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El pacto de los Warburg; por José Luis Blanco, abogado

26/02/2024
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El día 26 de febrero de 2024 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de José Luis Blanco en el cual el autor opina que no está de más, en estos tiempos convulsos en los que nos toca vivir, reivindicar el valor de la lucidez como el más fiable medidor de la dimensión real de los acontecimientos políticos.

EL PACTO DE LOS WARBURG

Entre las pequeñas debilidades que puedo reconocer en público figura mi querencia por la obra de Jacques Attali. Mi primer contacto con el intelectual francés vino de la mano de su ‘Verbatim’, esos dos volúmenes de anotaciones que nos dejaron como testimonio de sus años como jefe de gabinete de François Mitterrand. Sin embargo, la más fructífera fue la lectura de ‘Un hombre de influencia’, una aproximación a la vida del banquero Sigmund G. Warburg. La obra de Attali -escasamente valorada por los historiadores de la Academia- despertó en mí el interés por la saga y me espoleó a proseguir en el estudio del tema a través de la monumental biografía de la familia de banqueros de Hamburgo que, con posterioridad, escribió Ron Chernow y, más tarde, con la del historiador Niall Ferguson.

La casa Warburg fue, sin duda, la más destacada banca de negocios de la ciudad hanseática y vivió sus momentos de mayor esplendor entre el final del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX, donde jugó un destacado papel en la financiación de los más importantes proyectos industriales de Alemania e, incluso, en la negociación del armisticio tras la Gran Guerra, del que nos deja constancia John Mainard Keynes en sus memorias de la época.

Algunos asuntos atrajeron mi atención al recorrer la trayectoria de esta familia de banqueros judíos alemanes. La sorpresiva constatación de que personas tan informadas e introducidas en los entresijos de la coyuntura política de su tiempo tardaran tanto en reconocer el devastador impacto que la llegada al poder del nazismo tendría en sus vidas. Integrados hasta la médula en la sociedad alemana y habiendo pagado un tributo de sangre en la Gran Guerra -al igual que ocurriría en Francia en casos similares como el de los Camondo- no podían dar crédito a los gestos de discriminación y persecución que el nuevo poder tiránico, por más que democráticamente constituido, mostraba sin pudor. “Mientras Hjalmar Schacht presida el Reichsbank -se decían los unos a los otros- todo se quedará en mera palabrería”. Solo el por entonces joven Sigmund optó por abandonar Alemania para establecerse en Inglaterra, mientras los demás vieron cómo su imperio financiero quedaba afectado por las leyes de desjudificación de la economía.

No está de más, en estos tiempos convulsos en los que nos toca vivir, reivindicar el valor de la lucidez como el más fiable medidor de la dimensión real de los acontecimientos políticos. Como el canario en la mina, solo el análisis frío y objetivo de lo que realmente ocurre en nuestra sociedad nos advierte y previene frente a las amenazas de esos cambios de hondura para nuestra convivencia en libertad. A menudo, su auténtico alcance se anuncia a gritos pero, quizá cegados por la tendencia natural a negar lo que nos desagrada o no nos conviene, nos empeñamos en ignorarlos porque nos engaña la legitimidad democrática de origen bajo la que se camuflan. La historia nos enseña que esa legitimidad no supone un impedimento infranqueable para las ambiciones de quienes pretenden la destrucción del sistema.

Pero mi episodio favorito de esta historia familiar es otro que nos conduce a una reflexión más profunda y nos remite a una conjura entre niños. Aby Warburg era el mayor de sus cinco hermanos y, por tradición, el heredero ‘in pectore’ del banco familiar. Nacido en 1866, Aby había sentido desde la infancia un interés desmedido por los libros que corría parejo a su indiferencia por la finanzas. Un día, con 13 años, en el patio del colegio, Aby tomó del brazo a su hermano Max -de 12- y le propuso un pacto: Aby cedería a Max sus derechos de primogenitura, de modo que Max pasaría a convertirse en el futuro rector de la banca Warburg. A cambio, Max debía comprometerse a comprarle todos los libros que quisiera tener, sin límite ni traba. Y así fue. Ambos cumplieron lo pactado. Max se convirtió con los años en el príncipe de las finanzas alemanas y en una de las cabezas económicas mejor consideradas de Europa.

Por su parte, Aby fue adquiriendo, con el dinero de Max, libros y más libros hasta formar una biblioteca de más de ochenta mil volúmenes que supuso un nuevo paradigma por sus avanzados criterios de clasificación y archivo y se convirtió en uno de los testimonios más valiosos de la reflexión sobre el arte y la cultura contemplados desde las más variadas perspectivas. Cuestiones que hoy nos parecen incontrovertidas, como la importancia del contexto histórico y cultural a la hora de interpretar una obra de arte deben mucho a las propuestas entonces innovadoras de Aby.

En 1933, cuando los nazis aún se conformaban con quemar solamente libros, los Warburg embalaron precipitadamente el tesoro de Aby en quinientos treinta y un contenedores y fletaron dos embarcaciones con destino a Londres.

Ese cargamento fue el germen de lo que, pocos años después, sería el Warburg Institute, uno de los más importantes centros culturales de Europa, del que fue becario, primero, y director, después, Ernest Gombrich, el célebre y reconocido historiador del arte.

Cuando han transcurrido poco más de ciento cuarenta años desde ese pacto entre niños de resonancias casi bíblicas, nada queda de la banca Warburg: la casa alemana apenas pudo recuperarse tras la restitución que se produjo en la posguerra. La gran iniciativa personal de Sigmund, la emblemática SG Warburg que lideró la City londinense durante las década de los sesenta y setenta del pasado siglo, acabó siendo adquirida por un banco suizo que, a su vez, fue absorbido por otro. Sin embargo, aquel capricho del excéntrico Aby, aquel sueño de una biblioteca infinita, aún pervive y florece, inmune al paso del tiempo, de tal modo que, excepto para un reducido número de especialistas, el apellido Warburg se asocia hoy a esa gran apuesta cultural.

Si, de visita en Londres, callejean ustedes por Bloomsbury rastreando vestigios de lord Keynes o de Virginia Woolf, no dejen de detenerse en Woburn Square para contemplar la viva plasmación en piedra del pacto de los Warburg. Y, si les queda un minuto libre, deténganse a pensar frente a una taza de té caliente sobre qué es lo que pasa y lo que queda de nuestras vidas. Rindan, antes de atacar otro ‘scone’ con mermelada, un silencioso homenaje a aquellos que, muy frecuentemente entre la incomprensión y la crítica de quienes los rodean, saben renunciar a los privilegios de lo tangible en pro de los valores de lo imperecedero. A su salud.

Comentarios - 3 Escribir comentario

#3

Eso hace que nuestra observación ¿experimental? conduzca a inmensos errores porque el experimento se hace sobre una muestra - ¡solo nosotros mismos!y los que son como nosotros, - nada representativa de la sociedad real.

Escrito el 26/02/2024 11:49:38 por Alfonso J. Vázquez Responder Es ofensivo Me gusta (0)

#2

Por supuesto, es fácil explicar todo después de que ha ocurrido.
Pero el error eterno es confundir nuestra situación con la del mundo

Escrito el 26/02/2024 11:48:13 por Alfonso J. Vázquez Responder Es ofensivo Me gusta (0)

#1

Delicioso artículo y muy ilustrativo sobre la permanencia de la cultura y lo efímero de los imperios.
La demostración de la sensatez de unos niños educados renueva nuestra confianza en la propuesta de "escuela y merienda "como solución eterna,
También sobre la incapacidad de ver el bosque cuando nos lo oculta el árbol del interés

Escrito el 26/02/2024 11:47:09 por Alfonso J. Vázquez Responder Es ofensivo Me gusta (0)

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