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LA SEGURIDAD JURÍDICA PRIVADA, UN IMPERATIVO POLÍTICO; por José Antonio Miquel Silvestre, Registrador de la Propiedad

26/12/2007
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El día 24 de diciembre de 2007, se publicó en el diario ABC un artículo de José Antonio Miquel Silvestre, en el cual el autor opina sobre la necesidad de conciliar la seguridad y la rapidez al celebrar negocios jurídicos. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

LA SEGURIDAD JURÍDICA PRIVADA, UN IMPERATIVO POLÍTICO

Toda sociedad dinámica necesita conciliar seguridad y la rapidez al celebrar negocios jurídicos. El intercambio de bienes y servicios exige certezas y la posibilidad de confiar en quien se nos ofrece como contratante. Es preciso establecer instrumentos jurídicos que ofrezcan certidumbres a costes asumibles. El origen de este conflicto entre seguridad y fluidez se remonta a la contradicción ontológica entre el Derecho Romano y el Germánico. Para los latinos, el individuo prevalecía sobre el colectivo; para los germánicos, por el contrario, lo más importante era la grey, la sociedad tribal sobre el individuo aislado. Esta toma de posición determinó enormes diferencias entre sus sistemas normativos, dando lugar a dos principios jurídicos esenciales: el de seguridad del derecho y el de seguridad del tráfico. El primero, el clásico “nemo dat quod non habet” (nadie puede dar lo que no tiene), determina que no pueda producirse una modificación desfavorable en la esfera patrimonial de una persona sin su consentimiento. El principio de seguridad del tráfico, por contra, supone que quien haya experimentado un beneficio patrimonial interviniendo de buena fe en el tráfico jurídico y realizando una investigación suficiente con arreglo a las circunstancias y a los usos sociales de los títulos de quien, por ejemplo, le vende, no puede ser privado de él en virtud de causas que no pudo conocer.

Conciliar estos dos principios contrapuestos es un imperativo esencial de nuestros sistemas legales. Dicho de otro modo, para nuestra sociedad es obligado proteger tanto al individuo como a la colectividad estableciendo un punto intermedio entre el principio de la seguridad del derecho y el de seguridad del tráfico, para lo cual es imprescindible estatuir maquinarias de preconstitución de pruebas en las que todos puedan confiar como única fuente de información y que en materia de derechos subjetivos patrimoniales pueda hacerse realidad el principio constitucional recogido en su artículo 9,3.

Es un hecho que hoy contamos con esos mecanismos. Entre las preocupaciones de los españoles no aparece la incertidumbre jurídica sobre la propiedad inmueble. La vivienda preocupa pero no su titularidad. Teniendo en cuenta los abusos y corruptelas vividos en los últimos tiempos, sorprende que no hayan saltado a la luz pública casos de promotoras que vendieran pisos que no les pertenecían. La propiedad urbana en España está garantizada y su intermediación es constante, rápida y segura. Ese es el hecho al que no damos importancia por su radical invisibilidad. Pero el camino ha sido arduo. Tradicionalmente, en nuestro país se han dado dos circunstancias que obstaculizaban el tráfico inmobiliario. Por un lado, la propiedad de la tierra estaba mayoritariamente amortizada o vinculada a sus propietarios, quienes no podían disponer de ella; y, por otro, los gravámenes carecían de publicidad. El comprador de una finca no podía comprobar si previamente había constituido sobre ella algún derecho real. La clandestinidad de cargas se hizo casi insoportable en los siglos XVII y XVIII por la multiplicación de las hipotecas legales tácitas. Nadie concedía prestamos hipotecarios ante el temor de que apareciese otro acreedor preferente y convirtiese su garantía en papel mojado. ¿Consecuencias? Una sociedad inmóvil, fosilizada y acuciada por la usura ante la dificultad de obtener crédito de forma ordinaria y bajo condiciones objetivas de mercado.

Los primeros y tímidos intentos de construir sistemas regístrales chocaron contra la inercia de un sistema judicial aferrado al dogma romano del título y el modo. Incipientes proyectos de registro fueron la pragmática de 1539, de Don Carlos y Doña Juana creando un Registro de Censos y Tributos.

La de 1713, impuesta por Felipe V La de 1768 de Carlos III, por la cual se establecían los Oficios o Contadurías de hipotecas en todas las Cabezas de Partido del Reino, primer intento científico de ordenar los derechos reales inmobiliarios, aunque tampoco tuvo éxito porque los tribunales aún admitían la prueba extrarregistral sobre la existencia de los derechos reales; por el hecho de estar registrado un derecho no tenía preferencia sobre otro anterior no inscrito.

En el siglo XIX el pensamiento jurídico en toda Europa está presidido por el movimiento codificador. Se supera así la tradicional empresa compiladora, consistente en recoger en un solo cuerpo legal todo el derecho vigente, pero de forma asistemática y sin más orden que el cronológico. La labor codificadora pretende refundir todo el derecho en un conjunto somero de normas esenciales que permitan una aplicación rápida y certera de sus principios. Se empieza a trabajar ya en la construcción de ordenamientos jurídicos, entendidos como sistemas completos, dinámicos e interdependientes. Y a este fenómeno no es ajena la materia hipotecaria, siendo ya evidente que no podría haber desarrollo económico si no se liberalizaba la propiedad y se publicitaban sus gravámenes y derechos reales sin contacto posesorio.

Esta nueva regulación se intenta en un Código Civil único, al estilo del napoleónico de 1808, que habría de recoger toda la materia civil e hipotecaria. Ello se intentaría en 1836, y en 1843 y en el fundamental proyecto de García Goyena en 1851.

Fue precisamente el fracaso de esta vocación unificadora por la cerrada oposición de los foralistas lo que determinó la aparición con urgencia de la Ley Hipotecaria de 1861 como norma especial e independiente, que supone un hito en nuestro sistema jurídico pues sus redactores afrontaron la tarea legislativa con un afán absolutamente innovador, apoyándose en la lógica y no en la tradición para regular la materia. Esta Ley tiene una particularidad que la hace especialmente simpática. Fue aprobada por unanimidad en el Congreso y con sólo once votos en contra en el Senado. Y no se puede decir que España atravesara entonces una época tranquila políticamente hablando que indujera al consenso legislativo: ocho años después tendría lugar la Revolución Gloriosa de 1869.

No eran, pues, tiempos fáciles aquellos finales del siglo XIX, como tampoco lo fueron los comienzos del siglo XX, pero los legisladores de entonces supieron ponerse de acuerdo en una Ley iusprivatista que diera seguridad a los derechos patrimoniales de los ciudadanos. Una legislación técnica, antipática si se quiere, pero necesaria para conformar la espina dorsal de la sociedad y la historia de España tal como la conocemos hoy; una legislación que fue respetada incluso en los periodos más convulsos. La propia Constitución republicana de 1931, quizá la más descentralizadora, mantuvo la competencia estatal y la unidad en materia de registros y legislación hipotecaria. Manuel Azaña, que fue letrado de la Dirección General de Registros, sabía bien la importancia que la coherencia normativa tiene para los derechos inmobiliarios y mantuvo la competencia del Estado a pesar de su sincero autonomismo.

Tampoco son tiempos tranquilos estos, pero sería deseable que nuestros gobernantes inmersos en el debate estatutario y la reforma hipotecaria mantuviesen la misma serenidad de ánimo que sus predecesores. El respeto a los derechos de propiedad y la protección del tráfico económico entre los particulares sigue siendo una constante del ser humano de cualquier nacionalidad u opción política. Romanos y germanos sabían que el ciudadano medio quizá no tenga muy claros los aspectos más abstrusos de la organización de su comunidad, pero que sí sabe con claridad que lo suyo es suyo y que el Derecho debe proporcionarle suficientes garantías para defenderlo.

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