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¿Y ahora qué hacemos los anglófilos?; por Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín, jurista

07/02/2022
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El día 5 de febrero de 2022 se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín en el cual el autor opina que los años del Brexit, los años de debate, votación y ejecución de la decisión de abandonar la UE han dejado extenuada a Inglaterra y todo replanteamiento de esa decisión a corto plazo resulta imposible, aunque las encuestas parezcan indicar que una mayoría de británicos cree que el Brexit fue un error.

¿Y AHORA QUÉ HACEMOS LOS ANGLÓFILOS?

Quizá la penosa coyuntura por la que atraviesa el primer ministro británico sea la ocasión para que los anglófilos nos planteemos la pregunta que da título a esta Tercera. Hoy, en mayor o menor grado, todos somos anglófilos. La influencia inglesa en el resto de Europa y en el mundo no paró de aumentar durante la era victoriana y su trayectoria ascendente se mantuvo al menos hasta 1945, con el brillante epílogo de la ‘finest hour’ churchilliana. En la segunda mitad del siglo XX no le faltaron a Inglaterra momentos inspiradores, como cuando en los años sesenta propuso modelos juveniles y musicales de gran éxito, o cuando, más adelante, su primera ministra se convirtió en un icono mundial. Tampoco lo hizo mal Tony Blair, hombre lleno de energía y de talento, y quizá una prueba del actual desconcierto inglés es la extraña manía que le han cogido sus correligionarios y compatriotas. Después, abruptamente, vinieron las cañadas sombrías del Brexit y poco más.

¿Cómo no lamentar la aparente decadencia de un país al que llevamos tanto tiempo mirando en busca de inspiración? Esa inspiración ha venido en primer lugar a través de la lengua, que siempre fue compañera del imperio, aunque ahora al imperio le llamemos ‘soft power’, utilizando, como para casi todo lo nuevo e importante, una expresión inglesa. Tras la Segunda Guerra mundial, la lengua del poder hegemónico siguió siendo el inglés, aunque ahora sonara con acento norteamericano. Y entonces todos tuvimos que aprender inglés, incluso los que pertenecíamos a la vieja guardia francófona. Vinieron las letras de las canciones, los cursos de verano, las lecturas infantiles de Richmal Crompton y Enid Blyton, las juveniles de Oscar Wilde, Kipling, Chesterton, Conan Doyle, en suma, los ‘innumerables libros ingleses’ de los que hablara Borges.

La lengua inglesa se ha filtrado hasta los últimos intersticios de nuestra existencia, esa maravillosa lengua, plástica y ligera, pero a la vez capaz de esculpir frases marmóreas, que combina sencillez sintáctica y morfológica con semántica compleja y generadora de infinitos matices. Ciertamente, el uso planetario del inglés durante ya mucho tiempo le ha hecho perder frescura. No creo que haya hoy una frase con menos significado que ‘I love you’. Nada más descorazonador que leer el prospecto inglés de un aparato fabricado en cualquiera de los grandes talleres de la globalización. Y, sin embargo, no podemos prescindir de una lengua que forma parte de nuestra vida, ni podemos dejar de mirar con afecto a la vieja y misteriosa nación isleña que la creó.

Con la lengua acabaron viniendo, por supuesto, muchas otras cosas. La monarquía parlamentaria británica constituye todavía un modelo de validez universal. Los apuros del primer ministro Boris Johnson han servido al menos para recordarnos que los debates en la Cámara de los Comunes siguen teniendo una implacable claridad, compatible, sin embargo, con una gran corrección. Luego hay aspectos donde lo real se mezcla con lo literario y lo cinematográfico para crear paradigmas muy difundidos e influyentes, aunque a veces se vean con ironía debido a su antigüedad. Uno de ellos es el del ‘gentleman’, con sus rasgos conocidos de imperturbabilidad, sentido del deber, supresión de las emociones y valentía sin presunción. Otro es el de las mejores universidades inglesas, cuyo solo nombre es sinónimo de prestigio. También están los altísimos tribunales que todos los juristas admiramos; y esa función pública legendaria por su profesionalidad y sofisticación, que ha producido un personaje de ficción como Sir Humphrey Appleby, tan lleno de vida que casi puede compararse con Sherlock Holmes.

Pues bien, ¿qué queda de esa gran civilización? Y quienes creemos que queda mucho ¿podemos hacer algo para preservarlo? Probablemente, no gran cosa. Pero un punto de partida que no suele fallar es el del afecto, eso sí, advirtiendo a Britania que, si no se enmienda, nos puede perder. Y el capital de la anglofilia, que es una forma privilegiada de ‘soft power’, no es desdeñable. Nunca se sabrá cuánto le debe Inglaterra a un verso que Alice Duer Miller, escritora norteamericana, escribió en 1940, y que sigue siendo famoso a ambos lados del Atlántico: ‘In a world where England is finished and dead, I do not wish to live’. Pero la aproximación sentimental, con ser necesaria, no es suficiente. Habría que pensar en alguna recomendación para nuestros atribulados amigos ingleses.

Toda reflexión que se haga en la materia debe partir de una premisa: los años del Brexit, los años de debate, votación y ejecución de la decisión de abandonar la Unión Europea han dejado extenuada a Inglaterra y todo replanteamiento de esa decisión a corto plazo resulta imposible, aunque las encuestas parezcan indicar que una mayoría de británicos cree que el Brexit fue un error. Por otra parte, como ha escrito Ignacio Peyró, autor de consulta obligada para cualquier anglófilo, “no vivimos una hora de luz para Inglaterra ni para Europa”. Es decir, que la situación de la propia Unión Europea no ayuda cuando se trata de ilusionar a los británicos.

En la Unión Europea se diría que hoy sólo se habla de políticas públicas, que son necesarias, pero no suficientes. Hay que saber hablar también de las ideas que las inspiran. Tampoco los políticos ingleses favorables a la UE han sabido entusiasmarse con la idea de Europa. Quizá el único primer ministro verdaderamente europeísta fue el conservador Edward Heath, amigo de Jean Monnet y principal autor de la adhesión del Reino Unido a la entonces Comunidad Europea en 1972. Pero su mensaje no caló a fondo en la sociedad inglesa. Por esa sociedad habría que empezar ahora, con un proyecto educativo de largo plazo que ayudara a muchos ingleses a superar esa exasperante indiferencia a todo lo que ocurre más allá de sus orillas. Se trataría de una especie de programa Erasmus para adultos que permitiera, con la colaboración de los anglófilos de toda Europa, que se cumpliese aquel mandamiento que hace más de un siglo nos dirigió el poeta belga Émile Verhaeren y que constituye, a mi juicio, una base espiritual de la Unión Europea: “Europeos, admiraos los unos a los otros”.

Comentarios - 1 Escribir comentario

#1

Tenemos que tener paciencia porque todo llevará su cauce.

Escrito el 07/02/2022 12:24:45 por d92mojaj Responder Es ofensivo Me gusta (0)

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