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LA REORDENACIÓN DEL SISTEMA JUDICIAL, POR SANTIAGO MUÑOZ MACHADO (21/01/2004)

21/01/2004
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El profesor Muñoz Machado, Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid y Presidente del Consejo Editorial de iustel.com, escribe, al hilo de las propuestas de descentralización judicial planteadas por el Partido Socialista en los últimos días, acerca de la necesidad de reformar la justicia española en lo que a su organización y régimen de funcionamiento se refiere.

Las propuestas que el PSOE ha difundido a favor de una mayor descentralización de la Justicia, han sido declaradas inadmisibles por el Gobierno y el PP nada más ser formuladas. Los argumentos de aquel partido, radican en la necesidad de acomodar el sistema judicial a la estructura territorial del Estado, en términos que permite expresamente el artículo 152 de la Constitución. Los oponentes afirman, sobre todo, que una reforma de tal clase comprometería la unidad del Estado y la igualdad de los españoles ante la Justicia.

Las notables distancias existentes entre los planteamientos de los dos principales partidos políticos delimitan el campo en el que debe producirse el necesario debate sobre la reforma de la Justicia, que es, en nuestro país, tan urgente como imprescindible. Sobre la necesidad de poner remedios al insatisfactorio funcionamiento de la Justicia no tienen duda ni la mayoría de los juristas profesionales ni los ciudadanos no especializados, según revelan las encuestas. La cuestión es por dónde empezar.

¿Qué debe reformarse? En verdad, infinidad de aspectos de su organización y régimen. Conmueve, considerando las necesidades profundas del sistema, el simplismo del Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia, suscrito en 2001 y aireado como la panacea de una mejora sustancial, no porque lo que dice sea inconveniente, sino porque no da preferencia a los problemas principales, que no se arreglan con la elemental receta de multiplicar rápidamente el número de jueces y dotar a los órganos judiciales de mejores medios. Esta solución burocrática a los problemas del sistema judicial es la que luce, con toda intensidad, en la reciente reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, aprobada el 23 de diciembre de 2003, que invoca reiteradamente en su apoyo lo convenido en el mencionado Pacto.

Todo ello es, sin duda, necesario pero no es, sin embargo, ni lo único ni lo principal. El deterioro de la Justicia, que los ciudadanos perciben, no consiste solamente en el aspecto caótico de las oficinas judiciales, en la lentitud o en la ineficacia, sino principalmente en la incertidumbre e impredecibilidad de sus respuestas a los problemas que se someten a su resolución. Los justiciables, y los abogados que les asisten, padecen en nuestro país una creciente inseguridad sobre los criterios que van a emplearse por los jueces y tribunales. Es decir, que no saben a ciencia cierta en qué consiste el Derecho que se les va a aplicar. Para ser ecuánime debo añadir enseguida que el problema no presenta igual gravedad en unos órdenes jurisdiccionales que en otros. Aclaración que, sin embargo, nada debe confortarnos porque, a cambio, la mayor inseguridad radica en los ámbitos en que están en juego los derechos fundamentales más preciosos, como la libertad, que pueden ser hoy quebrantados en el marco de una instrucción penal (sin que, sorprendentemente, a pesar de la crítica unánime de la doctrina científica, nada se haga por evitarlo) que en la práctica se atiene a reglas perfectamente reconocibles en el Derecho Penal de la monarquía absoluta, antes de que el constitucionalismo acogiera la terminante crítica que formularon sobre ellas C. Beccaría y otros pensadores del siglo XVIII.

Esta situación inaceptable se mantiene por razones diversas. Bastaría con preguntarse sobre a quién aprovecha principalmente contar con una legalidad tan incierta para encontrar algunas, de raíz política, en las que no entraré ahora. Me interesa resaltar únicamente las deficiencias del sistema que pueden explicarse por no haberse desarrollado suficientemente el modelo constitucional de Derecho y de Justicia. Especialmente en dos aspectos: primero, las consecuencias para el sistema judicial de la fuerte descentralización política impulsada por la Constitución; y segundo, la nueva posición que, a partir de nuestra ley fundamental, ocupan los jueces y tribunales en el orden jurídico general.

Respecto de lo primero, la Constitución mantuvo la unidad del poder judicial, atribuyendo su titularidad exclusiva al Estado, pero impuso su adaptación territorial, ordenando el establecimiento de Tribunales Superiores de Justicia, que culminarían la organización judicial de cada Comunidad Autónoma (artículo 152).

Esta previsión, que hubiera sido utilísima para mejorar la agilidad y eficacia del sistema judicial al mismo tiempo que se adaptaba a la nueva estructura territorial del Estado, no se ha empleado a fondo en los últimos veinticinco años. No se ha aprovechado suficientemente dicha directiva constitucional y ello ha traído muchas consecuencias negativas para el funcionamiento del sistema entre las cuales la pérdida de agilidad.

Ahora que la descentralización política ha vuelto a salir a escena para justificar la reforma de la Justicia, se han esgrimido inmediatamente en contra los argumentos de la unidad del sistema judicial y de los derechos de los españoles ante la Justicia. Las dos objeciones son, sin embargo, insostenibles en la Constitución. La relativa a la unidad es apriorística (supone que se pretende romperla mientras que de contrario se parte de la decisión de mantenerla, como imponen los artículos 123 y 152 CE). El argumento de la igualdad, por otra parte, es también difícil de aceptar. Si lo que se pretende, al invocar la igualdad, es que todos los pleitos y contenciosos de los españoles sean resueltos, cuando planteen problemas de hecho y de Derecho idénticos, exactamente igual, cualquiera que sea el territorio y órgano jurisdiccional ante el que se susciten, no sólo se estaría desconociendo la esencia del Estado de las autonomías (que determina que los derechos no tienen igual contenido en todos los territorios, como el Tribunal Constitucional ha advertido docenas de veces desde su Sentencia de 16 de noviembre de 1981), sino el funcionamiento real de la Justicia, entre nosotros y en cualquier país del mundo. Aun en el sistema más unitario, las discrepancias entre juzgados, entre audiencias o incluso entre secciones de una misma sala son cosa de cada día, aun cuando se enfrenten a hechos idénticos y tengan que aplicar igual Derecho. Cualquier abogado mínimamente informado alimentaría esta afirmación con un puñado de ejemplos prácticos.

Esta última es una patología crónica de cualquier sistema judicial, que sólo empieza a ser preocupante cuando pasa de ser leve y anecdótica a manifiesta y habitual.

Este agravamiento lleva tiempo produciéndose entre nosotros. Pero no por causa de la federalización de la Justicia que, por lo expuesto, es notorio que no se ha producido, sino por la deficiente consideración de la nueva posición de los jueces y tribunales en el orden jurídico general.

La posición constitucional de aquéllos ha cambiado en efecto. Antes de 1978 su sometimiento a la legalidad implicaba, sobre todo, la sujeción a la ley, cuyos preceptos estaban llamados a interpretar y aplicar en cada caso concreto. Después de la Constitución no es que los jueces y tribunales hayan quedado liberados de atenerse a la ley, sino que la legalidad a la que deben atender se ha constitucionalizado. Esto supone que la estructura de la legalidad es hoy más compleja, integrándose no sólo por las leyes hechas en Cortes sino también por las normas, derechos, valores y principios que la Constitución consagra, a los que hay que añadir todo el orden de reglas de Derecho supranacionales (comunitarias europeas especialmente), a las que también están vinculados los tribunales internos.

La consecuencia de ello es que las posibilidades de que un tribunal resuelva un litigio de manera distinta a como lo ha hecho otro en un supuesto idéntico se han multiplicado. A medida que la legalidad es más compleja e imprecisa, es mayor la tarea interpretativa y de fijación de las reglas de Derecho por la jurisprudencia. Y si las decisiones judiciales se forman sin atenerse a ningún orden común, sino conforme al particular criterio de cada juez o tribunal, la inseguridad de los ciudadanos y la imprevisibilidad de las decisiones judiciales aumentará.

Si no se administra con buen criterio y prudencia esta nueva posición constitucional de la Justicia, que ha incrementado notabilísimamente la libertad o el arbitrio judicial para la determinación del Derecho aplicable, el sistema entero enfermará rápidamente. Por lo pronto dicha libertad animará más la reproducción de una pintoresca clase de jueces, que por fortuna hoy son excepción, que no tienen el menor inconveniente en inventar el Derecho, creándolo ellos mismos.

¿Qué hacer? Sin duda ordenar el sistema de producción de decisiones judiciales para, sin merma de la independencia de los jueces y tribunales, propiciar el establecimiento de una jurisprudencia estable y seguida por todos. Sólo de esta manera el funcionamiento de la Justicia se adaptará finalmente a las exigencias de seguridad, certeza y previsibilidad, que la Constitución impone y que son bastante más primarias –porque afectan más directamente a los derechos de los ciudadanos- que la también inevitable descentralización profunda.

Como no somos el único país del mundo que ha tenido que enfrentarse con el problema de la estabilidad y predecibilidad de la jurisprudencia, tenemos muchos ejemplos donde estudiar el grado y la medida en que pueden utilizarse fórmulas que sirven para unificar los criterios judiciales, como son todas las vinculadas a la técnica del precedente.

No tenemos nosotros sobre ello, verdaderamente, una tradición bien fundada, tributarios como hemos sido, en los últimos doscientos años, de la idea de que el juez no es otra cosa que la “bouche qui prononce les paroles de la loi”, en la conocida fórmula de Montesquieu, que, entendida estrictamente, hasta negó que pudiera existir la jurisprudencia y, desde luego, que pudiera usarse para decidir controversias. Pero las cosas, por lo dicho, han cambiado radicalmente. La posición constitucional de los tribunales es hoy bien distinta.

La escalofriante cifra de asuntos sin resolver que la Justicia acumula (dos millones, según ha publicado este periódico, con primacía, de nuevo, de la justicia penal, que es donde se ponen en juego los derechos fundamentales más principales) es un problema muy serio –una justicia tardía, se dice, equivale a una denegación de justicia- que precisa ser atendido rápidamente. Pero no es menos terrible la existencia de una Justicia insegura e impredecible, que utiliza, además, una legalidad incierta.

La descentralización de la Justicia, sometida ahora a debate, tiene que ser el marco no sólo para la redistribución formal de competencias, sino para el arreglo de aquéllos problemas de fondo, que sólo tendrán solución en el marco de un sistema judicial completamente renovado en cuanto a su organización y funcionamiento, que, por lo dicho, está pendiente de asumir algunas consecuencias básicas de lo establecido en la Constitución.

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