A setenta y cinco días de las elecciones Donald Trump tiene ante sí un verdadero dilema. Si continúa improvisando discursos con insultos, ataques personales y teorías conspiratorias, solo conseguirá mantener el apoyo de los votantes que le han llevado hasta la candidatura republicana. Son los que se sienten abandonados por los políticos de Washington o directamente niegan la legitimidad del gobierno federal, casi todos hombres blancos desesperados de estados del interior y el sur del país.
Pero esta suma no es suficiente para ganar el 8 de noviembre, por mucho que el nacionalista inglés, Nigel Farage, anime en estos días a los seguidores del magnate a que den la misma sorpresa que en la desdichada votación del Brexit. Si, por el contrario, el neoyorquino lee sus intervenciones públicas, disciplina sus mensajes y evita los disparates, atraerá a ciudadanos que no se fían de Hillary Clinton ni del presidente Obama. Hasta ahora ven a Trump en estado puro como una amenaza para la democracia y la seguridad de su país. Con un nuevo tono comedido y una apariencia de moderación, sumaría a algunos de estos votantes. A cambio, podría perder a los adeptos que valoran su autenticidad, solo posible en tan altas dosis en un showman, los cuales se marcharían desilusionados al verlo practicar el tacticismo de los demás políticos.
Por su parte, Hillary Clinton ha decidido mirar adelante y no dar muchas más explicaciones sobre la mala gestión de sus correos o de su fundación durante los años en la Secretaría de Estado. Ambos asuntos la hacen más vulnerable y no quiere que eclipsen los debates sobre cuestiones sustantivas. La paradoja es que esta debilidad de su rival lleva a Trump a insistir en su comportamiento primario y transgresor, sin salir de su bucle nacionalista, xenófobo y racista.
En el fondo, la capacidad de auto-corrección no forma parte de su personalidad arrolladora. En una misma semana despide a los responsables de su campaña, muestra cierto arrepentimiento por declaraciones pasadas y embiste sin cordura alguna, aupando a Hillary Clinton en las encuestas como el mal menor.