EL DELITO ESTÁ EN PIFIARLA
Golpes de Estado ha habido muchos, no sólo en América del Sur, y cada uno de su padre y de su madre, hasta el grado de que no resulta posible elaborar una teoría que, al modo de los tipos ideales de Max Weber, sirva para explicarlos con carácter general. El libro canónico, el de Curzio Malaparte (1931), no consiste sino en una crónica de ocho de ellos: los que el autor consideró más interesantes.
Los hay desde dentro (los “autogolpes” del presidente elegido y que luego se vuelvo autócrata) o desde fuera. Con violencia, lo que sea que eso signifique, o sin ella. Pero la clasificación más relevante es la que distingue si triunfan (o sea, los que terminan consiguiendo quedarse con el poder) o si, por el contrario, y por constituir una chapuza o simplemente por no haber tenido la suerte que en la vida hace falta para todo, fracasan, es decir, si se ven reprendidos desde quien ocupa el machito y resiste. Porque todo depende de eso. En el segundo escenario, el golpista pasa a ser considerado un criminal y se le enjuicia con crudeza. Pero si el golpe gana, el panorama es otro: el protagonista deviene un héroe -un libertador o como se le quiera llamar- y es él quien somete a escrutinio a todos los demás, empezando por los tibios, es decir, los que en el tránsito se mantuvieron cautelosos hasta esperar a ver el desenlace: esos tibios a los que Dios escupirá en el juicio final.
A los golpistas se les puede aplicar, en resumidas cuentas, esa doctrina futbolística que Jorge Valdano llama el “resultadismo” y que está elaborada para los entrenadores: si ganas, gloria infinita; pero ay de ti si no rematas la faena y pierdes. Vae victis, que decían los romanos.
Dicho lo mismo pero con otras palabras, hablar de un delito de golpe consumado es casi una contradicción en los términos, porque el éxito tiene la consecuencia milagrosa de borrar todo rastro de criminalidad. Y, a la inversa, es sólo la derrota, sean cuales fueren las circunstancias, lo que te pone bajo la diana. El delito no es ser golpista, sino pifiarla siéndolo. Si acaso un día te metes en uno de esos “fregaos”, calcula bien tus fuerzas (esto es algo más serio que una obsequiosa reunión del Círculo de Economía en Sitges, siempre tan soleada) porque lo peor que te puede suceder es quedarte a mitad del camino. Si no rematas, te sucede que palmas, con lo que te acabas colocando mucho peor que al inicio.
En la película “Z”, de Costa Gravas, y con guion de nuestro Jorge Semprún, que relata una de las muchas escaramuzas de la Grecia de los años sesenta del pasado siglo (no la que finalmente se impuso), el juez instructor, hombre escrupuloso y sometido únicamente al imperio de la ley, representado por Jean-Louis Trintignaut, le pregunta al sospechoso que quiénes eran sus cómplices. La respuesta fue tan cínica como certera: “Usted, si yo hubiese ganado”.
Nadie ignora que el Código Penal español de 1995, en su versión actual, no tipifica el golpismo y sí lo hace con la rebelión, definida además -hay que ser de mente paleolítica: vaya un legislador que tenemos- por un requisito tan poco posmoderno con la violencia (recuérdese que en el esperpento de Tejero el 23 de febrero de 1981 no hubo ni un muerto: los tiros en el Congreso de los Diputados se dirigieron al techo). Tampoco hace falta ser un profesional del estudio del crimen para estar al cabo de la calle de lo que, a partir del texto de 1995, significan los conceptos de delito consumado y frustrado. Pero no es cuestión de entrar en un debate tan académico y elaborado, por interesante que acaso se antoje. Lo cierto es que lo que ha quedado expuesto -consumar un golpe de Estado, por contraste con lo que sucede con un asesinato- no sólo no es más grave que amagar y no terminar dando, sino que, bien mirado, le libera a uno del peso de la ley, así haya cometido toda suerte de tropelías. Un peso que, por muy benévolos que se muestren los aplicadores, siempre resulta enojoso.