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¿CAMBIAR LA FINANCIACIÓN AUTONÓMICA?; Por Manuel Lagares catedrático de Hacienda Pública

11/05/2005
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Ayer, día 11 de mayo de 2005, se publico en el Diario El Mundo un artículo de Manuel Lagares, en el cual, el autor analiza la polémica sobre el actual sistema de financiación autonómica. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

¿CAMBIAR LA FINANCIACIÓN AUTONÓMICA?

En los últimos días se ha abierto una fuerte polémica sobre el actual sistema de financiación autonómica al desvelarse las líneas básicas del nuevo sistema que pretende conseguir el Gobierno de Cataluña. Pese a que el vigente hoy se adoptó en 2001 por acuerdo unánime y entusiasta de todas las comunidades autónomas, incluida la catalana, a partir del cambio político del pasado año, se ha ido extendiendo la idea, propiciada quizás por los compromisos del Gobierno central, de que resulta necesario cambiar sustancialmente ese sistema.

El deseo de cambio parece estar impulsado por motivos muy concretos. El primero, por la rapidez con que están creciendo algunos gastos a cargo de las comunidades autónomas, tales como los de Sanidad. El segundo, por las aspiraciones crecientes de los políticos autonómicos respecto a sus gastos, aunque esas aspiraciones no se correspondan con decisiones que incrementen sustancialmente los ingresos sobre los que tienen competencia. El tercero, por las tensiones originadas por la necesidad de equilibrar los presupuestos, como venía exigiendo hasta ahora la Unión Europea. El cuarto, por el deseo de emular el sistema de cupo, mediante el que cada comunidad se encargaría de establecer y recaudar todos los impuestos y de entregar una cantidad (cupo) al Estado para sus necesidades y que es el vigente hoy en las comunidades forales. Finalmente, el quinto por la proliferación de análisis basados en balanzas fiscales, que pretenden cuantificar lo que recibe y entrega cada territorio. Estos análisis no son de fiar porque no existe metodología capaz de determinar ni dónde se generan muchos de los ingresos públicos, cualquiera que sea el lugar donde se recauden, ni tampoco a quiénes y en cuánto benefician los gastos públicos, cualquiera que sea el sitio en que se realicen.

La insolidaridad impulsa también algunas de esas reivindicaciones. Como el sistema actual favorece a las comunidades más pobres a costa de las más ricas, la insolidaridad se acentúa cuando una comunidad tiene que controlar drásticamente el crecimiento de sus gastos o cuando las políticas propias no son capaces de impulsar el crecimiento de su renta como en otros territorios. Achacar la causa de ese fracaso a lo que se cede a los demás constituye una salida fácil para evitar la crítica de tales políticas.

Para valorar el actual sistema de financiación autonómica han de tomarse como referencia los principios de la descentralización óptima de ingresos y gastos públicos. Un resumen muy apretado de este cuerpo de doctrina señala que la regla de eficiencia para los servicios públicos es muy similar a la de los bienes privados -quienes los demandan y consumen deben ser quienes los paguen- y, por eso, quienes demanden y se beneficien de los gastos y servicios públicos deberán ser también, en términos territoriales, quienes deban sufragar su coste. De ahí que cuando estos gastos y servicios públicos circunscriben su utilidad a un ámbito geográfico limitado, la decisión de prestarlos y el volumen de su prestación deba adoptarse por los ciudadanos de ese territorio, soportando igualmente tales ciudadanos su financiación. Esa regla se conoce como principio de equivalencia territorial.

Sin embargo, este principio no se aplica en solitario sino que se modula con otros dos de gran importancia.

El primero, el de equidad y solidaridad entre los distintos territorios que integran una nación, lo que justifica transferencias de recursos de la Hacienda central a esos territorios para financiar gastos públicos, rompiendo parcialmente la equivalencia territorial. Al menos, cuatro distintas razones justifican esas transferencias. En primer término, porque muchos de los bienes y servicios públicos de un territorio pueden beneficiar no sólo a sus ciudadanos sino también a los habitantes de otros, por lo que estos últimos deberán soportar también una parte, al menos, del coste. En segundo lugar, porque las transferencias permiten que la Hacienda central asegure en todo el territorio nacional, cohesionándolo adecuadamente, un nivel mínimo de determinados bienes y servicios públicos considerados esenciales, tales como la Enseñanza o la Sanidad. Además, porque las transferencias pueden buscar también que territorios económicamente menos avanzados se aproximen al nivel de bienestar de los restantes, cohesionando igualmente la nación. Finalmente, porque cuando el sistema fiscal esté parcialmente centralizado, las transferencias serán necesarias para financiar los gastos autonómicos. La centralización tributaria puede estar justificada si existen grandes diferencias de renta entre los distintos territorios o si, al utilizar cada uno de ellos un sistema impositivo distinto, pusieran en peligro la unidad de mercado en el ámbito nacional.

Precisamente el segundo principio que modula el de equivalencia territorial es el de la unidad de mercado en toda la nación, lo que obliga a que el sistema de financiación tenga la menor incidencia posible en la formación de los precios, evitando que éstos difieran sustancialmente de un territorio a otro. No todos los impuestos habrán de igualarse en idéntico grado, aunque la estructura tributaria básica deberá ser común para todos. Así, los tributos que recaigan sobre la renta o sobre el patrimonio, al incidir escasamente sobre los precios, podrán discrepar algo más sin mayores consecuencias. Tampoco tendrán mucha incidencia los tributos que se limiten al gravamen de bienes y servicios en la etapa final del consumo, si sus tipos de gravamen no son muy diferentes. Por eso puede darse un cierto papel a los distintos territorios en la regulación de tales impuestos. Tampoco las diferencias impositivas pueden ser tan fuertes que dificulten la libre circulación de factores, bienes y servicios, ni la libre instalación de personas y empresas. Además, los impuestos que gravan hechos complejos que puedan generarse en diferentes territorios para un mismo sujeto -tales como el IRPF, el impuesto sobre el patrimonio, el de sucesiones y el de sociedades-deberán gestionarse y recaudarse central izadámente para que esa gestión sea eficiente, imputando la recaudación al territorio donde se haya obtenido, aunque nunca en su totalidad, para compensar así las diferencias que puedan existir entre el lugar en que se origine el ingreso tributario y donde realmente se genera la renta o el consumo que le sirve de base.

El vigente sistema de financiación autonómica cumple los principios anteriores. Primero, porque permite cubrir la mayor parte de los gastos de cada territorio con ingresos allí obtenidos. Actualmente los ingresos procedentes de cada comunidad y entregados a ella, cualquiera que sea la instancia que los gestione u obtenga, se sitúan entre el 70% y el 75% de todos sus ingresos. Además, existe un Fondo de Cohesión Sanitaria que permite la compensación de los servicios que una comunidad presta a los residentes de otra. Se garantiza igualmente niveles mínimos en servicios públicos básicos, tales como la Educación y la Sanidad, pues se efectúan transferencias desde los presupuestos del Estado para asegurar tales mínimos. Adicionalmente, se busca una mayor igualdad interterritorial mediante el Fondo de Compensación, destinado a inversiones que coadyuven a reducir las diferencias de renta entre las comunidades. Finalmente, se garantiza la estabilidad al dotar a las comunidades con un Fondo de Suficiencia, calculado inicialmente bajo condiciones de equilibrio entre sus ingresos y gastos e incrementado anualmente en función del crecimiento de los ingresos estatales. El sistema tampoco perturba la unidad de mercado, pues las comunidades no tienen facultades normativas en los impuestos que se exigen a la producción o en los primeros niveles de la distribución y la gestión y recaudación cumplen las reglas ya expuestas.

Los sistemas anteriores a 2001 no seguían suficientemente esos principios. Sus recursos procedían, en su mayor parte, de transferencias del Estado y las comunidades no contaban con las amplias facultades normativas y de gestión que tienen ahora. Pero tampoco esos principios se cumplirían adecuadamente con un sistema generalizado de cupo como el que algunos pretenden, pues el cupo tendría que incluir nada menos que el pago para financiar los bienes y servicios estatales, los correspondientes a los Fondos de Cohesión y de Suficiencia, los necesarios para los servicios mínimos y los de una mayor equidad interregional. Mantenerla solidaridad resultaría difícil a medio plazo, pues las comunidades lucharían por reducir el cupo poniéndola en grave peligro. Además, tampoco sería posible ni la política de redistribución personal de la renta, ni la de estabilidad económica ni la general de desarrollo, encomendadas habitualmente al Estado.

Por eso, cambiar drásticamente el sistema vigente no tendría sentido. Pero quizás deberían aumentarse algo los actuales niveles de cesión de ingresos, reduciéndose simultáneamente el Fondo de Suficiencia y, sobre todo, debería desacelerarse el crecimiento de ciertos gastos que ahogan hoy a las comunidades e inducen a algunas de ellas a pedir cambios poco justificables en el actual sistema de financiación autonómica.

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