteamiento de cuestiones prejudiciales ante el Tribunal de Justicia, al que se ofrecería así también la ocasión de apreciar el grado de perturbación que la regla de primacía podría provocar sobre la Constitución nacional, de manera que, ya advertido, podría quizás moderar los efectos de esa lógica. No se trataría tanto de supeditar el Tribunal Constitucional al Tribunal de Justicia, cuanto de articularlos en un proceso de comunicación que, partiendo de la equiparación entre ambas instancias, operara con arreglo a la línea de tendencia antes aludida y resolviera las posibles antinomias desde la pauta de la preeminencia del Derecho de la Unión.

En suma, la interiorización del sentido político profundo que cabe predicar de la Constitución para Europa, como pieza singular en el proyecto de construcción de una Europa unida, debería quizás traducirse en un nuevo talante de los intérpretes supremos de las Constituciones nacionales, llamados en lo sucesivo a interpretar los preceptos constitucionales a la luz de una lógica que, en último término “no debe olvidarse”, se ha desencadenado a partir de previsiones y mandatos establecidos en las propias Constituciones. Una lógica, en suma, originariamente nacional y soberana.

2. La constitucionalidad redimensionada: La Constitución Europea como condición mediata de validez interna

La segunda alternativa es mucho más radical, ya que supondría conferir a la Constitución Europea un valor interno materialmente constitucional y hacer de ella, por tanto, un canon (mediato) de constitucionalidad de las normas nacionales. La doctrina mantenida por el Tribunal Constitucional desde la STC 28/1991, de 14 de febrero, se vería así radicalmente contestada.

Un cambio tan drástico en la jurisprudencia del Tribunal no requeriría, pese a todo, una reforma constitucional previa, sino que bastaría con redimensionar el ámbito de la constitucionalidad, como ámbito propio de la jurisdicción constitucional por oposición al de la legalidad ordinaria. Oposición, como se sabe, puramente convencional y, por tanto, susceptible de revisiones consensuadas.

El canon de control de la constitucionalidad utilizado por el Tribunal Constitucional no se agota en los preceptos de la Constitución formal, sino que comprende también ciertas normas formalmente infraconstitucionales, integradas en el denominado bloque de la constitucionalidad. La infracción de esas normas se interpreta entonces como una vulneración indirecta de la Constitución, que ha reservado en su favor la disciplina de una determinada materia (caso de las leyes orgánicas) o les asigna el cometido de concretar el alcance del régimen de reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas (supuesto de los Estatutos de Autonomía y demás leyes de distribución competencial). Ciertamente, ese bloque es obra del legislador orgánico del Tribunal Constitucional (art. 28 LOTC), único competente para definir, en el marco de la Constitución, los instrumentos de garantía de la constitucionalidad que configuran nuestro modelo de jurisdicción constitucional concentrada.

La fórmula que podría aventurarse sería considerar que la Constitución Europea cumple el cometido de “delimitar las competencias del Estado y las diferentes Comunidades Autónomas” o de “regular o armonizar el ejercicio de las competencias de éstas” (art. 28.1 LOTC). Es verdad que la función primera de la Constitución para Europa no es precisamente ésa, sino la de delimitar las competencias entre los Estados miembros y la Unión. Sin embargo, en la medida en que esa primera delimitación termina redundando en una cierta redefinición de las competencias estatales y autonómicas, cabría intentar un engarce de la Constitución Europea en el conjunto del bloque de la constitucionalidad. Las competencias atribuidas a la Unión Europea lo son por obra de un precepto de la Constitución Española (art. 93 CE) que, conjugado con las normas constitucionales que determinan el régimen de distribución interna de todas las competencias derivadas de la Constitución nacional (Título VIII CE), configuran un todo del que resultan las concretas competencias atribuidas a la Unión, al Estado central y a las Comunidades Autónomas. Como quiera que las competencias distribuidas entre el Estado y las Comunidades Autónomas sólo pueden ser las que le correspondan al conjunto del Estado una vez atribuidas a la Unión las que le reconoce la Constitución Europea, hay una clara relación de continuidad y dependencia entre este reparto competencial externo y aquél verificado en el interior. Así, tanto las competencias de una Comunidad Autónoma como las del Estado central se verán inevitablemente afectadas por cualquier modificación operada en la dimensión exterior del reparto competencial, pues el incremento de competencias en beneficio de la Unión necesariamente supondrá la privación competencial del Estado español y, en su estructura interna, la del Estado central y/o la de una o varias Comunidades Autónomas (según la competencia perdida fuera exclusiva o compartida y de una, varias o todas las Comunidades).

Desde luego, todo sería más sencillo con una reforma del artículo 28 LOTC en la línea de incluir expresamente a la Constitución Europea en el bloque de la constitucionalidad. Pero sin acudir a ese expediente, los mimbres de la legalidad vigente podrían amparar una solución como la propuesta. No en vano existe ya una construcción jurisprudencial que pudiera dar cabida a una interpretación más abierta del artículo 28 LOTC. Nos referimos a la que viene haciendo de las leyes básicas del Estado condición de validez constitucional de las normas autonómicas de desarrollo. Pese a que tales leyes básicas (dictadas en ejercicio de la competencia del Estado para dictar normativa de base) no delimitan propiamente las competencias de las Comunidades Autónomas (cuya capacidad para desarrollar esas bases es fruto de una habilitación específica de la Constitución y de su propio Estatuto de Autonomía), el Tribunal Constitucional ha entendido que la infracción de una ley básica por parte de una ley de desarrollo es siempre una infracción de la Constitución.

En efecto, como se resume en la STC 163/1995, de 8 de noviembre (FJ 4), “[...] las Leyes básicas, en la medida en que vienen a fijar el alcance preciso del ámbito en el que las Comunidades Autónomas pueden ejercitar legítimamente sus competencias, operan como canon en el control de constitucionalidad de las Leyes autonómicas. Así lo ha puesto explícitamente de manifiesto este Tribunal cuando ha tenido oportunidad para ello. En la STC 27/1987, tras citarse diversos artículos de la Ley de Bases de Régimen Local y del pertinente Estatuto, se declaró: “Todos estos preceptos estatutarios y legales, interpretados conjunta y sistemáticamente y de conformidad con la Constitución, son los que deben tomarse en consideración como parámetros de la legitimidad constitucional de los preceptos impugnados de la Ley 2/1983 de la Generalidad Valenciana, de tal manera que su infracción por estos últimos determinaría su nulidad por vulneración del bloque de constitucionalidad aplicable a la materia de que se trata” (fundamento jurídico 4º, in fine). O como se reconoció, incluso en términos más concluyentes, si cabe, en la STC 137/1986: “cuando el juicio de constitucionalidad haya de producirse por el contraste no sólo con la Constitución, sino con el llamado bloque de la constitucionalidad, de acuerdo con lo que dispone el art. 28.1 de la Ley Orgánica de este Tribunal al hablar de leyes que dentro del marco constitucional se hubieran dictado para delimitar las competencias del Estado y las diferentes Comunidades Autónomas, es claro que el Tribunal habrá de considerar las leyes vigentes y las bases materiales establecidas en el momento de formularse el juicio y dictarse la Sentencia, lo que quiere decir que en el presente caso el contraste ha de producirse entre la Ley del Parlamento Vasco 15/1983, y las bases del desarrollo del art. 27.7 de la Constitución contenidas en la Ley Orgánica del Derecho a la Educación de 3 de julio de 1985” (fundamento jurídico 4º).”

El Tribunal Constitucional entiende, en definitiva, que “[...] la norma autonómica que contradice la Ley básica “material y formal” invade el ámbito de la competencia estatal, incurriendo por ello en un vicio de incompetencia vulnerador del referido orden constitucional de distribución de competencias”. (STC 60/1993, de 18 de febrero, FJ 1). Donde se lee “ley básica estatal” y “norma autonómica de desarrollo” sería posible hablar de “norma europea” y “norma nacional”.

Las dificultades de un planteamiento semejante no se limitarían al plano de la constitucionalidad interna, sino que también se dejarían ver por relación al Derecho comunitario. Para éste, en efecto, la contradicción norma europea/norma interna debe resolverse, de inmediato, con la aplicación de la primera. Subordinar la inaplicación de la norma nacional a un juicio interno de constitucionalidad sería, por tanto, una solución inaceptable (doctrina Simmenthal). Siendo esto así, quizás debiera arbitrarse una solución de compromiso, en línea con el principio de cooperación leal al que antes se ha hecho referencia. Por ejemplo, que la lógica de la doctrina Simmenthal fuera la pauta general en todos los casos (inaplicación, por tanto, de la norma interna anticomunitaria) y que sólo se supeditara la inaplicación de la norma nacional a un juicio previo de constitucionalidad cuando ésta tuviera valor de ley y se advirtiera que la contradicción con el Derecho europeo pudiera traer causa de una contradicción constitucionalmente insuperable entre la norma europea contradicha y la propia Constitución nacional. En otras palabras, cuando se dudara de la constitucionalidad de la norma externa en tanto que dictada con infracción del régimen de distribución competencial convenido en la Constitución Europea y siempre que esta infracción no hubiera sido reparada por el Tribunal de Justicia a partir de un entendimiento del alcance de las competencias europeas que no fuera compartido por el Tribunal Constitucional. En este caso, inaplicar la ley nacional en beneficio de una norma europea sería tanto como inaplicar la Constitución. Y no es difícil admitir que, en semejante circunstancia, el principio del respeto a la identidad e instituciones nacionales justificaría el sacrificio (temporal) del principio de primacía.

De esta manera, los conflictos reconducibles a una discrepancia sobre el alcance de los respectivos ámbitos de competencia adquirirían una dimensión constitucional que permitiría al Tribunal Constitucional invalidar la ley infractora de una norma europea si concluye que la Constitución Europea da suficiente cobertura, desde la cesión operada ex artículo 93 CE, a la norma europea contradicha. De concluir lo contrario, obviamente, habría de cuestionarse la norma europea ante el Tribunal de Justicia, sin decretar la invalidez ni la inaplicabilidad de la ley nacional hasta que el mismo se pronunciara, estándose después a su veredicto, con la eventual inaplicación de la ley nacional.

Señores Académicos, Excmos. Sres.:

He pretendido señalar algunos de los problemas que tenemos en el horizonte, pues la Constitución Europea parece que pronto dejará de ser un Proyecto, convirtiéndose en pieza esencial de nuestro Ordenamiento jurídico-político. Hemos de afrontar este futuro con entusiasmo. El siglo XXI será, tiene que ser para Europa, el inicio de una Era histórica de respeto a la dignidad de la persona, con la garantía de los derechos inherentes a la misma, con el imperio del Derecho en el reino de la Libertad.

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